Datos del autor:
Raymond Thornton Chandler (Chicago, 23 de julio de 1888 – La Jolla, California, 26 de marzo de 1959) fue un escritor estadounidense de novela negra. Su estilo supera el impresionismo de Dashiell Hammet y es característicamente irónico y frecuente en rasgos de ingenio cáustico, sobre todo, en los diálogos. Gracias a él, la novela negra ganó una dignidad literaria desconocida hasta entonces. Entre 1933 y 1939, produjo diecinueve relatos, en los que empezó a definir su propio estilo y donde sus personajes empezaron a mostrar algunos de los rasgos que después definirían a Philip Marlowe, su detective más significativo: ingenio, mordacidad, idealismo y honradez. Hoy compartimos uno de esos relatos, considerado por muchos una obra maestra.
Fragmentos de su obra:
GAS DE NEVADA
1
Hugo Candless, plantado en medio de la pista de squash, dobló el cuerpo por la cintura y, sosteniendo con delicadeza la pelotita negra entre el pulgar y el índice de la mano izquierda, la dejó caer junto a la línea de saque y la golpeó con la raqueta.
La bola rebotó a media altura contra la pared de enfrente y volvió describiendo una curva alta, lenta, casi llegando a rozar el techo blanco y las bombillas protegidas con tela metálica. Luego se deslizó perezosamente a lo largo de la pared de atrás, sin tocarla lo suficiente como para rebotar.
George Dial le lanzó un golpe sin mucha atención y dio con la punta de la raqueta contra la pared de cemento negra. La bola quedó muerta.
—Se acabó la historia, jefe. 12-14 —dijo—. Eres demasiado bueno para mí.
George Dial era alto, moreno, guapo, hollywoodiense. Bronceado y esbelto, con aspecto duro, de pasar bastante tiempo al aire libre. Todo en él era duro excepto los labios, carnosos y blandos, y los ojos, grandes como vacunos.
—Sí. Siempre he sido demasiado bueno para ti —dijo Hugo Candless con una risita.
Inclinó el torso hacia atrás y soltó una carcajada con la boca bien abierta. Le brillaba el sudor sobre el pecho y el estómago. Estaba desnudo excepto por unos pantalones cortos azules, calcetines de lana blancos y unas gruesas zapatillas deportivas con suelas de crepe. Tenía el pelo gris y una cara grande de luna, con nariz y boca pequeñas, y ojos expresivos y agudos.
—¿Quieres otra pasada? —preguntó.
—Solo si no queda más remedio…
Hugo Candless sonrió.
—Okey.
Se metió la raqueta debajo del brazo y sacó un cigarrillo y unas cerillas de una bolsita de hule del pantalón. Encendió el cigarrillo con un ademán afectado y tiró la cerilla en medio de la pista donde algún otro tendría que recogerla.
Abrió la puerta de la pista de squash y recorrió el pasillo hasta los vestuarios sacando pecho. Dial caminaba en silencio detrás de él; pasos de gato, silenciosos, de graciosa agilidad. Se fueron a la ducha.
Candless cantaba en la ducha, se cubría aquel corpachón de abundante espuma, se duchaba con agua helada después de la caliente y le gustaba. Se secó frotándose con una inmensa tranquilidad, cogió una segunda toalla y salió de la sala de duchas llamando a voces al encargado para que le trajera ginger ale y hielo.
Un negro con una chaqueta blanca almidonada llegó a todo correr con una bandeja. Candless firmó la cuenta con otro movimiento afectado, abrió su taquilla doble gigante y plantó una botella de Johnny Walker sobre la mesa verde redonda que había en el pasillo de los vestuarios.
El encargado preparó con cuidado las bebidas, dos.
—Sí señól, señol Candless —dijo, y se marchó con un cuarto de dólar en la mano.
George Dial, ya completamente vestido con un elegante traje de franela gris, apareció por la esquina y se apoderó de una de las bebidas.
—¿Se terminó la jornada, jefe? —Miró la luz del techo a través del vaso, con los ojos entrecerrados.
—Supongo que sí —concedió Candless, generoso—. Me iré a casa y le haré un poco de caso a mi mujercita. —Dirigió a Dial una mirada pícara, de costado, con sus ojillos.
—¿Te importa si no voy a casa contigo? —preguntó Dial como sin darle importancia.
—Por mí no hay problema. A quien no le gustará es a Naomi —apuntó Candless, visiblemente poco contento.
Dial hizo un ruidito con los labios, se encogió de hombros.
—Te gusta quemar a la gente, ¿eh, jefe? —dijo.
Candless no le contestó ni le miró. Dial siguió callado con el vaso en la mano y observó al otro ponerse una ropa interior de satén con las iniciales bordadas, calcetines morados con ligas grises, camisa de seda con iniciales y un traje de cuadritos blancos y negros que le hacía tan grande como una catedral.
Para cuando se puso la corbata morada ya estaba otra vez gritándole al negro que viniera a preparar otra bebida.
Dial rechazó la segunda copa, saludó con la cabeza y se marchó sin hacer ruido por el corredor entre las dos filas de taquillas verdes.
Candless terminó de vestirse, se tomó la segunda copa, guardó bajo llave la botella de whisky, se llevó a la boca un grueso cigarro marrón e hizo que el negro se lo encendiera. Se marchó muy orondo, lanzando saludos en voz alta aquí y allá.
Después de que se fuera, el vestuario quedó de lo más tranquilo. Hubo unas cuantas risitas.
En el exterior del Delmar Club llovía. El portero de librea ayudó a Hugo Candless a ponerse el impermeable blanco con cinturón y fue a avisar a su coche. Cuando lo tuvo delante del toldo sacó un paraguas y acompañó a Hugo mientras cruzaba la tarima de madera que llevaba hasta el bordillo. El coche era una limusina Lincoln azul oscuro, con raya beige y número de matrícula 5A6.
El chófer, con un impermeable negro subido hasta las orejas, no miró a su alrededor. El portero del club le abrió la puerta del coche a Hugo Candless y este entró y se dejó caer con todo su peso en el asiento de atrás.
—Buenas noches, Sam. Dile que vamos a casa.
El portero se llevó la mano a la gorra, cerró la puerta y comunicó las órdenes al conductor, quien asintió sin volver la cabeza. El coche arrancó bajo la lluvia.
La lluvia caía inclinada y en un cruce unas ráfagas repentinas de aire la lanzaron contra los cristales de la limusina y los hicieron repiquetear. En las esquinas de las calles se apretujaba la gente que pretendía cruzar Sunset sin que les salpicaran. Hugo Candless les sonrió compasivo.
El coche salió de Sunset por Sherman y luego torció en dirección a las colinas. Empezó a rodar muy deprisa. Estaban en un bulevar en el que ahora apenas había tráfico.
