Señor ministro de Cultura, amigo Abel Prieto,
Distinguidos miembros del jurado,
Señoras y señores,
Queridos amigos:
Después de cinco o seis nominaciones sucesivas, todas frustradas, me corresponde esta tarde recibir el Premio Nacional de Literatura. Si yo fuera un cantante de moda al que se le otorgara un premio, afirmaría ante ustedes, a quienes llamaría «mi público», que estoy muy agradecido y me siento muy emocionado. A continuación me inclinaría en una reverencia, llevaría la mano al pecho o lanzaría besos con la punta de los dedos, y eso sería cuanto estaría obligado a hacer como cantante, aunque tal vez, lo confieso, me hubiera gustado serlo. Por tanto y ante la evidencia, sé que se espera de mí, y hasta yo mismo lo espero, que pronuncie palabras profundas y en apariencia definitivas acerca del premio que acabo de recibir, y en rigor, que le dé una vuelta de tuerca e intente complicar sentimientos claros como el agradecimiento y la alegría, y que al hacerlo así cumpla con eso que llamamos «destino» —que luego de ser creado por uno mismo, se convierte en un tirano exigente—, destino de escritor y de intelectual.
Haré el esfuerzo.
Diversas entrevistas he concedido en estos días, y otras concederé en lo sucesivo. Si en todas hasta ahora rehusaron —hábilmente— formular la pregunta consabida, no obstante está latiendo detrás de cada una. Ustedes la conocen por haberla oído múltiples veces: «¿Qué significa para usted este premio?».
Tal significación la dividiría en dos partes. La primera, y la más influyente, consiste en la relación que los otros establecen con el Premio, y la segunda parte, naturalmente, la que yo establezco con él. Ambas están estrechamente vinculadas. Decenas de amigos, y tal vez de admiradores o de fans, me han dado a conocer su complacencia. «Merecido, muy merecido, aunque algo tardío», opinaban. Aquellos que se consideran mis enemigos, también me felicitaron, con menos fervor, dándome una mano un tanto evasiva, sin mirarme a la cara o con la voz suavemente estrangulada. Detrás de sus palabras parecían preguntarse: «¿Este qué ha hecho para merecerse el premio?».
Los dos grandes timbres de la vida moderna, el de la puerta y el del teléfono, no cesaban de sonar. Periodistas radiales y de la televisión, entre boleros o el tictac del reloj, intercalaban mi voz, que empieza a envejecer, o desde el interior de mi casa y meciéndome en un sillón antiguo, tras empolvarme la cara una maquillista diestra, aparecía mi imagen en la pantalla multicolor. En esa pantalla yo era una novedad, tanto por la actualidad del premio como por las pocas veces que había aparecido en ella.
Estas apariciones produjeron efectos curiosos e inesperados.
Cuando me asomaba al balcón de mi casa, me saludaban los vecinos desde los balcones, satisfechos de tener por vecino a un escritor que salía en la televisión. En nuestro país la televisión otorga también su carné de identidad.
Para las mayorías populares quien no aparece en la pequeña pantalla carece de existencia. Una de mis tías paternas, ya difunta, durante sus visitas y a poco de llegar, se movía inquieta por la sala preguntando dónde había un espejo. «Hace rato que no me veo y me parece que no existo», exclamaba con desasosiego. La pantalla iluminada es también como ese espejo que buscaba mi tía: garantiza una forma de identidad ante los otros. Personas desconocidas u olvidadas me buscaban o se me acercaban en la calle para felicitarme, me ponían la mano en el hombro o me pedían que les autografiara alguno de mis libros. (Después de esas peticiones aprendí a andar con varias plumas en los bolsillos). En estos días recibí una carta desde Santiago de Cuba, ciudad en la que nací hace más de sesenta años. Carta encantadora, que me produjo una viva emoción. Está escrita por una mujer, con gran sencillez, pero que consigue expresar lo que se ha propuesto: preguntarme si el autor que ella ha visto, de la manera televisiva en que se ve, es el mismo que fue su condiscípulo en un colegio santiaguero. ¿No les resulta impresionante esta superposición de una imagen con el recuerdo, es decir, con otra imagen? Yo no recuerdo a la autora de la carta, pero ella, ayudada por el presente, evoca al muchacho que yo era, que entraba en el aula y tal vez se sentaba cerca, la saludaba, conversaba con ella, que también era una muchacha entonces. «Con seguridad usted no debe recordarme —dice en su carta—, pero no importa, de todos modos yo disfruto el éxito de mi antiguo condiscípulo y le deseo que el talento lo acompañe durante el resto de su vida», y concluye firmando «de todo corazón». He puesto en el correo un ejemplar de mi novela La noche del aguafiestas, con una dedicatoria para ella, la que todavía recuerda. Ojalá lo reciba.
