Georges Bataille (Billom, 10 de septiembre de 1897 – París, 9 de julio de 1962) fue un escritor, antropólogo y pensador francés, que rechazaba el calificativo de filósofo. También es conocido bajo los seudónimos Pierre Angélique, Lord Auch y Louis Trent. Fundador de numerosas publicaciones y grupos de escritores, Bataille es autor de una obra abundante y diversa: lecturas, poemas, ensayos sobre numerosos temas (sobre el misticismo de la economía, poesía, filosofía, las artes, el erotismo). En ocasiones publicó con pseudónimos, y algunas de sus publicaciones fueron censuradas. Fue relativamente ignorado en su época y desdeñado por contemporáneos suyos. Su novela La historia del ojo (de la cual ofrecemos hoy el primer capítulo), por ejemplo, publicada bajo el pseudónimo de Lord Auch, fue inicialmente leída como pura pornografía, pero la interpretación del trabajo maduró con el tiempo hasta revelar su considerable profundidad emocional y filosófica, características de otros escritores categorizados dentro de la «literatura de la transgresión».
El ojo del gato
Crecí muy solo y desde que me acuerdo sentí angustia por todo lo sexual. Tenía cerca de dieciséis años cuando encontré a una muchacha de mi edad, Simone, en la playa de X. Nuestras familias tenían un parentesco lejano y nuestras relaciones fueron precipitadas. Tres días después de habernos conocido, Simone y yo nos encontramos solos en su quinta. Ella vestía un delantal negro con cuello blanco almidonado. Comencé a percatarme de que compartía conmigo la ansiedad que me provocaba verla, ansiedad más fuerte ese día porque sospechaba que, bajo el delantal, estaba completamente desnuda.
Llevaba unas medias de seda negra que le llegaban hasta encima de las rodillas; pero aún no había podido verle el culo (este nombre que siempre empleé con Simone es para mí el más lindo de los nombres del sexo). Tenía la impresión de que si apartaba ligeramente el delantal por detrás, vería sus partes impúdicas sin ningún estorbo.
En una esquina del corredor había un plato con leche para el gato. «Los platos están hechos para sentarse», me dijo Simone. «¿Cuánto apuestas a que me siento en el plato?» «Apuesto a que no te atreves», le respondí, casi sin aliento.
Hacía un calor excesivo. Simone colocó el plato encima de un pequeño banco, se instaló delante de mí y, sin quitar sus ojos de los míos, se sentó sobre él sin que yo pudiera ver cómo mojaba sus nalgas ardientes en la leche fresca. Permanecí algún tiempo delante de ella, inmóvil, la sangre me subía a la cabeza y temblaba mientras ella miraba mi pinga erecta estirar los pantalones.
Me acosté a sus pies sin que ella se moviese y por vez primera vi su carne «rosa y negra» que se refrescaba en la leche blanca. Estuvimos mucho tiempo sin movernos, tan conmocionados el uno como la otra…
De repente ella se levantó y vi gotear la leche a lo largo de sus piernas. Se secó lentamente con un pañuelo, de pie, con la pierna alzada y apoyada en el banco por encima de mi cabeza y yo me froté con vigor la verga por sobre el pantalón y me agité amorosamente por el suelo. El orgasmo nos llegó casi al mismo tiempo sin habernos tocado; pero cuando su madre regresó, mientras yo permanecía en un sillón bajo y ella se echaba con ternura en sus brazos, aproveché para levantarle por detrás el delantal y sin que nadie se diera cuenta hundir mi mano en su culo, entre los dos muslos ardientes.
Volví corriendo a mi casa, ávido por masturbarme de nuevo y al día siguiente por la noche estaba tan ojeroso que Simone, después de haberme observado largo rato, escondió la cabeza en mi espalda y me dijo con mucha seriedad: «No quiero que te masturbes sin mí».
Así empezaron entre la muchacha y yo relaciones tan estrechas y obligatorias que nos era casi imposible estar una semana sin vernos. Y, sin embargo, apenas hablábamos de ello. Comprendo que ella experimente los mismos sentimientos que yo cuando nos vemos, pero me es difícil de explicar. Recuerdo un día que viajábamos en un auto a toda velocidad y atropellamos a una ciclista que debió haber sido muy joven y muy bella: su cuello había sido casi trozado por las ruedas. Nos quedamos mucho tiempo detenidos, unos metros más adelante, sin descender del auto, ocupados solo en contemplar a la muerta. La impresión de horror y de desesperación provocada por tanta carne sangrante, en parte nauseabunda y en parte bella, era bastante equivalente a la impresión que teníamos al mirarnos. Simona es grande y hermosa. Y por lo general muy simple: no tiene nada de angustiado ni en la mirada ni en la voz. Sin embargo, en el orden sexual se muestra tan bruscamente ávida de todo lo que perturba el orden que basta el más imperceptible llamado de los sentidos para que de un golpe su rostro muestre un carácter que sugiere de manera directa todo aquello que está ligado a la sexualidad profunda, por ejemplo sangre, asfixia, terror súbito, crimen; todo aquello que destruye indefinidamente la beatitud y la honestidad humanas. Vi por primera vez esa contracción muda y absoluta (que yo compartía) el día que ella se sentó sobre el plato de leche. Es verdad que apenas nos mirábamos con fijeza, salvo en momentos parecidos. Pero no estamos satisfechos y solo jugamos durante los escasos minutos de distensión que siguen al orgasmo.