En el coche hacía mucho calor. Todas las ventanillas estaban cerradas y la mampara de cristal que le separaba del asiento del conductor también estaba completamente cerrada. El cigarro de Hugo soltaba un humo denso que le hacía toser en el espacio cerrado de la limusina.
Candless frunció el ceño y alargó la mano para bajar una ventanilla. La manivela no funcionaba. Lo intentó con la del otro lado. Tampoco funcionaba. Empezó a enfadarse. Buscó el auricular del telefonillo para abroncar a su chófer. Pero no había auricular de telefonillo.
El coche giró bruscamente y empezó a subir una larga cuesta recta sin casas y con eucaliptos a un lado. Candless sintió que algo frío le subía y bajaba por la columna. Se inclinó hacia delante y golpeó el cristal con el puño. El chófer no volvió la cabeza. El coche seguía por la larga cuesta a oscuras a gran velocidad.
Hugo Candless se lanzó furioso en busca de la manilla de la puerta, pero las puertas no tenían manillas, en ninguno de los lados. Una sonrisa incrédula, angustiada, se dibujó en la ancha cara de luna de Hugo.
El conductor se inclinó hacia la derecha y alargó la mano enguantada en busca de algo. De repente, escuchó un ruido agudo y silbante y comenzó a percibir un olor a almendras, al principio muy, muy débil y bastante agradable. El silbido continuaba. El olor a almendras se hizo más amargo, más áspero y muy mortífero. Hugo Candless dejó caer el cigarro y golpeó con toda la fuerza de los puños el cristal de la ventanilla más próxima. Pero el cristal no se rompía.
El coche había llegado ya a lo alto de las colinas, más allá incluso de la última farola de las zonas residenciales.
Candless se dejó caer otra vez en el asiento y levantó el pie para patear con fuerza el tabique de cristal que tenía delante. La patada no llegó a completarse. Los ojos ya no veían nada. La cara se le retorció hasta convertirse en una mueca y la cabeza le cayó para atrás contra el respaldo, hundida entre los anchos hombros.
El conductor miró atrás con un movimiento rápido que dejó ver por un instante una cara delgada con mirada de halcón. Luego se inclinó otra vez a su derecha y el ruido silbante cesó.
Se acercó al arcén de la carretera desierta, paró el coche y apagó todas las luces. La lluvia hacía un ruido apagado al golpear contra el techo.
El chófer se bajó en medio de la lluvia, abrió la puerta de atrás y después se apartó rápidamente tapándose la nariz.
Esperó durante un rato, vigilando arriba y abajo de la carretera. En el asiento trasero de la limusina Hugo Candless no se movió.
2
Francine Ley estaba sentada en una silla roja baja al lado de una mesita en la que había un cuenco de alabastro. El humo del cigarrillo que acababa de abandonar en el cuenco flotaba en el aire quieto y cálido formando dibujos. Tenía las manos cruzadas detrás de la cabeza y unos ojos azules perezosos y acogedores; el pelo caoba oscuro en ondas sueltas.
George Dial se inclinó sobre ella y la besó en los labios con fuerza. Tenía los labios calientes y la chica sintió un estremecimiento. No se movió. Le sonrió, perezosa, cuando lo vio enderezarse de nuevo. Con una voz pastosa, espesa, Dial dijo:
—Oye, Francy, ¿cuándo te librarás de ese jugador y dejarás que te cuide yo?
Francine Ley se encogió de hombros sin quitar las manos de detrás de la cabeza.
—Es un jugador que sabe, George —dijo arrastrando las palabras—. Eso es algo hoy en día, y tú no tienes dinero suficiente.
—Puedo conseguirlo.
—¿Cómo? —le preguntó con voz grave y ronca. Esa voz conmovía a George Dial como un violonchelo.
—De Candless. Sé cantidad de cosas de ese pájaro.
—¿Como por ejemplo? —sugirió Francine Ley con voz cansada.
Dial le sonrió con dulzura. Agrandó los ojos poniendo una deliberada expresión de inocencia. Francine Ley pensó que el blanco de sus ojos estaba teñido aunque fuera débilmente de algún color que no era el blanco.
Dial hizo aparecer un cigarrillo apagado.
—Cantidad, como que el año pasado vendió a un hampón de Reno. Un hermanastro del hampón tenía un tema de asesinato aquí y Candless se llevó veinticinco de los grandes por el soplo. Hizo un trato con el fiscal del distrito por otro caso y dejó que el hermano del hampón se la cargase.
—¿Y qué hizo el hampón al respecto? —preguntó, amable, Francine Ley.
—Nada… de momento. Supongo que pensaba que todo le iba cada vez mejor y que no siempre se puede ganar.
—Pues hubiera podido hacer cantidad, si es que se olía algo —dijo Francine Ley asintiendo—. ¿Quién era ese hampón, Georgie?
Dial bajó la voz y se inclinó otra vez sobre ella.
—No tendría que decírtelo. Es un tipo que se llama Zapparty. No le he visto nunca.
—Y nunca querrás verlo, si es tienes algo de sentido común, Georgie. No, gracias. No pienso meterme en ningún fregado como ese contigo.
Dial sonrió ligeramente mostrando unos dientes iguales en medio de aquella piel morena y suave.
—Déjamelo a mí, Francy. Tú olvídate de todo el asunto y recuerda solo que estoy loco por ti.
—Págame una copa —dijo la chica.
El cuarto en el que estaban era la sala de estar de un apartamento de hotel. Era todo rojo y blanco, decorado como de embajada, demasiado rígido. Las paredes blancas tenían pintados unos diseños rojos, las contraventanas blancas estaban rodeadas de marcos blancos drapeados, y a los pies de la chimenea se extendía una alfombra roja semicircular con un borde blanco. Apoyado en la pared, entre las ventanas, había un escritorio blanco en forma de riñón.
Dial se acercó al escritorio y sirvió whisky en dos vasos, añadió hielo y un poco de agua y volvió a cruzar la habitación para llevar los vasos a donde un fino hilillo de humo seguía elevándose desde el cuenco de alabastro.
—Deja a ese jugador —dijo Dial tendiéndole el vaso—. Con ese es con el que te verás metida en un lío.
La chica dio un sorbo a su vaso y asintió. Dial le cogió el vaso de la mano y bebió por el mismo sitio del borde, se inclinó con ambos vasos en la mano y la besó de nuevo en los labios.
Había unas cortinas rojas sobre la puerta, la cual daba a un corto pasillo. Estaban separadas unos pocos centímetros, y por la abertura apareció la cara de un hombre de ojos grises y fríos que miró pensativo cómo se besaban. Las cortinas volvieron a juntarse sin hacer ruido.
Al cabo de un momento se oyó una puerta cerrarse ruidosamente y unos pasos que avanzaban por el pasillo. Johnny De Ruse atravesó las cortinas y entró en la sala. Para entonces Dial ya estaba encendiendo un cigarrillo.