Durante un viaje de Matanzas a La Habana, de noche y bajo un aguacero torrencial, la máquina en que viajaba tuvo que refugiarse en un merendero a la orilla de la carretera: el motor, muy mojado, no podía continuar. Aproveché para estirar las piernas y beber algo. Pedí al camarero varias veces un refresco, volviéndome de nuevo a mirar la lluvia. En una ocasión, al volverme para insistir, me di cuenta que el camarero no hacía otra cosa que observarme con cierto asombro. «¿Usted no es Arrufat?», terminó por preguntar. «Tengo dos libros suyos, pero a usted no lo había visto nunca. Fue ayer cuando lo vi en la televisión», dijo dándome al fin el refresco. Conversamos un rato, mientras el aguacero pegaba fuerte en el techo y en los charcos. Simple y mágico era a la vez lo que nos ocurría. El camarero integraba la imagen de la pantalla al cuerpo que tenía delante, la presencia del escritor a las palabras leídas. Por igual me ocurría que mi ser de escritor encarnaba en mi cuerpo haciéndose visible. Parecía rota esa especie de escisión estrafalaria y hasta dramática que suele padecer un autor ignorado. Sentí anularse la soledad de uno de los oficios más solitarios del mundo. Ambos, el camarero y yo, reveladas de pronto nuestras esencias, nos acompañábamos aunque fuera por un instante. Él era mi lector y yo su autor. Encuentro singular, poco frecuente. Fue una suerte que al menos me ocurriera una vez, en el curso de esa noche lluviosa.
Si estos son algunos de los efectos que el Premio produjo del lado de los otros, lectores interesados en la literatura, de esa parte que califiqué como la más influyente —el Premio también ha sido conferido por los otros—, debo referirme a continuación a la segunda parte, es decir, debo hablar —brevemente, por supuesto— sobre mí mismo, un «sí mismo» vinculado estrechamente con el de los otros: ellos resuenan en él tanto como él ha resonado en eso que llamamos actualmente la otredad. Discutí conmigo en estos días, a solas, sin voz, apenas con palabras. El Premio es responsable de tal debate: tuvo la virtud (en el sentido que los antiguos daban al vocablo) de ponerme en cuestión, y como diría Baudelaire, de propiciar un «examen de medianoche». La medianoche es una metáfora. Se reflexiona a cualquier hora, a pleno sol, caminando por la calle o sentado en un rincón. La medianoche es el momento en que las cosas están mediadas y en nuestra vida algo va a terminar para que algo siguiente empiece. Sin embargo el Premio implica un final, es un término. Fuera de su entrega no queda nada. El último y más importante de cuantos entrega la cultura cubana, después de él, nada resta por ganar. Además, abarca la totalidad de lo que uno ha escrito y resulta, como alguien me dijo, la culminación del reconocimiento. A semejanza de mi tía, parado ante un espejo, me interrogué grave: «y ahora o después, ¿qué harás?». Mi acendrada naturaleza de luchador reaccionó de inmediato. En vez de enamorarme de mi reflejo, como un viejo Narciso, discutí con el hombre que veía ante mí. El Premio no es un descanso ni un sudario, la corona de laureles sobre un túmulo. Nunca te gustó ni concuerda con tu naturaleza el ser admitido. Cada aceptación fue en tu vida un acicate en busca de una negación. Eso está en tu obra: alcanzado un punto buscabas un punto diferente, más lejano y misterioso. Me aparté del espejo con una convicción renovada: la de que mi vida consistió —y consistirá— en luchar por la admisión, y me desconcierta haberla obtenido, si en realidad ha ocurrido tal obtención. Tal vez esté en medio de una efervescencia, que durará un año y luego, felizmente, terminará. Desdeño ser aceptado como un viejo escritor que, como se dice, ha llegado. Tengo la certeza de que no he llegado a ninguna parte, y que en rigor no existe parte alguna a la que llegar. Un escritor que se respeta sabe que la posible madurez de su escritura es ilusoria. Para mí al menos el inicio de cada nueva obra es realmente eso, un inicio. Voy tembloroso e inexperto a la página en blanco, tan virgen como ella. Si la madurez implica la seguridad y la destreza, no he madurado. Cada obra que emprendo requiere un aprendizaje y una iniciación. Lo demás es el silencio y las manos juntas, o la fatigosa repetición. Cada una de nuestras valoraciones resultará bien dudosa y hasta díscola. Moriremos con la duda (con la sabia duda) de ser o de no ser creadores importantes. No hay que lamentarse: esta duda nos hace estar vivos. Cientos de páginas me quedan por llegar todavía. Tengo cuerda para diez años. Terminados estos, procuraré darme más cuerda. Interesado en lo que hago, con un amor por la literatura que no se extingue, estaré en lucha nuevamente y, como decía una amiga cuando visitaba mi casa, «montado en un caballo blanco de repiquete».
