Provocar temor a través de la literatura —se incluye también la risa, por supuesto— es una de las búsquedas más difíciles en la vida de un escritor. No se consigue solo con buen tino o maestría, sino que es un ejercicio de compatibilidades —entre la sensibilidad de un receptor y la del autor—, de exploración y de buen gusto. Cierto que podría decirse igual de cualquier proceso creativo, pero soy de las que cree que nunca ha estado el lugar común —esa figura retórica de lo repetitivo, tan detestable— más cerca de la escritura que en el proceso de crear un cuento que intenta, a priori, hacernos reír o provocar nuestros escalofríos. Ambos se concentran en penetrar el tuétano de lo que somos. Ambos géneros se focalizan en el hecho de tocar —mejor dicho, pulsar— la cuerda que despierta ese clamor heredado de lo elemental que nos conforma como especie.
Es por eso que, al enfrentarme a un cuento como el que hoy les presento, suelo no pensar en este como un ejercicio que intenta provocar el miedo. Voy hacia un escalón más cercano —también más a salvo— y trato de encontrar una sensación otra: desazón, extrañeza, desconcierto. De esta manera, siento que el relato entra en un tejido otro, un tejido que me permite analizarlo con mayor claridad de miras, y menos a través del aguijón punzante de la palabra crítica.
Los ojos tras la ventana es un relato que analiza el punto de focalización de un personaje y su obsesión por desentrañar qué —o de quién— son los ojos que lo acechan. Ojos que siguen ahí, incluso cuando no están, ya que penetran el tuétano de las referencias e invaden las certidumbres del personaje. La idea —que no está pobremente planteada— sí apuesta por una resolución simple, por una resolución que araña la superficie del lugar común, en el preciso instante en que se ofrece la conclusión del relato. Algo previsible, es lamentable y que, al menos, se podía anticipar desde los primeros párrafos de esta historia.
La idea de lo persecutorio y lo obsesivo resulta más interesante, aunque para nada es tema novedoso en materia de escritura. Preciso señalar que es también letimotiv de otros muchos cuentos. Sin embargo, la progresión de los acontecimientos se agradece en cierta medida, pues construye una atmósfera de preguntas, de cierta intranquilidad lectora, que a pinceladas también es reiterativa, ya que no busca ir más allá de la impresión.
La selección del narrador personaje —si bien nos permite asistir a los acontecimientos desde la primera línea de la acción, en una inmediatez visible— lastra un poco el ritmo de la narrativa, y limita solo el acontecimiento al espacio interior y a la impresión del mundo exterior (y de lo extraño de ese mundo). Tal vez algunas mudas de puntos de vista hubieran otorgado una mayor variedad, en cuanto ritmo de narración y perspectiva, a un relato que se condensa solo en lo individual. Por eso, aventuro, la narración alterna elementos del pasado —que hacen referencias a la vida “común” de este personaje— con elementos de un presente anómalo, e intenta que estos entren en colisión, con la idea de crear así algo nuevo: la ya mencionada extrañeza, el pasmo, la sensación de lo raro. Ese intento, si bien no resulta provechoso en todo momento, consigue por instantes alternar el ritmo narrativo.
El lugar común sí se hace más evidente en la descripción del espacio —me refiero, con especial ahínco, a la casa y su parafernalia típica de la literatura de terror con escaso vuelo lírico— y de las sensaciones: el personaje narrador no consigue mostrar en palabras —difícil ejercicio, por otro lado— su interrelación con el mundo anómalo y su paulatino abandono de lo real.
Rescato, de todo el cuento, el espacio psíquico y espiritual de la obsesión, ese motor que retumba en el interior del personaje y le obliga a repetir un ciclo donde es dominado y donde cree —intenta creer— que devela una verdad.
Tras la ventana de la literatura, observan los ojos de los lectores que —dicho sea de paso, esto es también lugar común— tienen la última palabra. Son ellos quienes escudriñan e invitan. Son ellos quienes espían, al resguardo de todo, nuestros temores y ansiedades. Bendecidos ellos.