Johnny De Ruse era alto, delgado, silencioso, y vestía ropa oscura cortada con primor. Sus fríos ojos grises tenían unas finas patas de gallo en los bordes. La boca fina era delicada pero no suave, y tenía un hoyuelo en medio de la barbilla alargada.
Dial se lo quedó mirando y le hizo un vago gesto con la mano. De Ruse se dirigió al escritorio sin mediar palabra, sirvió un poco de whisky en un vaso y se lo bebió de un trago.
Quedó un momento dando la espalda a la habitación, tamborileando con los dedos sobre el borde del escritorio. Luego se volvió, sonrió ligeramente y dijo «Hola, gente» con una voz amable y bastante arrastrada. Acto seguido salió de la habitación por una puerta interior.
Entró en un dormitorio grande y muy recargado con camas gemelas. Fue hasta un armario, sacó una maleta marrón de cuero y la abrió sobre la cama más próxima. Empezó a vaciar los cajones de una cómoda y a poner las cosas en la maleta ordenándolas con mucho cuidado, sin prisa. Silbaba suavemente mientras lo hacía.
Cuando tuvo la maleta llena la cerró de golpe y encendió un cigarrillo. Se quedó un momento parado en medio de la habitación sin moverse. Sus ojos grises miraban la pared sin verla.
Al cabo de unos momentos volvió al armario y sacó una pistola pequeña metida en una pistolera de cuero suave con dos correas. Se levantó la pernera izquierda del pantalón y se sujetó la pistolera a la pierna. Luego recogió la maleta y volvió a la sala de estar.
Los ojos de Francine Ley se encogieron al ver la maleta.
—¿Vas a algún sitio? —le preguntó con su voz grave, ronca.
—Ajá. ¿Dónde está Dial?
—Tuvo que irse.
—Lástima. —Dejó la maleta en el suelo y se quedó de pie junto a ella recorriendo su cuerpo de arriba abajo con sus fríos ojos grises, desde los tobillos hasta el pelo de color caoba—. Es una lástima. Me gusta verlo por aquí. Creo que yo te resulto bastante aburrido.
—Puede que sí, Johnny.
Se inclinó hacia la maleta pero volvió a enderezarse sin llegar a tocarla y dijo como de pasada:
—¿Te acuerdas de Mops Parisi? Le vi hoy por el centro.
Los ojos de la chica crecieron y luego casi se cerraron. Hizo un ruidito con los dientes. Durante unos instantes la línea de su mandíbula se adelantó claramente.
De Ruse no dejaba de observar su cuerpo y su cara de arriba abajo.
—¿Vas a hacer algo sobre eso? —preguntó ella.
—He pensado en hacer un viaje —dijo De Ruse—. Ya no soy tan guerrero como era.
—Una escapada —dijo Francine Ley en tono dulce—. ¿Y adónde iremos?
—Nada de escapada: un viaje —aclaró De Ruse—. Y nada de nosotros: yo. Me voy solo.
Ella se sentó muy tiesa, mirándole a la cara pero sin mover un músculo.
De Ruse metió la mano en el interior de la chaqueta y sacó una cartera larga que abrió como un libro. Lanzó un apretado fajo de billetes sobre el regazo de la chica y guardó la cartera. Ella no tocó los billetes.
—Eso te bastará hasta que encuentres una pareja nueva —le dijo sin expresión alguna—. No quiere decir que no te mande algo más si lo necesitas.
La chica se puso de pie lentamente y el fajo de billetes se deslizó de la falda al suelo. Mantenía los brazos estirados a sus costados y los puños tan cerrados que los tendones del dorso sobresalían. Tenía los ojos tan grises como la pizarra.
—¿Quieres decir que hemos terminado, Johnny?
Johnny levantó la maleta. Ella dio dos pasos largos para colocarse ágilmente delante de él. Le puso una mano sobre la chaqueta. Él se quedó muy quieto, con una sonrisa amable en los ojos pero no en los labios. El perfume Shalimar le hacía vibrar las ventanas de la nariz.
—¿Sabes lo que eres tú, Johnny? —La voz ronca era casi un murmullo.
Él esperó.
—Un chivato, Johnny. Un chivato.
Hizo un leve movimiento con la cabeza.
—Confirmado. Le eché los polis encima a Mops Parisi. No me gustan esos negocios de secuestros, nena, así que llamaré a la policía cada vez que me entere de algo. Incluso puede que me arriesgue para impedir alguno. Asuntos viejos. ¿Contenta?
—Le echaste la bofia encima a Mops Parisi y te crees que no lo sabe, pero puede que sí que lo sepa. Así que ahora escapas de él. Es para reírse, Johnny. Tú no me dejas por eso.
—Tal vez sea solo que me he cansado de ti, nena.
Francine echó la cabeza para atrás y soltó una risa cortante, casi con una nota agria. De Ruse no se inmutó.
—Tú no eres ningún duro, Johnny. Eres un blando. George Dial es más duro que tú. ¡Dios santo, mira que eres blando, Johnny!
Dio un paso atrás mirándole a la cara. En sus ojos apareció y desapareció un destello de emoción casi insoportable.
—Eres un cachorrito tan guapo, Johnny… Santo Dios, qué guapo eres. Qué pena que seas tan blando.
Sin moverse, De Ruse matizó, afable:
—Blando, no, nena… solo un poco sentimental. Me gusta ponerles cruces a los caballos, jugar al póquer abierto y andar por ahí tirando unos cubitos rojos con puntitos blancos. Me gustan los juegos de azar, incluidas las mujeres. Pero cuando pierdo, ni me enfado ni hago trampas: me limito a cambiar de mesa. Nos veremos.
Se enderezó, tomó la maleta y la rodeó. Cruzó la habitación y atravesó las cortinas rojas sin volver la vista atrás.
Francine Ley se quedó mirando fijamente al suelo.
3
De pie, bajo la marquesina de cristal festoneado de la entrada lateral del Chatterton, De Ruse miró arriba y abajo de la calle Irolo, a las luces intermitentes de Wilshire y hacia el final oscuro y tranquilo de la calle lateral.
La lluvia caía suavemente, sesgada. Una mínima gota se descolgó de la marquesina y cayó sobre la punta roja de su cigarrillo provocando un leve siseo. Cogió la maleta y echó a andar por Irolo hacia su coche. Era un sedán, un Packard negro brillante, con un cromado discreto aquí y allá, aparcado casi en la esquina siguiente.
Se detuvo, abrió la puerta y del interior del coche apareció ágil una pistola que se apretó contra su pecho. Una voz bramó, cortante:
—¡Quieto! ¡Las zarpas en alto, monada!
De Ruse vio con dificultad al hombre del interior del coche. Era una cara delgada con ojos de halcón en la que se reflejaba una luz pero sin dejarla bien visible. Notó que la pistola se apoyaba con fuerza contra su pecho y le causaba dolor en el esternón. Detrás de él sonaron unos pasos rápidos y otra pistola se le apoyó en la espalda.
