La primera obra de ficción publicada por Charles Dickens apareció en 1833, hace 191 años, en el periódico londinense The Monthly Magazine. El cuento, titulado «Mr. Minns and his Cousin» (El señor Minns y su primo), fue el primero de una serie que Dickens firmaría con el seudónimo «Boz», y que serían recogidos en libro bajo el título Sketches by Boz (Bocetos de Boz), en 1836.
El escritor inglés Charles John Huffam Dickens (1812-1870), considerado uno de los grandes novelistas de la literatura universal, alcanzó la celebridad justamente por sus novelas cargadas de profundo humanismo e incisiva crítica social (Oliver Twist, David Copperfield, Tiempos difíciles, Grandes esperanzas, entre muchas otras), pero nunca dejó de escribir cuentos y noveletas, e incursionó además en la poesía, el ensayo, el teatro y el periodismo.
Dickens disfrutó de un extraordinario éxito, y varias de sus obras fueron verdaderos bestsellers. Muchas fueron adaptadas al teatro en vida de su autor, y en fecha tan temprana como 1913 se realizó una película muda basada en Los papeles póstumos del Club Pickwick; sus cuentos y novelas han sido llevados al cine y la televisión en reiteradas ocasiones.
Tras su fallecimiento, circuló un epitafio impreso en el que se decía: «Fue simpatizante del pobre, del miserable y del oprimido, y con su muerte, el mundo ha perdido a uno de los más grandes escritores ingleses». El novelista fue sepultado en la llamada «Esquina de los Poetas» de la Abadía de Westminster.
Compartimos con nuestros lectores «The Child’s Story» («El cuento del niño»), publicado en 1852 como parte de A Round of Stories by the Christmas Fire (Una ronda de cuentos junto al fuego de Navidad), y traducido para esta ocasión por Karin Companioni Sánchez.
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El cuento del niño
Érase una vez, hace muchos años, un viajero que emprendió un viaje. Era un viaje mágico, y parecía muy largo cuando lo comenzó, y muy corto cuando había avanzado hasta la mitad del camino.
Anduvo por un sendero más bien oscuro durante un breve tiempo, sin encontrar nada, hasta que finalmente llegó donde un hermoso niño. Entonces le preguntó: «¿Qué haces aquí?», y el niño dijo: «Siempre estoy jugando. ¡Ven y juega conmigo!».
Así jugó con aquel niño durante todo el día y estuvieron muy contentos. El cielo era tan azul, el sol tan brillante, el agua tan chispeante, las hojas tan verdes, las flores tan bellas, y escucharon tales aves cantoras y vieron tantos botones de oro, que todo era precioso. Había buen tiempo. Cuando llovía, ellos amaban ver las gotas cayendo, y oler los frescos aromas. Cuando soplaba el viento, era delicioso escucharlo e imaginarse lo que decía al venir presuroso de su casa –¡dónde sería eso, se maravillaban!–, silbando y aullando, guiando las nubes ante sí, doblando los árboles, retumbando en las chimeneas, sacudiendo la casa, y haciendo que el mar rugiera en su furia. Mas, cuando nevaba, era lo mejor de todo; en ese momento, nada les gustaba más que mirar los copos de nieve cayendo rápidos y pesados, como si bajaran de los pechos de millones de aves blancas; y contemplar cuán suave y profunda era su caída; y escuchar el silencio entre los senderos y carreteras.
Ellos tenían en abundancia los más finos juguetes del mundo, y los más asombrosos libros de dibujos: todos sobre cimitarras y zapatillas y turbantes, y enanos y gigantes y genios y hadas, y barbas azules y tallos de frijoles y ricos y cavernas y bosques y Valentinas y Orsons: y todo era nuevo, y todo verdad.
Pero un día, de repente, el viajero perdió al niño. Lo llamó una y otra vez, pero no obtuvo respuesta. Entonces regresó a su camino, y anduvo un tiempo sin encontrar nada, hasta que al final dio con un apuesto chico. Y le preguntó al chico: «¿Qué haces aquí?». Y el chico dijo: «Siempre estoy aprendiendo. Ven y aprende conmigo».
