Chantal Akerman, cineasta belga, estrenó Je, tu, il, elle en 1974. Desde entonces, y con el paso de los años, la película ha ido adquiriendo un resplandor singular, un tanto ríspido, pues no se trata de una historia amable en el sentido acostumbrado —no relata hechos que siguen las maneras y los tics del cine narrativo—, sino más bien de un conjunto de módulos acoplados en busca de un fin. Podría pensarse en tres largas secuencias que, con un acceso mínimo al lenguaje dicho, van siguiendo una línea hasta conformar un relato efable. Sin embargo, esos módulos están dominados por una inquietud, muy subjetiva, que aparece en la quietud de la fotografía. Me refiero a la excitación de narrar originada en la calma (casi una placidez) que brota de lo intenso, entre lo conceptual y lo incoativo.
Una película que evoluciona de la inmovilidad de la mirada fotográfica a la movilidad de lo inapresable (tan cinemático) del sexo —sin apartarse de su personaje central, una muchacha que intenta responder alguna pregunta o llenar algún vacío—, es siempre una experiencia complicada. En primer lugar, porque la inmovilidad de la mirada esconde, al depender de la fotografía, un movimiento interior que no vemos, y, en segundo, porque la movilidad del sexo implica una rotación (conceptualizable en la autotelia propia del sexo) que “impide” el avance de la trama. Pero si la expresión sexual de un sentimiento de compañía se constituye en desenlace, entonces ese “estancamiento” de la trama no es tal. Todo acaba allí, en los intercambios de la desnudez, en lareciprocidadbucogenital (lo diré así, para que no me tilden de sicalíptico) que el filme enseña, y en los abrazos y el sueño del cuerpo en la cama.
Chantal Akerman maneja situaciones conceptuosas, cargadas de significación. Su punto de partida es el de un tipo de fotografía que alude a los conceptos —la soledad, el cuerpo, la identidad— desde la perspectiva de aquello donde, en apariencia, el concepto no aparece: la inmediatez más cabal de lo cotidiano. Je, tu, il, elle nos refiere un segmento de vida en cuya autonomía hay un impulso reflexivo muy fuerte. Tenemos a una joven retraída y una habitación simple, rutinaria, hostigada por el fastidio. La joven está allí, a veces mira a la cámara, o se desnuda, da vueltas, se acuesta, arrastra y organiza los muebles, vuelve a acostarse, se pone la ropa, acomoda otra vez los muebles hasta quedarse tan sólo con el colchón, y todo esto va ocurriendo mientras empieza a nevar. No cocina, no bebe, no habla, no recibe a nadie. Está allí, escrutada por la cámara, y para sostenerse lo único que hace es comer cucharadas de azúcar. Tiene una pequeña bolsa con azúcar y una cuchara. Nada más. Y entonces, cuando ya estamos convencidos de que va a quedarse allí —como si fuera el resultado de la relectura de un personaje de Samuel Beckett—, la joven se viste y sale, y de repente la vemos conversando con un camionero en un bar-restaurante. Como tiene hambre, el camionero —un joven amable— la invita a cenar, y después ambos se adentran en el camión y se marchan. Él va contándole fragmentos de su vida —tiene esposa e hijos: es un hombre usual, por así llamarlo— y le revela su predecible excitabilidad. Ella accede a acariciarlo. Lo masturba. Y él va refiriéndole, paso a paso, el proceso del placer hasta el propio orgasmo.
¿Cuán perentorio y concluyente puede ser el sexo? ¿Cuán oclusivo? Después de la masturbación, el camionero y la joven se detienen en un baño público. Los viajes por carretera a él le resultan muy largos, y la compañía es siempre algo valioso, más allá de la opción de tener o no tener sexo. Lo importante es el intercambio. Y así el camionero, a punto de llegar a su destino, se afeita y se peina mientras ella lo contempla.
Je, tu, il, elle prospera en lo que se aparta de lo no convencional. En términos de poética narrativa, una historia tiende a pervivir gracias a su contacto con lo inusitado y lo notable. Pero esta es una película anclada en las insignificancias de lo habitual y por eso escoge subrayar un grado de familiaridad que tiende a ser la corroboración de lo real, la prueba de autenticidad de la existencia. Es como si Chantal Akerman le propusiera, a su espectador ideal, que observe a su personaje desde el ángulo de una evaluación de vida. Pero una vida que, gracias al cine y su instigación de lo ficcional, posee dos dimensiones: la de lo transitorio que caduca y se hace fugaz, y la de lo permanente, lo inmodificable, lo intacto.
Al final, tras la aventura con el camionero, la joven toca el timbre de un edificio y es recibida en un apartamento. Ha ido a ver a quien, a todas luces, es su ex amante: otra joven, otra mujer. Esta le dice que no desea que se quede allí. Pero la recién llegada declara que tiene hambre y la otra le da de comer. Todo ocurre con simplicidad y con una presteza que no admite palabras. Estamos en presencia de un cine fotográfico, despojado, escueto, no fonocéntrico. Ambas mujeres se van a la cama, desnudas, y resuelven un asunto más bien práctico del deseo. Un asunto que, en su gestualidad, condesciende a un furioso cariño matizado por el cunnilingus (bastante explícito) y los besos. Estas mujeres dan importancia espiritual a la intimidad sexual, y duermen juntas. Al amanecer, la visitante descorre las cortinas para el sol alumbre la estancia. Como la otra no despierta aún, se marcha sin despedirse.
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