No necesito los ojos prodigiosos de Argos ni poderes telepáticos para presentir que en la mente de la mayoría de ustedes, en sus memorias, figura un asunto o un caso que debo mencionar antes de concluir estas palabras.
Cerca de la hora en que estamos, durante nueve años exactos y completos, desde junio de 1971 a junio de 1979, de lunes a viernes, con cuatro horas los sábados, terminaba yo mi trabajo en la Biblioteca de Marianao, caminaba varias cuadras, subía a una ruta 22 y tras largos cincuenta minutos, cuando la guagua pasaba a su hora y se detenía en su parada (si esto no ocurría el tiempo era incalculable), subía la escalera y entraba de regreso a mi casa de Centro Habana. Cumplía con una sanción que juzgaba enigmática: no tenía tiempo señalado para terminar e ignoraba la cuantía del delito. ¿Era en realidad un delito? Nunca lo creí y sigo sin creerlo. Si al escribir Los siete contra Tebas había cometido alguno, no se me dijo en qué consistía ni qué tiempo debía pagar por haberlo cometido. No hubo jueces, sanciones, tribunales ni documentos. Solo algunas llamadas telefónicas… ¿Quiénes debían decírmelo y quiénes debían perdonarme? Nunca lo supe. Es decir, nunca oficialmente, como supongo deben conocerse estas cosas, sino mediante rumores, comentarios y puertas que se mantenían cerradas, y eran tan elocuentes. Viví muchos meses entre sombras, en la indefinición, sin saber cuándo y cómo terminaría lo que había empezado. Para mí se convirtió en el delito de escribir, de escribir una pieza teatral juzgada como atentatoria a los principios de la Revolución, según reza la declaración que la UNEAC colocó como prólogo a la edición de la obra en aquellos años. Creo llegado el momento histórico, en este acto de premiación, de contar públicamente lo ocurrido. Si vivimos en una sociedad que, dando pruebas de su capacidad de renovación y de su afán de justicia, rectifica una y otra vez, con frecuencia sin declarar que se ha equivocado, no me parece sano ocultar los hechos. Solo diciendo ciertas cosas ganaremos conciencia y un poco de lucidez. No nos neguemos a aprender de la Historia, porque nos veremos obligados a repetirla. En el almacén de la Biblioteca de Marianao, formando paquetes de revistas con un cartón y una soga, sin poder recibir ni hacer llamadas telefónicas, retiradas las fichas con el título de mis libros de los catálogos puestos al público, convertido en un escritor inexistente, con las visitas personales prohibidas, observado por la directora y apartado del resto de los empleados, esperé nueve años. Mi capacidad de resistencia ha sido siempre fabulosa. Tal vez se fundamenta en un mecanismo de defensa inconsciente y muy sencillo: cuando termino de hacer algo, lo olvido, y más si hay dolor de por medio. O dicho con mayor precisión: me entrego de inmediato a un hacer diferente. La acción salva, afirmaba Enrique José Varona, y nunca aparté esta sentencia. En una mesa de madera rústica que había en el almacén coloqué el manuscrito sin terminar de mi novela La caja está cerrada, ochocientas páginas en letra menuda, y me di a la tarea de revisarlo y rescribirlo, aprovechando las ocasiones en que la directora descuidaba vigilarme y con la certeza de que contaba con todo el tiempo. Felizmente, aunque a escondidas y disimulando, tuve algo personal que hacer: como el manuscrito era cuantioso, sus páginas duraron hasta que llegó el inesperado fin de la sanción en 1981, y comenzó entonces la rehabilitación con su ritmo pausado, gradual, sin sobresaltos, según ocurren estas cosas en nuestra sociedad. Y aquí estoy, finalmente, con varios libros publicados, medallas y distinciones y con el Premio Nacional, como cualquiera otro escritor a quien le haya pasado lo mismo.