Roberto Javier González Rodríguez (Cabaiguán, Sancti Spíritus, 1995). Narrador. Estudiante de Contabilidad y Finanzas. Desde el año 2015 es miembro del Taller Literario Rubén Martínez Villena de Cabaiguán, y del especializado en Narrativa. Ganador de los concursos: Semana de Cultura Cabaiguanense 2016, 2017, 2018 y 2019, Concurso por el 50 Aniversario del Taller Literario Rubén Martínez Villena 2017, Primer Premio en el Encuentro Debate de Talleres Literarios Municipal 2017, Mención en el Concurso Internacional Cartas de Amor de la Escribanía Dollz 2018. Uno de sus cuentos apareció en el Boletín Especial Simientes, dedicado al 50 Aniversario del Taller Literario Rubén Martínez Villena.
LOS OJOS TRAS LA VENTANA
Aquella casa permanecía cerrada como
si no tuviera al menos un rostro que mostrar.
Liliana Méndez Mendoza
Una vez más estaban allí, entre las tablillas inclinadas de la ventana, aquellos ojos que a la distancia no me permitían asociarles ningún rostro. Fue mi forma desordenada de caminar quien me llevó a descubrirlos.
Nunca me gustó andar todos los días por los mismos lugares, soy de los que prefieren ser sorprendidos por lo novedoso: una casa que se vende, una tubería rota que desprende un chorro de agua delgado y llovizna mi cuerpo, una limpieza espiritual con un coco tirada en cuatro caminos o una mirada atrayente que se esconde detrás de una ventana.
Ese día fue uno de los tantos que alargué mi jornada laboral a casi diez horas y al salir de la oficina, ya el sol comenzaba a despedirse de las nubes. Me detuve frente a la puerta de salida, encendí un cigarro y mientras exhalaba la bocanada de humo, comencé mi andar sin elegir dirección alguna, caminar me ayudaba a despejar la mente.
Otro de los motivos por los cuales trataba de evitar un rumbo fijo diario era la cercanía de mi casa, solo tres cuadras me separaban. Era terrible llegar al hogar, un lugar donde debe primar la tranquilidad, después de un día lleno de papeles, informes e hipocresías constantes y encontrarse con una vorágine de pleitos sin sentido y escasez de todo tipo. Era preferible caminar aunque fuera necesario hacerlo en círculos y darle dos vueltas a la misma cuadra, antes de meterse como fiel cavernícola a su cueva oscura y sin salida.
Llevaba unos veinte minutos de mi andar cuando pasó algo extraño, una fuerza me detuvo. Miré en derredor sin saber qué era aquello que me fijaba al piso. Primero me ubiqué en la calle, no era del todo desconocida.
Las casas estaban como las recordaba, algunas mal pintadas y en un estado deprimente y otras, muy bien estructuradas con la pintura fresca. Pero al fijar mi vista en la que estaba a mi derecha, fue como si hubiese recibido una descarga eléctrica: nunca la había visto.
En ese momento busqué en todos los estantes del cerebro, pero era como si las dos que recordaba se hubiesen alejado entre ellas para parir aquella nueva vivienda. Hice un nuevo bosquejo mental y nada, esa no existía la última vez que había pasado por allí.
Tenía un toque antiguo, pero al mismo tiempo cotidiano que le permitía pasar desapercibida antes los ojos de cualquiera, hasta que, por error o casualidad, chocaras con ella y te obligara a observar con detenimiento hasta el último ladrillo que se asomaba por las partes donde el repello se había caído. En la parte del techo que se dejaba ver, aparecían unas tejas que el color marrón lo habían sustituido por un grisáceo triste y añejo.
De entre ellas salían unas enredaderas con espinas que casi arrastraban al piso y adornaban la entrada como si fueran una cortina, aunque no del todo tupida. En los trozos de pared donde todavía quedaba repello se dejaban ver restos de pintura amarilla y azul y en algún que otro pedazo se mezclaban para formar un verde tenue.
Al mirar las ventanas, pintadas de amarillo también, pude observar que algunas tablillas estaban fuera de lugar. Ahí fue donde comprendí qué era aquella fuerza extraña que me sujetaba al piso.
Unos ojos. Estaban detrás de una de las ventanas, escondidos entre la penumbra. No pude percibir de qué color eran y mucho menos distinguir el rostro de aquella mirada.
Me observaban, pero más que mirar, me pedían algo que no podía entender qué era. El cuerpo me comenzó a sudar de una forma extraña, el miedo se alojó en el estómago y tuve ganas de correr; pero no podía, era como si hubiese perdido la facultad de gobernar mis piernas y aquella mirada fuera quien dirigiera mis actos. Por suerte, se dio cuenta de que quizás los latidos de mi corazón no hubieran podido soportar aquella velocidad por mucho tiempo y las tablillas se cerraron de un golpe.
