Decía Marina Tsvietaieva que para saber si unas botas son malas se requiere un mes, pero para descubrir si una obra de arte es mala, con frecuencia se necesita un siglo. Ya que «lo malo» (lo no comprendido, lo que no encontró profeta) puede resultar excelente, y «lo excelente» (lo que no encontró juez) puede resultar malo. El primer caso parece ser el de Canto a la Sabana, que habiendo sido escrito en 1973, a los 24 años, no ve la luz hasta 1996 junto a otras obras posteriores del autor. Después de un título que responde a la «llamada poesía de la tierra» hallamos un comienzo vanguardista:
Mi ojo
es un vidrio
negro de presencias.
Entramos por el sonido del espacio y el retomar de la analogía martiana. El autor, heredero de una poética del paisaje anclada al centro de lo mejor de la historia de la poesía cubana, nos entrega un yo lírico personificado, enraizado en los elementos del campo, un yo lírico que se abre ante el cielo. El poeta rescata a sus ancestros con el monte y el fruto en un espontáneo clamor de identidad. En él todo es sujeción dando paso al dominio, al reconocimiento, reconquistando la tierra dominada:
Me dijo un día
el zunzún de mi garganta:
Qué voces anhelantes te desvelan?
Y repuse yo:
Mi tiempo portentoso
gravita con sus centellas nuevas.
Mi tiempo, romper de lindes,
ajila su sudor y su sueño,
jinetea el crecimiento de los toques más altos.
Jinete de mí mismo
he roto los zarcillos antiguos.
Inevitablemente este peso y posesión de sí implica crecimiento, madurez, liberación que culminan en especies de coplas de identidad:
Sabanas de mi patria,
solares llaneros, ínclitas espuelas,
jáquimas de la vida
asidas por siempre en el puño propio.
La tierra que me sustenta
me da para el braceo
y para el sueño.
Así pudiera comenzar un humilde tratado de lo íntimo, un acto sereno de amor a lo propio, sin falsas hinchazones. Estas imágenes de recurrencia de lo propio en lo propio, de indudable sello martiano, «son imágenes de reincidencia interna, de preferencia por los movimientos íntimos, cáusticos, donde ocurre un desdoblamiento agónico del yo del poeta […] Son manifestaciones de la lectura del cuerpo» y de la inconmensurabilidad de su espíritu y su intelecto, que reordena y posee el universo que le contiene y el que es. La huella de Martí también es apreciable en la interrelación dialéctica que el poeta establece entre la muerte y la vida, dando paso a imágenes como estas, no desprovistas de llaneza campesina:
Lo que de cuerpo muero
Voy naciendo de alma.
A cada celaje que pasa
un muerto me nutre,
un vivo me palmea el ímpetu.
Hay un tono de himno que rescata lo propio, un aire espeso que asciende de estos versos, los pule y los arranca, y lleva a su cantor a poseer otras alturas, otras identidades que este origen, curiosamente, hace más fuertes. Pues «el arte no evita los universales, los ataca con mayor fuerza porque los ataca mediante particulares». Hay momentos de tono vallejiano y otros donde la rotundidad del verso entronca con maneras de Heredia, pero no por imitación sino por la condición esencial del poeta. Se percibe un lenguaje de tránsito que «nada contra la corriente» y «va al rescate del impulso lírico y la subjetividad, características consustanciales al romanticismo» que los poetas coloquiales habían pasado por alto, y va al encuentro abierto con la densidad metafórica y con lo mejor de la tradición que lo sostiene. Un poema, un poeta que rescata un momento y lo proyecta, pese a cualquier olvido.
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Manzano es de los pocos poetas contemporaneos que respetan aquellos de dar al menos cinco alos de repos a un texto, en su caso particular ha dado reposos hasta de veinte y cinco.