Si menciono este hecho en público, después de tantos años y de tantos sucesos, lo hago con el propósito de exorcizarlo. En una obra ilustre, Electra Garrigó, a esto se llama una limpieza de sangre. El caso de Los siete contra Tebas es de conocimiento de casi todos ustedes y subyace en este acto como un falso secreto. Permítaseme, al menos por una vez, que este secreto singular deje de ser, y que pueda asumirse ante y entre todos. No conozco otro modo más efectivo de ponerle punto final. Después de compartirlo, seremos más libres y el aire será más puro. Purgación o catarsis. Luego, entreguemos el asunto a futuros historiadores. Si lo hago no es por resentimiento, que mis amigos saben que no padezco, ni por vanagloriarme de mi capacidad de resistencia, capacidad que es un don natural que solamente me es dado ejercitar, ni porque aspiro a convertirme y proclamarme víctima del Estado, sino por lo que ya dije como sanidad espiritual y por algo que atañe a la ética del escritor: es una profesión de fe. En cualquier momento de la Historia y en cualquier sociedad, la relación inevitable del escritor o el artista con el Estado o el Poder no ha sido fácil ni placentera. Mejora a veces y a veces empeora. Cuanto creo que resulta imprescindible es esclarecerla, que cada cual mantenga el lugar que le corresponde. Me refiero a una especie de equilibrio entre el Estado y el individuo, en este caso, el artista. Ni un estado tan fuerte que nos aplaste ni tan débil que nos deje indefensos.
Lo que a nosotros corresponde (o a mí) es realizar nuestra obra, ser fieles a ella. Aprendí con el ejemplo de Virgilio Piñera que, para un verdadero escritor, su oficio es un absoluto, el oficio más elevado y al que no debe traicionar. Bien merece la persistencia y la espera. Vivos o muertos, realizada la obra, ocupará su lugar. Han pasado veinte años desde el día en que salí de la Biblioteca de Marianao y regresé a la vida social de un escritor. Muchas cosas han cambiado a mi alrededor mientras me seguía latiendo el corazón. El que esta premiación se realice, es una de esas múltiples transformaciones. Los funcionarios que asisten complacidos a la entrega de este premio, no son los que decidieron marginarme catorce años de la cultura de mi país. Tampoco el país es el mismo: ha cambiado o se ha perfeccionado. Y yo, ¿acaso soy el mismo? El tiempo que duró la marginación, una sentencia de Valle Inclán normaba mi conducta: «Si prescinden de mí, prescindiré de ustedes». Tengo la ilusión de continuar, en lo esencial, siendo el mismo, al menos eso me confirma la continua apariencia de mi cuerpo. Pero no es todo. En algo me gustaría modificar la orgullosa sentencia de Valle Inclán que he citado. Ahora la diría así: «Si no prescinden de mí, yo no prescindiré de ustedes».
En castellano existe una hermosa palabra, un término reverencial y del corazón. Quisiera decirla como si fuera nueva y nadie la hubiera dicho antes. Es la palabra «gracias». Permitidme repetirla: «gracias». ¿Qué otra palabra mejor? Permitidme aumentarla: «muchas gracias». Es todo.
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Descargar de manera gratuita el libro Los agradecidos del mañana, discursos de agradecimiento al recibir el Premio Nacional de Literatura, compilados por Luis Amaury Rodríguez Ramírez
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