Debo decir que nos mantuvimos largo tiempo sin acoplarnos. Aprovechábamos todas las circunstancias para entregarnos a actos poco habituales. No es que careciéramos de todo pudor, sino que por el contrario algo imperioso nos obligaba a desafiarlo juntos tan impúdicamente como fuera posible. Es así que después de que ella me pidió que no me masturbase solo (nos habíamos encontrado en lo alto de un acantilado), me bajó el pantalón, me hizo tenderme en la tierra; luego se alzó el vestido, se sentó sobre mi vientre dándome la espalda y comenzó a orinar mientras yo le metía un dedo por el culo que mi leche joven ya había vuelto untuoso. Luego se acostó, con la cabeza bajo mi pinga, entre mis piernas y con el culo al aire hizo que su cuerpo cayera sobre mí, que levanté la cara lo suficiente para ponerla a la altura de su culo —sus rodillas terminaron por apoyarse sobre mis hombros. «¿Puedes hacer pipi en el aire para que caiga sobre mi culo?», dijo. «Sí», le respondí, «pero como estás va a caer por fuerza sobre tu ropa y tu cara». «¿Y qué importa?», concluyó. Hice lo que me dijo, pero apenas lo había hecho la inundé de nuevo, aunque esta vez de bella y blanca leche.
El olor del mar se mezclaba mientras tanto con el de la ropa mojada, el de nuestros cuerpos desnudos y el del semen. Caía la noche y permanecimos en esta extraordinaria postura sin movernos, hasta que escuchamos unos pasos aplastar la hierba.
«No te muevas, te lo suplico», me pidió Simone. Los pasos se detuvieron pero nos era imposible ver quién se aproximaba. Nuestras respiraciones se cortaron a la vez. El culo de Simone, así desnudo y levantado por los aires me parecía una súplica todopoderosa, tan perfecto, formado por dos nalgas escasas y delicadas, profundamente tajadas, y no dudé ni por un instante que el hombre o la mujer desconocidos que las vieran sucumbirían enseguida ante la necesidad de masturbarse sin cesar al mirarlas. Los pasos recomenzaron, precipitados en esta ocasión, casi una carrera; y vi aparecer de repente una deliciosa niña rubia, Marcelle, la más pura y perturbadora de nuestras amigas.
Estábamos tan fuertemente enredados en nuestras horribles actitudes que no pudimos mover ni un dedo y de pronto nuestra infeliz amiga se derrumbó y se arrellanó en la hierba sollozando. Solo entonces abandonamos nuestro extravagante abrazo para lanzarnos sobre un cuerpo que se nos entregaba al abandono. Simone le levantó la falda, le arrancó el blúmer y me mostró, embriagada, un nuevo culo tan bello y puro como el suyo. Besé a Simone con rabia al tiempo que la masturbaba y sus piernas se cerraron sobre los riñones de la extraña Marcelle que ya no conseguía ocultar los sollozos.
«Marcelle», le dije, «te lo ruego, no llores más. Quiero que me beses en la boca…»
Simone acariciaba sus hermosos cabellos lisos y la besaba afectuosamente por dondequiera.
Mientras tanto, el cielo se había vuelto por completo tempestuoso y, con la noche, comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia, que provocaban la calma después del agotamiento de una jornada tórrida y sin aire. El mar hacía un ruido enorme dominado por el retumbar de los truenos y los relámpagos dejaban ver con brusquedad, como si fuera pleno día, los dos culos masturbados de las muchachas que se habían quedado mudas. Dos bocas juveniles se disputaban mi culo, mis cojones y mi pinga; pero yo no dejé de apartar piernas de mujer húmedas de saliva o de semen, como si hubiese querido escapar del abrazo de un monstruo y ese monstruo no fuera otra cosa que la extraordinaria violencia de mis movimientos. La lluvia caliente caía por fin en torrentes y nos corría por los cuerpos expuestos a su furia por entero. Grandes truenos nos agredían y aumentaban cada vez nuestra cólera, nos arrancaban gritos de rabia, redoblada siempre que el relámpago ponía a la vista nuestras partes sexuales. Simone había caído en un charco de fango y se embarraba el cuerpo con furor; se masturbaba con la tierra y gozaba con violencia, golpeada por el aguacero, con mi cabeza entre sus piernas sucias de tierra, su rostro enterrado en el charco donde agitaba con brutalidad el culo de Marcelle, que la tenía abrazada por detrás, con la mano tirando de sus muslos para abrírselos con fuerza.
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