Emerio Medina (Mayarí, 1966) asiste con cierta impavidez a la crítica sobre su obra. Se habla de la naturalidad con que se desdibujan en sus textos las fronteras entre realidad y absurdo, del inusual ritmo interno de las historias que crea, de los inicios «en mitad del asunto» y los finales abruptos; y a él le parece que están hablando de otro, porque —en fin— no se asume como «escritor», no se lo cree.
Emerio, a quien estuvo dedicada la edición más reciente del espacio El autor y su obra, del Instituto Cubano del Libro, tiene la apostura de un hombre recio, parco; y quizá, mientras escucha inmutable cómo se analiza su escritura pieza a pieza, el desconcierto no hace sino crecerle: «Lo que hago es escribir, sobrevivir. Me he dejado arrastrar por la vida, nunca me he puesto metas, no tengo interés en enmarcar nada, por eso escribo con libertad».
Y, sin embargo, él sabe muy bien de desentrañar armazones, tanto, que ha dejado parte de sí en el desmontaje del bloque 2 de la central termoeléctrica Lidio Ramón Pérez, de Felton. Allí, el ingeniero mecánico formado en Uzbekistán ha dirigido, como jefe de obras, a unos 500 trabajadores, y por cerca de dos años el lenguaje de cada día no ha sido el literario.
Parece materia para uno de sus cuentos, porque este hombre ha ganado todos los grandes premios con que sueña quien escribe en Cuba: Casa de las Américas, Alejo Carpentier, el Iberoamericano Julio Cortázar… incluso más de una vez; sin dejar de ser un hombre común, un holguinero, un padre de familia, un trabajador industrial, a veces vapuleado por el peso de las realidades, tan ajeno a las poses de la vida literaria que parece mentira.
No obstante, no es el imperio del absurdo, a la manera de una de sus narraciones; Emerio Medina resulta uno de los mejores narradores de la Isla a fuerza de talento, de disciplinada lectura y escritura, de no denostar lo local, ni creer mucho en tales fronteras; y su trayectoria constituye la prueba de que el arte es un llamado del ser, no del parecer.
«Adquirí desde temprano cultura literaria, en la escuela cubana, en el campo, con un maestro para siete muchachos», cuenta Emerio, quien, a falta de aula, hizo el quinto y el sexto grados en espacios cedidos por los campesinos, primero cerca del tabaco, después de una vaquería, con el ruido de las rastras de fondo.
«También tuve la suerte de que en mi casa me dejaran leer, mientras mis hermanos andaban afuera haciendo otras cosas». Lo demás ha sido caminar, observar, y contar por intuición. «He escrito las novelas que llevo por dentro, y me parece que aún tengo cosas que decir».
Con una amplia obra narrativa publicada, Emerio gusta más de la escritura para adolescentes, «la que más exige»; y defiende para ellos una literatura en la cual no se les impongan realidades que aún no son suyas; por eso les crea «un mundo fantástico, distópico, pero donde haya luces, donde puedan crecer».
En el panel de El autor y su obra, conducido por Fernando Rodríguez Sosa, y en el que estuvieron Francisco López Sacha, Rafael de Águila y Ernesto Pérez Castillo, mucho se dijo de Emerio Medina, de su personalidad literaria propia, de su inteligencia lingüística, de los personajes signados por el hálito pegajoso de la tragedia, de su estilo elegante y diáfano, y también de su coherencia, y de lo poco que le pesan los galardones en el camino, de ser la persona que encuentra a su alrededor la maravilla de la vida para poderla contar.
Queda entonces leer más y todo del autor de ese cuento inquietantemente sencillo que es El hombre que vino a leer, y maravillarse, más que con su circunstancia, con esas estructuras que ha armado parte a parte, usando la paciencia y la sabiduría del buen mago, cuyos mejores trucos no alcanzan a ser revelados.
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