—¿Satisfecho? —inquirió otra voz.
De Ruse soltó la maleta, levantó las manos y las puso sobre el techo del coche.
—Okey —dijo débilmente—. ¿Qué es esto? ¿Queréis limpiarme?
El hombre del coche soltó una carcajada que sonó a gruñido. Una mano palpó las caderas de De Ruse por detrás.
—¡Un paso atrás… despacio!
De Ruse se echó hacia atrás manteniendo las manos muy altas.
—No tan arriba, idiota —dijo el hombre de detrás en tono peligroso—. Hasta los hombros basta.
De Ruse las bajó. El hombre del coche salió y se enderezó. Volvió a apoyar la pistola contra el pecho de De Ruse, adelantó un largo brazo y le desabrochó el abrigo. De Ruse se inclinó para atrás. La mano que pertenecía al brazo largo exploró sus bolsillos y sus sobacos. Un treinta y ocho en una cartuchera de muelle dejó de pesarle en el costado.
—Tengo una, Chuck. ¿Tú?
—Nada en el de atrás.
El hombre de delante dio un paso a un lado y cogió la maleta.
—Andando, monada. Nos vamos en nuestro cacharro.
Continuaron por Irolo. Apareció una gran limusina Lincoln de color azul con una banda más clara. El de la cara de halcón abrió la puerta de atrás.
—Dentro.
De Ruse entró sin oponer resistencia, escupió lo que quedaba del cigarrillo al suelo mojado y oscuro al agacharse para pasar bajo el techo del coche. Un leve y extraño olor le asaltó la nariz, un olor que podría haber sido de melocotones pasados o almendras. Entró en el coche.
—Ponte a su lado, Chuck.
—Escucha. Vamos los dos delante. Puedo…
—Quiá. Entra a su lado, Chuck —le soltó el de la cara de halcón.
Chuck soltó un gruñido, entró en el coche y se sentó atrás, al lado de De Ruse. El otro hombre cerró la puerta con fuerza. Su cara delgada se asomó a la ventanilla cerrada con una sonrisa sardónica. Luego rodeó el coche, se sentó al volante, encendió el motor y arrancó.
De Ruse arrugó la nariz olfateando aquel extraño olor.
Giraron en la esquina y se dirigieron hacia el este por la Ocho hacia Normandie. Allí se dirigieron al norte cruzando Wilshire y otras calles hasta subir por una cuesta empinada y bajarla luego hacia Melrose. El gran Lincoln se deslizaba entre la lluvia fina sin un susurro. Chuck iba sentado en el asiento trasero con la pistola sobre las rodillas, ceñudo. Las farolas de la calle dejaban ver una cara roja cuadrada, arrogante, una cara que no estaba a gusto.
El conductor no se movía. Cruzaron Sunset y Hollywood, torcieron al este por Franklin, avanzaron hacia el norte hasta Los Feliz y bajaron por Los Feliz hacia el lecho del río.
Los coches que subían la cuesta lanzaban breves haces repentinos de luz blanca al interior del Lincoln. De Ruse esperaba, tenso.
Cuando el siguiente par de faros iluminaron directamente el coche se inclinó hacia delante ágilmente y levantó la pernera izquierda de sus pantalones. Antes de que la luz cegadora desapareciera ya había vuelto a apoyarse contra el respaldo.
Chuck no se movió, no había notado el movimiento.
Al llegar abajo de la cuesta, en el cruce con Riverside Drive se lanzó hacia ellos toda una falange de coches al cambiar el semáforo. De Ruse esperó, calculó el impacto de los faros. Inclinó un instante el cuerpo con la mano alargada hacia abajo, agarró el arma pequeña que llevaba en la pistolera de la pierna.
Volvió a echarse para atrás con la pistola apoyada ahora contra el costado del muslo izquierdo para mantenerla fuera de la visión de Chuck.
El Lincoln aceleró hasta Riverside y pasó ante la entrada del Griffith Park.
—¿Adónde vamos, colega? —preguntó De Ruse como sin querer.
—Calladito —le gruñó Chuck—. Ya lo sabrás.
—No eres charlatán, ¿eh?
—Calladito —volvió a gruñirle Chuck.
—¿Sois los muchachos de Mops Parisi? —le preguntó De Ruse con voz fina, premiosa.
El pistolero de cara roja se sobresaltó, levantó la pistola de la rodilla.
—¡Te he dicho que callado!
—Perdona, colega —dijo De Ruse.
Pasó la pistola por encima del muslo, la apuntó en un instante y apretó el gatillo con la izquierda. La pistola hizo un ruidito plano, un ruido casi sin importancia.
Chuck soltó un grito, la mano se le agitó sin control y la pistola cayó al suelo del coche. La mano izquierda se disparó hacia el hombro derecho.
De Ruse se pasó la pequeña Mauser a la derecha y se la clavó a Chuck en el costado.
—Tranquilo, muchacho, tranquilo. Pon esas manos donde las vea. Y ahora, échame la pipa a este lado con el pie, ¡deprisa!
Chuck empujó la automática grande de una patada por el suelo del coche. De Ruse se agachó ágilmente y la recogió. El conductor de cara delgada echó una mirada brusca hacia atrás y el coche dio un bandazo y luego se enderezó otra vez.
De Ruse sostenía la pistola. La Mauser era demasiado ligera para usarla de porra. Dio un fuerte golpe a Chuck en la sien. Chuck soltó un gruñido, cayó hacia delante intentando agarrarse.
—¡El gas! —gimió—. ¡El gas! ¡Abrirá el gas!
De Ruse le pegó de nuevo, ahora más fuerte. Chuck se convirtió en un bulto derrumbado sobre el suelo del coche.
El coche se salió de Riverside, tomó un puentecito y un camino de carro, y bajó por una estrecha pista de tierra que dividía en dos un campo de golf. Avanzó entre árboles y oscuridad. Iba deprisa, dando saltos de un lado a otro como si el conductor pretendiera hacer justamente eso.
De Ruse se enderezó, buscó la manilla de la puerta. No había manilla. Frunció los labios y golpeó con fuerza la ventanilla con la pistola. El cristal era tan duro que parecía una pared de piedra. El de la cara de halcón se inclinó hacia un lado y se oyó un ruido silbante. Se produjo un repentino y brusco incremento de la intensidad del olor a almendras.
De Ruse sacó un pañuelo del bolsillo y se lo apretó contra la nariz. El conductor se había vuelto a poner derecho y conducía inclinado hacia delante intentando llevar la cabeza baja.
De Ruse colocó la boca de la pistola grande junto al separador de cristal, justo detrás de la cabeza del conductor, quien la movía hacia los lados. Apretó el gatillo cuatro veces muy seguidas cerrando los ojos y apartando la cabeza como una mujer nerviosa.