Apenas perdí el control visual, comencé a correr. Después de dejar la casa extraña unos cuantos metros atrás, tuve que detenerme. Estaba tan asustado que no sabía qué rumbo tomar. Pensé un poco y busqué entre el humo que había llenado mi cabeza para poder encontrar mi dirección.
Al llegar, el recibimiento fue el de todos los días, pero no hice caso, algo me interesaba más que los pleitos de mi mujer, el llanto de mi hijo y la falta del arroz para la comida. No pude negar que aunque me aterraba el recuerdo de aquella mirada, las ganas de regresar eran casi incontrolables.
Esa noche daba vueltas en la cama y cada vez que cerraba los párpados aparecían ante mí, aquellos ojos detrás de la ventana. Mi mujer me mandó de cabeza para el otro cuarto, pero no puedo negar que el miedo me obligó a suplicarle como un niño que me dejara dormir con ella. Logré conciliar el sueño después de varias horas de desvelo y pude hacerlo solo con la convicción irrefutable de regresar por el mismo rumbo y comprobar la existencia de la casa fantasma.
El día siguiente en el trabajo parecía más un controlador del tiempo que un especialista principal en gestión de los recursos humanos, pues solo me interesaba que llegara la hora de salida. Los informes no me preocupaban y mucho menos que, por mi culpa, se retrasara el pago de los trabajadores por no tener la cabeza en su lugar para hacer las nóminas.
A la hora de partida, tomé el mismo camino con paso agitado, solo me interesaba regresar a aquel lugar. Al llegar a la dirección exacta donde había visto la casa, casi caigo de rodillas al piso al ver que no estaba ahí.
Le pregunté a varios vecinos, los más viejos de edad que pude encontrar y coincidían en lo mismo, ahí nunca había estado semejante casa. Ya entraba en el punto del desespero cuando me percaté de algo, el día anterior que la había visto era un poco más tarde, ya casi anochecía, así que decidí esperar.
Comencé a caminar de una esquina a la otra. Las personas del barrio empezaron a mirarme de una forma extraña y para que no creyeren que estaba loco, decidí darle la vuelta a la manzana.
Le di una, dos y a la tercera, cuando ya estaba a punto de darme por vencido, al pasar frente al lugar, quedé fijado al piso. En un primer momento me sentí realizado, pues sabía que no estaba loco; pero después, cuando vi las paredes, la cortina de maleza y, por último, la mirada, quise que fuera mentira, quise ser un paciente de psiquiatría que se había fugado del manicomio.
Ahí estaban, era cierto. Sentía que aquellos ojos querían decirme algo y me molestaba no saber qué. Se repitió una vez más el mismo episodio, cuando supieron que ya no soportaría mucho más la presión que ejercían sobre mi cuerpo, me liberaron, me dejaron ir.
A partir de ese momento, comencé a vivir mis días con el fin de que llegara el instante donde sería prisionero de esa mirada. No me importaba nada más. Cada vez el tiempo de su tortura era mayor, pero proporcional con mi adicción. Fui perdiendo el sueño, el interés en el trabajo, los deseos de comer, solo me interesaba poder verlos, poder sentir que les pertenecía, hasta que llegó el momento en que quise descubrir de quién era aquella mirada.
Esa tarde, cuando pasé frente a la casa, todo era igual, no podía moverme. Pero fue como si supieran que quería entrar, que anhelaba conocerlos. Me permitieron caminar hacia ellos. Estaba justo en frente de la ventana y ahí estaban. Fue la primera vez que pude verlos de cerca, eran color café, con unas pestañas largas y perfectas, pero aun estando tan cerca de ellos no podía distinguir un rostro, la oscuridad del interior cegaba el trasfondo de aquella mirada.
Ya en ese punto no fui capaz de soportarlo. Caminé hasta la puerta, me sentía libre de la prisión y la fuerza que ejercían sobre mí. Era de madera, también pintada de amarillo. La empujé sin ningún problema.
Al entrar, me dirigí a la ventana. No había nadie. Me atreví a mirar entre las tablillas y, para mi sorpresa, en la acera, recién liberado, estaba yo, riendo, mientras continuaba con mi andar. A partir de ese día estoy aquí, viéndome pasar cada tarde, solo que ya no me detengo.
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