Así, el viajero aprendió con aquel chico sobre Júpiter y Juno, y los griegos y los romanos y no sé qué, y aprendió más de lo que yo podría decir –o incluso él, porque pronto olvidó gran parte de eso. Pero ellos no estaban aprendiendo siempre; tenían los más divertidos juegos que jamás habían sido jugados. Paseaban en bote por el río en verano, y patinaban sobre el hielo en invierno; siempre estaban activos a pie o a caballo; jugaban cricket y todos los juegos con pelota, y otros como «En la base de prisioneros», «Dios y el diablo», «sigue mi líder», y más deportes de los que pueda pensar; nadie podía vencerlos. También ellos tenían vacaciones, y Duodécimos cakes, y fiestas donde danzaban hasta medianoche, y auténticos Teatros donde ellos veían palacios de oro verdadero y de plata alzarse de la tierra real, y veían todas las maravillas del mundo a la vez. En cuanto a amigos, ellos tenían tantos y tan queridos amigos, que quisiera tener el tiempo para calcularlos. Todos eran jóvenes, como el chico hermoso, y nunca serían extraños uno para el otro a lo largo de sus vidas.
Sin embargo, un día, en medio de todos esos placeres, el viajero perdió al chico como había perdido al niño, y, después de llamarlo en vano prosiguió su camino. Siguió avanzando un poco más sin ver nada, hasta que, al final se encontró con un joven. Entonces, le preguntó al joven «¿Qué haces aquí?». Y el joven dijo, «Siempre estoy enamorado. Ven y ama conmigo».
Así, el viajero se fue lejos con aquel joven, y pronto ellos se encontraron a una de las chicas más lindas que jamás se haya visto, como Fanny en aquella esquina –y ella tenía los ojos como los de Fanny, y su cabello como el de Fanny, y hoyuelos como los de Fanny, y se reía y se sonrojaba como hace Fanny mientras estoy hablando sobre ella. Así, el joven se enamoró directamente –justo como a Alguien que no voy a mencionar, desde la primera vez que vino aquí, le sucedió con Fanny. ¡Bueno!, él fue tentado en ocasiones –como Alguien solía serlo por Fanny–; y a veces ellos peleaban –como Alguien y Fanny solían reñir–; y ellos se reconciliaban, y se sentaban en la oscuridad, y escribían cartas cada día, y nunca fueron felices separados, y siempre se estaban buscando uno al otro y pretendiendo que no, y se comprometieron en tiempo de Navidad, y se sentaron uno al lado del otro junto al fuego, e iban a casarse muy pronto –¡todo exactamente como Alguien a quien no voy a mencionar, y Fanny!
Pero, un día el viajero los perdió, como al resto de sus amigos, y, después de llamarlos para que regresaran, lo que nunca hicieron, retomó su camino. Entonces, él anduvo un tiempo sin ver nada, hasta que al final se tropezó con un caballero de mediana edad. Y entonces, él le preguntó al caballero: «¿Qué estás haciendo aquí?». Y su respuesta fue: «Siempre estoy atareado. ¡Ven a estar atareado junto a mí!».
Así que comenzó a estar muy atareado junto a aquel caballero, y ellos continuaron juntos atravesando el bosque. Todo el viaje fue a través de un bosque; solamente al principio era verde y abierto, como un bosque en primavera; y ahora empezaba a ser denso y oscuro, como un bosque en verano; algunos de los pequeños árboles que habían crecido antes, incluso se secaban. El caballero no estaba solo, tenía su lado a una señora de su misma edad, la cual era su Esposa; y tenían hijos, quienes estaban con ellos también. Entonces, todos ellos fueron juntos a través del bosque, podando los árboles, y haciendo un camino a través de las ramas y de las hojas caídas, y asumiendo responsabilidades y trabajando duro.