No saltó ningún pedazo. Cuando volvió a mirar había un agujero redondo en el cristal y la zona del parabrisas que quedaba justo delante estaba astillada pero no rota.
Machacó con la pistola los bordes del agujero y consiguió hacer caer un trozo de cristal. Ahora ya le llegaba el gas a través del pañuelo. Tenía la cabeza como un globo. La vista se le velaba, se le iba poniendo borrosa.
El conductor de cara de halcón, agachado, abrió la puerta de su lado, giró el volante en la dirección opuesta y saltó fuera.
El coche golpeó contra un muro de contención bajo, dio un par de saltos y se estrelló de costado contra un árbol. La carrocería se deformó lo suficiente para que una de las puertas de atrás quedara abierta.
De Ruse se arrojó adelante para salir por la puerta. Aterrizó sobre tierra blanda, se quedó un tanto sin aliento. Y luego sus pulmones empezaron a respirar aire limpio. Se arrastró sobre los codos y el estómago sin levantar la cabeza, con la pistola empuñada.
El hombre de cara de halcón estaba de rodillas a una docena de metros. De Ruse lo vio sacar una pistola del bolsillo y levantarla.
La pistola de Chuck se levantó y rugió en la mano de De Ruse hasta quedar vacía.
El hombre de la cara de halcón se dobló lentamente y su cuerpo se fundió con las sombras negras y la tierra mojada; a lo lejos, por Riverside Drive pasaban los coches. La lluvia goteaba en los árboles. El faro de Griffith Park giraba en el cielo espeso. El resto era oscuridad y silencio.
De Ruse respiró a fondo y se puso en pie. Dejó caer la pistola descargada, sacó una linterna pequeña que llevaba en el bolsillo del abrigo y se subió el cuello para taparse la nariz y la boca apretando con fuerza el grueso tejido contra la cara. Fue hasta el coche, apagó las luces e iluminó con la linterna el asiento del conductor. Se inclinó un momento y cerró una llave de purga que había en un cilindro de cobre que parecía un extintor de incendios. El silbido del gas paró.
Fue hasta el hombre con cara de halcón. Estaba muerto. Llevaba algún dinero en los bolsillos, cigarrillos, una carpetita de cerillas del Club Egypt, un par de peines de cartuchos de repuesto, el treinta y ocho de De Ruse. No llevaba cartera. De Ruse volvió a poner el treinta y ocho en su sitio y se apartó del cuerpo. Miró hacia las luces de Glendale por encima de la oscuridad del lecho del río Los Ángeles. A media distancia, un letrero verde de neón alejado de cualquier otra luz encendía y apagaba un nombre: Club Egypt.
De Ruse se sonrió tranquilamente para sus adentros y regresó al Lincoln. Arrastró el cuerpo de Chuck y lo dejó en la tierra mojada. La cara roja de Chuck estaba ahora azul bajo el haz de la pequeña linterna. En sus ojos abiertos había una mirada vacía. El pecho no se le movía. De Ruse dejó la linterna y registró unos cuantos bolsillos más.
Encontró las cosas que suele llevar cualquier hombre, incluida una cartera donde había un permiso de conducir a nombre de Charles Le Grand, Hotel Metropole, Los Ángeles. Encontró también más cerillas del Club Egypt y una llave de hotel con el número 809, hotel Metropole.
Se guardó la llave en el bolsillo, cerró de un portazo la puerta reventada del Lincoln y se puso al volante. El motor se encendió. Dio marcha atrás y separó el coche del árbol haciendo crujir la plancha del guardabarros abollado. Fue girando poco a poco y avanzó sobre la tierra blanda hasta conseguir ponerlo de nuevo en la carretera.
Cuando estuvo de nuevo en Riverside encendió las luces y se dirigió de vuelta a Hollywood. Dejó el coche debajo de unos pimenteros, enfrente de un gran edificio de apartamentos de ladrillo de la calle Kenmore, a media manzana al norte de Hollywood Boulevard. Apagó el motor y cogió su maleta.
La luz de la entrada de la casa de apartamentos daba sobre la chapa de matrícula delantera cuando se separó de ella. Se preguntó por qué unos pistoleros utilizarían un coche con una matrícula número 5A6, un número que era casi un privilegio. Entró en un drugstore y llamó a un taxi para que le llevase de regreso al Chatterton.
4
El apartamento estaba vacío. El olor a Shalimar y a tabaco flotaba en el aire tibio como si alguien hubiera estado allí no hacía mucho. De Ruse abrió la puerta del dormitorio, entró y husmeó en la ropa de los dos armarios, los artículos de un tocador, y luego volvió a la sala de estar roja y blanca a prepararse un trago largo bien cargado.
Colocó la cadena en la puerta de la entrada y se fue al dormitorio con el vaso, se quitó la ropa embarrada y se puso otro traje de tela oscura y corte elegante. Dio unos sorbos a su bebida mientras se anudaba una corbata negra en la abertura de una camisa blanca de hilo suave.
Limpió con una gasa el cañón de la pequeña Mauser, la volvió a ensamblar, añadió un cartucho al pequeño peine y colocó de nuevo la pistolita en la funda de la pierna. Después se lavó las manos y se llevó el vaso al teléfono.
El primer número al que llamó fue el Chronicle. Preguntó por la redacción de Local, por Werner.
Una voz rasposa resonó por el auricular:
—Werner al habla. Adelante. Cuénteme.
De Ruse dijo:
—Soy John De Ruse, Claude. Mírame la matrícula 5A6 de California.
—Debe de ser un condenado político —dijo la voz rasposa y se marchó.
De Ruse siguió sentado sin moverse contemplando una columna aflautada blanca en la esquina. Encima había un jarrón rojo y blanco con rosas artificiales blancas y rojas. Arrugó la nariz con verdadero asco.
La voz de Werner volvió a sonar en el aparato:
—Una limusina Lincoln de 1930 a nombre de Hugo Candless, apartamentos Casa de Oro, 2942 Clearwater Street, West Hollywood.
En un tono que no significaba nada, De Ruse dijo:
—¿Es el portavoz, verdad?
—Sí. El charlatán. Don El Testigo es Suyo. —Werner bajó un tanto la voz—. Te lo digo a ti, Johnny, pero no es para publicar: un buen trozo de mierda podrido que ni siquiera es inteligente; lo que pasa es que lleva por ahí atravesado el tiempo suficiente para saber quién se vende… ¿Hay alguna historia que contar?
—Demonios, no —dijo De Ruse en tono suave—. Simplemente me ha hecho un rayón y no se paró.
Colgó el teléfono, se terminó la copa y se levantó para prepararse otra. Luego cogió una guía telefónica, la llevó al escritorio blanco y buscó el número de la Casa de Oro. Lo marcó. Una operadora le dijo que el señor Hugo Candless estaba de viaje.
—Póngame con su apartamento —dijo De Ruse.
Contestó el teléfono una voz fría de mujer.
