
Leer en voz alta es, en sí mismo, una forma de crear mundos. Esta mañana de domingo, mi hija Alma y yo nos entregamos a uno de nuestros rituales más queridos: leer juntas. Elegimos El circo invisible, un libro de cuentos del escritor cubano Ariel Fonseca Rivero (Sancti Spíritus, 1986).
Ariel, nuestro amigo y generoso proveedor de historias, suele acercarnos, cada vez que visita Camagüey, una bolsa llena de libros hispanoamericanos. Entre los ejemplares variopintos que nos dejó en marzo, durante la Feria del Libro, estaba este volumen publicado en España por la editorial Guantanamera en 2017, aunque antes había ganado el Premio Herminio Almendros 2014 en Cuba.
El circo invisible contiene diecisiete relatos, breves pero intensos. Andan acompañados por ilustraciones de un coterráneo, el talentosísimo Osvaldo Pestana Montpeller (Montos), que logran capturar visualmente la sensibilidad y el dolor de cada historia. Se sumerge en la tristeza escondida tras el maquillaje de los artistas, en sus dolores más secretos, en las vidas que el espectáculo disimula.
A través de Ricardo, el niño protagonista, que sueña con escapar de su dolor hacia un circo imaginario, Ariel Fonseca construye no un mundo feliz, sino un espejo del dolor humano, visto a través de la ternura y la resiliencia. El límite entre realidad y fantasía es, aquí, difuso y poderoso. No se trata de maquillar la tristeza, sino de mostrar que la imaginación también puede ser una forma de supervivencia.
Alma no quiso leer. Quiso escuchar. Así, fui prestando mi voz mientras ella prestaba sus gestos: asombro, tristeza, admiración. Los ojos abiertos, las manos crispadas, la sonrisa suspendida en el aire: cada movimiento suyo era un eco de los relatos. El libro iba desnudando poco a poco el corazón de cada personaje, mientras en los ojos de mi hija descubrí que los sentía muy cerca.
Cuando terminamos, me hizo tres preguntas simples y contundentes: cuál historia me gustó más, cuál me pareció más triste, cuál entendí mejor.
Hablamos largo rato. Para ella, la historia más triste fue la de la hija del tragaespadas, marcada por una pérdida que ni la magia del circo pudo borrar. Su preferida fue la de Max, el hombre deforme defendido por una niña del público, porque en ese gesto vio la bondad auténtica. Y la que mejor comprendió fue la de la danzarina que soñaba con volar, esa niña que husmeaba entre camerinos para entender las verdades que el escenario oculta.
A medida que la escuchaba, sentía que el libro había logrado lo que Ariel se propuso en su dedicatoria: abrirnos las puertas de un circo donde cada truco revela, en lugar de esconder, el dolor humano.
Para Alma, El circo invisible fue más que un conjunto de cuentos: fue una lección de empatía. Fue un libro que inspira a hacer el bien, a mirar más allá de las apariencias, a reconocer las historias invisibles que cada persona guarda. Me dijo frases que aún resuenan en mi mente:
«Es para que desde pequeños entiendan las historias de las personas y no tengan prejuicios».
«Cada personaje representa un trauma y un sentimiento».
«El libro inspira a hacer cosas buenas para que esas tristezas no pasen».
Yo, mientras tanto, reflexionaba en silencio sobre la delicada arquitectura del libro. Ariel logra ese «efecto de verdad» del que hablaba Eduardo Heras León: cuentos breves, de ritmo ágil, con personajes que se nos quedan tatuados en la memoria. En cada historia conviven dos narraciones —como diría Ricardo Piglia—: una visible y otra escondida, más profunda, que late en los silencios y las miradas de los artistas.
Pensé en Brecht, y en cómo el arte es otra realidad, con sus propios códigos y sus propias verdades. En El circo invisible, Ariel traza esa doble historia: la evidente, la del circo y sus prodigios; y la oculta, la de las pérdidas, las heridas, los sueños apenas sostenidos por un hilo.
Alma, curiosa, deseó saber más. ¿Cuál era la historia de la gitana de la bola de cristal? ¿Qué secretos guardaban los personajes apenas esbozados? Le quedó hambre de historias, y eso —me dije— es uno de los mayores triunfos de un libro. Ariel consiguió su objetivo: sumergirnos en su circo invisible, hacernos soñar y entender que detrás de cada máscara hay una historia, y detrás de cada historia, un corazón que late.
Leímos. Nos emocionamos. Quedamos cada vez más convencidas de que entender las heridas de los otros es también una manera de construir un mundo un poco más justo, un poco más humano.
Terminamos la lectura abrazadas.
Conmovidas.
Y listas para seguir leyendo.
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Tomado del periódico Adelante
https://adelante.cu/index.php/es/cultura/59-literatura/31194-un-domingo-en-el-circo-invisible
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