En ocasiones llegaban a una larga y verde avenida que se abría hacia bosques más profundos. Luego ellos podrían escuchar una voz muy bajita y distante, llorando, «¡Padre, padre, yo soy otro hijo! ¡Espérame!». Y enseguida ellos verían una figura muy pequeña, alargándose a medida que se aproximaba, corriendo para unírseles. Cuando llegó, todos ellos se agolparon rodeándolo, y lo besaron y lo acogieron; y entonces todos prosiguieron juntos.
A veces ellos llegaban a varias avenidas a la vez, y entonces todos se quedaban quietos, y uno de los hijos dijo: «Padre, voy al mar», y otro dijo: «Padre, voy a la India», y otro: «Padre, voy a probar mi suerte donde pueda», y otro: «¡Padre, voy al Cielo!». Así, pues, con muchas lágrimas al despedirse, se fueron solitarios cuesta abajo por aquellas avenidas, cada hijo por su camino; y el hijo que fue al Cielo ascendió hacia el aire dorado y se desvaneció.
Cada vez que ocurrían estas separaciones, el viajero miraba al caballero, y lo veía levantar la vista hacia el cielo por encima de los árboles, donde el día estaba comenzando a caer, y el atardecer a llegar. Él vio también que su cabello se estaba volviendo gris. Pero nunca podían descansar mucho tiempo, porque tenían que continuar su viaje, y era necesario para ellos estar siempre ocupados.
Al final, hubo tantas despedidas que allí no quedaron hijos, y solo el viajero, el caballero y la señora hicieron su camino acompañándose. Y ahora el bosque estaba amarillo, y ahora pardo, y las hojas, incluso las de los árboles del bosque, comenzaban a caer.
Así, ellos llegaron a una avenida más oscura que el resto, e iban presurosos en su viaje sin mirar hacia atrás, cuando la señora se detuvo.
«Esposo mío», dijo la señora, «he sido llamada».
Ellos escucharon, y oyeron una voz a lo lejos bajando la avenida, que decía: «¡Madre, madre!».
Era la voz del primer hijo que había dicho: «¡Voy al Cielo!», y el padre dijo: «Pido que no sea ahora. La puesta del sol está muy cerca. ¡Pido que no sea ahora!».
Pero la voz lloraba: «¡Madre, madre!», sin prestar atención al padre, aunque su cabello estaba ahora bastante blanco, y había lágrimas sobre su rostro.
Entonces, la madre, quien ya estaba fundida en la sombra de la oscura avenida y yéndose, rodeando aún con sus brazos el cuello de su esposo, lo besó y dijo: «¡Mi adorado, soy llamada y voy!». Y se fue. Y el viajero y el hombre se quedaron solos juntos.
Y anduvieron y anduvieron juntos, hasta que llegaron muy cerca del final del bosque; tan cerca que podían ver el rojo atardecer brillando ante ellos a través de los árboles.
Todavía una vez más, mientras se abría camino a través de las ramas, el viajero perdió a su amigo. Llamó una y otra vez, pero no hubo respuesta, y cuando salió del bosque, y vio al sol sereno bajando sobre una ancha vista púrpura, se encontró con un señor mayor sentado sobre un árbol caído. Entonces, él le preguntó al anciano: «¿Qué haces aquí?». Y el anciano dijo con una calmada sonrisa: «Siempre estoy recordando. ¡Ven y recuerda conmigo!».
Así el viajero se sentó al lado del anciano, cara a cara con el sereno atardecer; y todos sus amigos volvieron suavemente y lo rodearon. El bello niño, el chico apuesto, el joven enamorado, el padre, la madre y los hijos: cada uno de ellos estaba allí y él no había perdido nada. Así los amó a todos, y fue amable y tolerante con todos ellos, y siempre estaba a gusto velando por todos, y ellos lo honraban y lo amaban. Y creo que el viajero debes ser tú mismo, querido Abuelo, porque eso es lo que haces con nosotros, y lo que nosotros hacemos contigo.
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