—Sí. Al habla la señora de Hugo Candless. ¿Quién le llama, por favor?
—Soy un cliente del señor Candless —dijo De Ruse—, tengo urgencia por localizarlo. ¿Me puede ayudar?
—Lo siento mucho —le dijo la voz fría y casi perezosa—. A mi marido lo llamaron de fuera de la ciudad inesperadamente. Ni siquiera sé adónde tuvo que ir, aunque espero saber algo de él más tarde, esta noche. Salió del club…
—¿De qué club se trata? —preguntó De Ruse como indiferente.
—El Delmar. Parece que se fue de allí pero no vino a casa. Si tiene usted algún recado…
—Gracias, señora Candless —dijo De Ruse—. Quizá la vuelva a llamar más tarde.
Colgó, sonrió despacio y sombrío, dio unos tragos a la bebida nueva y buscó el número del hotel Metropole. Llamó y preguntó por el señor Charles Le Grand de la habitación 809.
—Seis cero nueve —dijo la operadora como sin darle importancia—. Le pongo. —Y un momento después añadió—: No contestan.
De Ruse le dio las gracias, se sacó la llave con placa del bolsillo, miró el número que figuraba. Era el número 809.
5
Sam, el portero del club Delmar, contemplaba el tráfico de Sunset Bulevar apoyado contra la piedra pulida de la entrada. Los faros le golpeaban en los ojos. Estaba cansado y quería irse a casa a fumar y a pegarse un buen lingotazo de ginebra. Deseó que dejase de llover. El interior del club estaba muerto cuando llovía.
Se separó de la pared y recorrió la longitud del toldo un par de veces dando palmadas con sus grandes manos negras en los grandes guantes blancos. Intentó silbar el «Skaters Walz» y no pudo pasar de un compás; silbó, en cambio, «Low Down Lady». Esa no tenía melodía.
De Ruse apareció por la esquina de la calle Hudson y se paró junto a él.
—¿Hugo Candless está dentro? —preguntó sin mirar a Sam.
Sam hizo sonar los dientes con desaprobación.
—No está.
—¿Ha estado?
—Pregunte al de resepsión, pol favol, señol.
De Ruse sacó las manos enguantadas del bolsillo y empezó a enrollar un billete de cinco dólares en el índice de la mano izquierda.
—¿Qué saben allí que no sepas tú?
Sam sonrió lentamente, observó como el billete se enrollaba bien apretado en torno al dedo enguantado.
—Eso es así, jefe. Sí, estuvo. Viene la mayol palte de los días.
—¿A qué hora se fue?
—Marchó sobre seis tleinta, me parece.
—¿En la limusina Lincoln azul?
—Ajá. Pero él no conducía. ¿Por qué plegunta?
—A esa hora llovía —dijo De Ruse con calma—. Llovía bastante. Tal vez no fuera el Lincoln.
—Claro que era el Lincoln —protestó Sam—. ¿No lo acompaño yo? Nunca usa otro.
—¿Matrícula 5A6? —insistió De Ruse.
—Así es —canturreó Sam—. Pol el númelo se pué desir que es un consejal.
—¿Conocías al chófer?
—Pue… —empezó Sam, y luego se paró en seco. Se rascó la mandíbula negra con un dedo blanco del tamaño de una banana—. Bueno, sería un negro tonto si no vi que otra vez tenía un chófel nuevo. A este no lo conozco, seguro que no.
De Ruse puso el billete enrollado en la gran palma blanca de Sam. El hombre lo agarró pero en sus grandes ojos apareció de pronto una sospecha.
—Oiga, ¿y por qué hase tantas pleguntas, señol usté?
—Las he pagado, ¿no? —dijo De Ruse.
Volvió a irse doblando la esquina de Hudson y se metió en su Packard negro. Condujo hasta Sunset, avanzó hacia el oeste casi hasta Beverly Hills y allí giró en dirección a las colinas, prestando mucha atención a las señales en las esquinas de las calles. La calle Clearwater corría a lo largo del flanco de una colina y tenía vistas de la ciudad entera. La Casa de Oro era un bloque irregular situado en la esquina con Parkinson, con bungalows de gran categoría rodeados por un muro de adobe con tejas rojas encima. Tenía la recepción en un edificio separado y un gran garaje privado en Parkinson frente al paño de uno de los muros.
De Ruse aparcó al otro lado de la calle, frente al garaje, y se quedó sentado mirando por la amplia ventanilla a una oficina acristalada en la que un operario con un mono blanco se sentaba con los pies sobre la mesa, leyendo una revista y escupiendo por encima del hombro a una escupidera invisible.
De Ruse se bajó del Packard, cruzó la calle un poco más arriba, volvió atrás y se coló en el garaje sin que el operario lo viera.
Los coches estaban aparcados en cuatro filas. Dos de ellas pegadas a las paredes blancas, las otras dos una junto a otra en el centro. Había muchas plazas vacías, pero también muchos coches se habían ido a descansar. La mayoría eran modelos grandes y caros, cerrados, y dos o tres descapotables despampanantes.
Solo había una limusina. Tenía matrícula número 5A6.
Era un vehículo bien cuidado, limpio y rutilante; azul marino con un trenzado beige. De Ruse se quitó un guante y apoyó la mano en el radiador. Totalmente frío. Tocó los neumáticos, se miró los dedos. Un poquito de polvo fino seco se le adhirió a la piel; no había barro en el dibujo, solo polvo reseco.
Recorrió la fila de carrocerías oscuras y se apoyó en el marco de la puerta abierta de la oficina. Al cabo de un momento el operario levantó la vista casi con un susto.
—¿Ha visto por aquí al chófer de Candless? —le preguntó De Ruse.
El hombre negó con la cabeza y escupió hábilmente a una escupidera de cobre.
—No desde que vine… a las tres en punto.
—¿No fue al club a buscar al jefe?
—No, supongo que no. No han sacado el cacharro grande. Siempre lleva ese.
—¿Y dónde puedo dar con él?
—¿Con quién? ¿Con Mattick? Tienen habitaciones para el servicio detrás de la selva. Pero creo haber oído que ese aparca en un hotel. Déjeme pensar —frunció el entrecejo.
—¿El Metropole? —sugirió De Ruse.
El hombre del garaje se quedó pensando mientras De Ruse contemplaba la punta de su barbilla.
—Sí. Me parece que es ese. Aunque no estoy del todo seguro. Mattick no es muy hablador.
De Ruse le dio las gracias, cruzó la calle y volvió a subirse al Packard. Se fue hacia el centro.
Cuando llegó a la esquina de la Siete con Spring, donde estaba el Metropole, eran las nueve y veinticinco minutos.
Era un hotel viejo, que en otros tiempos debió de ser elegante, pero que ahora oscilaba entre la suspensión de pagos y la mala fama en Jefatura. Tenía demasiados paneles de madera oscura grasienta, demasiados espejos con el marco de oro desportillado, demasiado humo flotando pegado a las vigas del techo bajo de la recepción y demasiada gente de mal vivir circulando entre las mecedoras de cuero raído.
La rubia que cuidaba del gran mostrador de herradura donde vendían tabaco ya no era ninguna jovencita y en sus ojos se pintaba el cinismo de aguantar demasiadas citas baratas. De Ruse se apoyó en el cristal y dejó ver su pelo negro rizado echándose el sombrero para atrás.
—Camel, guapa —dijo con su voz profunda de jugador.
La chica le puso la cajetilla delante, marcó quince centavos y le dejó los diez del cambio junto al codo con una ligera sonrisa. Sus ojos decían que De Ruse le gustaba. Se apoyó frente a él y acercó la cabeza lo bastante para que pudiera oler el perfume de sus cabellos.
—Hágame un favor —dijo De Ruse.
—¿Qué? —preguntó ella en tono bajo.
—Encuéntreme quién vive en el ocho cero nueve sin darle pistas al de recepción.
La rubia pareció decepcionada.
—¿Y por qué no se lo pregunta usted mismo, señor? —soltó.
—Soy demasiado tímido.
—¡Ya lo creo que sí!
Fue hasta el teléfono y habló por él con languidez para después volver junto a De Ruse.
—Se llama Mattick. ¿Le dice algo?
—Me parece que no —dijo De Ruse—. Muchísimas gracias. ¿Cómo le va por este hotel tan bonito?
—¿Quién ha dicho que sea un hotel bonito?
De Ruse sonrió, se llevó la mano al sombrero, se marchó. La chica le siguió con mirada triste. Apoyó los codos puntiagudos en el mostrador y metió la barbilla entre las manos para seguir mirándole.
De Ruse cruzó el vestíbulo, subió tres escalones y entró en un ascensor sin puertas que arrancó dando una sacudida.
—Octavo —dijo, y se apoyó contra la caja con las manos en los bolsillos.
El octavo era el piso más alto del Metropole. De Ruse avanzó por un largo pasillo que olía a barniz. Un giro al final le dejó justo de cara al 809. Llamó con los nudillos en la madera oscura. No hubo respuesta. Se inclinó hacia delante, miró por el ojo de la cerradura, llamó de nuevo.
Sacó entonces del bolsillo la llave con la placa, abrió la puerta y entró.
Las ventanas estaban cerradas en dos de las paredes. El aire apestaba a whisky. Las luces del cielo raso estaban encendidas. Había una cama ancha de latón, un buró oscuro, un par de mecedoras de cuero castaño y un escritorio consistente sobre el que había una petaca marrón grande de Four Roses casi vacía y sin tapón. De Ruse la olió, apoyó las caderas contra el borde de la mesa y dejó que sus ojos otearan la habitación.
Su mirada pasó por encima de la cama desde el buró oscuro y recorrió una pared en la que había una puerta que conducía a otra puerta en la que se veía luz. Cruzó el cuarto hasta allí y la abrió.
El hombre yacía de bruces, con la cara sobre las losas de color marrón amarillento del cuarto de baño. El suelo estaba cubierto de sangre negra y pegajosa. Dos manchas oscuras en la parte de atrás de la cabeza señalaban los puntos de donde habían salido los regueros de rojo oscuro que bajaban por los lados del cuello hasta el suelo. La sangre había dejado de fluir hacía ya bastante tiempo.
De Ruse se quitó un guante y se inclinó para apoyar dos dedos sobre el lugar donde tendría que latir una arteria. Meneó la cabeza y volvió a meter la mano en el guante.
Salió del baño, cerró la puerta y fue a abrir una de las ventanas. Se asomó por ella para respirar el aire puro húmedo de lluvia, y miró, a través de la cortina inclinada de lluvia fina, hacia la oscura hendidura de un callejón.
Al cabo de un momento cerró otra vez la ventana, apagó la luz del cuarto de baño, cogió un cartel de «No molestar» del cajón de arriba del buró, bajó las luces del techo y salió.
Colgó el cartel del pomo de la puerta, regresó por el pasillo camino de los ascensores y se marchó del hotel Metropole.
6
Francine Ley avanzaba canturreando desde el fondo de la garganta por el silencioso pasillo del Chatterton. Tarareaba la melodía de forma un tanto insegura, como sin saber qué era exactamente lo que cantaba, y su mano izquierda de uñas rojo cereza impedía que una capa verde de terciopelo se le escurriera de los hombros. Bajo el otro brazo llevaba una botella envuelta.
Abrió con la llave, empujó la puerta y se quedó parada frunciendo el ceño de inmediato. Se quedó de pie, recordando, intentando recordar. Todavía estaba un poco tensa.
Se había dejado las luces encendidas, eso seguro. Ahora estaban apagadas. Podría haber sido la camarera, desde luego. Entró y pasó entre las cortinas rojas a la sala de estar.
El resplandor de la estufa se reflejaba sobre la alfombra roja y blanca y lanzaba destellos rojizos sobre unas cosas negras brillantes. Las cosas negras brillantes eran zapatos. No se movían.
Francine Ley dijo «Oh… oh», con voz preocupada. La mano que sujetaba la capa casi le clava en el cuello aquellas uñas tan largas y perfectamente esculpidas.
Sonó un clic y se encendió la luz de la lámpara que había junto a una butaca. En ella apareció sentado De Ruse, mirándola con cara de palo. Llevaba puestos el abrigo y el sombrero. Sus ojos estaban velados, lejanos, preñados de una vaga amenaza.
—¿Habías salido, Francy?
Ella se sentó lentamente en el borde de un sofá semicircular y dejó la botella a su lado.
—Me emborraché —dijo—. Pensé que debía comer algo. Luego decidí volver a emborracharme. —Dio unas palmaditas a la botella.
—Me parece que al jefe de tu amigo Dial se lo han quitado de en medio —dijo De Ruse como quien no quiere la cosa, como si aquello no tuviera ninguna importancia para él.
Francine Ley abrió la boca lentamente y al hacerlo se borró toda la belleza de su cara. Se le convirtió en una inexpresiva máscara en la que el rojo de labios ardía con violencia. Parecía que la boca quisiera ponerse a gritar.
Al cabo de un momento la cerró otra vez y la cara recuperó la belleza; con una voz como venida de muy lejos, dijo:
—¿Serviría de algo decir que no sé de qué me estás hablando?
De Ruse mantuvo su expresión impasible.
—Cuando me fui de aquí un par de matones me asaltaron en la calle. Uno estaba metido en el coche. Por supuesto que me podían haber pillado en cualquier otro sitio… pero lo hicieron aquí.
—Eso parece —dijo Francine Ley sin aliento—. Eso parece, Johnny.
Johnny avanzó su larga mandíbula un par de centímetros. Continuó:
—Me metieron en un Lincoln muy grande, una limusina. Menudo coche. Tenía cristales gruesos casi imposibles de romper, no había manilla en las puertas y estaba cerrado herméticamente. En el asiento delantero llevaban un tanque de ácido cianhídrico, eso que llaman gas de Nevada y que el tipo que conducía podía soltar en la parte de atrás sin que le afectara a él. Me llevaron por la carretera del parque Griffith hasta el Club Egypt, ese tugurio en el campo, cerca del aeropuerto. —Hizo una pausa, se frotó la punta de una ceja y continuó—. No se dieron cuenta de que tenía oculta en la pierna la Mauser que llevo a veces, el chófer estrelló el coche y pude escapar.
Abrió las manos y se las miró. En las comisuras de sus labios apareció una ligera sonrisa metálica.
Francine Ley dijo:
—Yo no tuve nada que ver con eso, Johnny. —Su voz estaba tan muerta como el verano del año pasado.
—El tipo que pasearon antes que a mí —djo De Ruse—, probablemente no tenía pistola. Era Hugo Candless. El coche era una imitación del suyo: el mismo modelo, la misma pintura, las mismas matrículas… pero no era el suyo. Alguien se ha tomado un montón de molestias. Candless se marchó del Delmar Club en el coche equivocado sobre las seis y media. Su mujer dice que está de viaje. Hablé con ella hace una hora. Su coche no ha salido del garaje desde mediodía… Tal vez su mujer ya sepa que lo han liquidado; tal vez no.
Francine Ley clavó las uñas en la falda. Los labios le temblaban. De Ruse continuó con calma, sin tono alguno:
—Alguien le pegó un tiro al chófer de Candless en un hotel del centro esta noche o esta tarde. Los polis todavía no lo han encontrado. Alguien se tomó un montón de molestias, Francy. A ti no te gustaría verte metida en un montaje como este, ¿verdad, preciosa?
Francine Ley inclinó la cabeza hacia delante y se quedó mirando al suelo. Dijo, espesa:
—Necesito una copa. Lo que bebí se me está pasando. Me siento fatal.
De Ruse se levantó y fue al escritorio blanco. Vació una botella en un vaso y fue hasta ella. Se quedó delante manteniendo el vaso fuera de su alcance.
—Solo me pongo duro de vez en cuando, nena, pero cuando me pongo duro no soy tan fácil de parar. Si sabes algo de todo este asunto, ahora sería un buen momento para soltarlo.
Le alargó el vaso. Francine se lo tomó de un trago y en sus ojos azul humo apareció un poco más de luz. Dijo, despacio:
—No sé nada del asunto, Johnny. Al menos de lo que me acabas de contar. Pero esta noche George Dial me hizo la proposición de compartir nido de amor y me aseguró que podía sacarle dinero a Candless amenazándole con contar por ahí la jugada que Candless le había hecho a un hampón de Reno.
—Qué listos son estos pelotas del demonio —exclamó De Ruse—. Yo soy de Reno, nena. Conozco a toda el hampa de Reno. ¿Quién era?
—Uno que se llama Zapparty.
De Ruse dijo con voz muy suave:
—Zapparty se llama el que lleva el Club Egypt.
Francine Ley se levantó de golpe y se agarró a su brazo.
—¡No te metas en esto, Johnny! Por Dios bendito, ¿no puedes dejar de meterte en algo por una vez?
De Ruse meneó la cabeza, sonrió con delicadeza manteniéndose a su lado. Luego le levantó la mano del brazo y dio un paso atrás.
—Estuve dando un rodeo en ese coche suyo del gas, nena, y no me gustó. He olido su cianuro. Dejé unos cuantos plomos en el pistolero de alguien. Eso significa que o llamo a la poli o me veo enredado con la ley. Si se llevan a alguien y llamo a la poli es más que probable que haya otra víctima de secuestro fiambre. Zapparty es un tipo duro de Reno y eso podría ligar con lo que te dijo Dial, y si Mops Parisi está en el equipo de Zapparty, esa podría ser una razón para que me metan en el paquete. Parisi no puede conmigo.
—No hace falta que seas una brigada antidisturbios tú solo, Johnny —le dijo Francine Ley, desesperada.
De Ruse siguió sonriendo con labios apretados y ojos solemnes.
—Solo no, nena, seremos dos. Cógete un chaquetón largo. Todavía llueve un poco.
Lo miró espantada. La mano alargada, la que había tenido sobre su brazo, estiró los dedos con rigidez, los cerró sobre la palma, los volvió a estirar. Tenía la voz hueca de miedo.
—¿Yo, Johnny…? Oh, por favor, no…
—Coge algo de abrigo, preciosa —repitió De Ruse amablemente—. Algo con lo que estés guapa. Puede que sea la última vez que salgamos juntos.
Ella se alejó trastabillando. Él le tocó el brazo con suavidad, se lo retuvo un momento y le dijo, casi en un susurro:
—¿No me habrás señalado tú con el dedo, verdad, Francy?
Ella contempló, inexpresiva, el dolor de sus ojos, emitió un gruñido ronco, se soltó el brazo y se fue a toda prisa al dormitorio.
Al cabo de un instante el dolor desapareció de los ojos de De Ruse y la sonrisa metálica regresó a la comisura de sus labios.
7
De Ruse entrecerró los ojos y observó los dedos del crupier deslizarse hacia atrás en la mesa para descansar en el borde. Eran unos dedos gordezuelos, ahusados, vivaces. De Ruse levantó la cabeza y miró al crupier a la cara. Era un hombre calvo de edad indefinida con unos tranquilos ojos azules. No tenía cabello alguno en la cabeza, ni uno solo.
De Ruse volvió a bajar la vista a las manos del crupier. La derecha hizo un pequeño giro en el borde de la mesa. Los botones de la manga de la chaqueta de terciopelo marrón del crupier —una chaqueta como de esmoquin— se apoyaban en el borde de la mesa. De Ruse sonrió con su leve sonrisa metálica.
Tenía tres fichas azules al rojo. En esa tirada, la bola se detuvo en el dos negro. El crupier pagó a dos de los otros cuatro jugadores que había.
De Ruse empujó cinco fichas azules y las dejó sobre el diamante rojo. Luego giró la cabeza a la izquierda y miró a un joven rubio y fornido que ponía tres fichas rojas en el cero.
De Ruse se pasó la lengua por los labios y movió la cabeza para mirar más allá, hacia el lateral de la moderadamente pequeña sala. Francine Ley estaba sentada en un sofá junto a la pared y tenía la cabeza apoyada.
—Me parece que ya lo tengo, nena —le dijo De Ruse—. Me parece que lo tengo.
Francine Ley parpadeó y separó la cabeza de la pared. Alargó la mano para coger un vaso de una mesa baja redonda que tenía delante.
Dio unos sorbos a la bebida, miró al suelo, no contestó.
De Ruse volvió a mirar al rubio. Los otros tres habían hecho apuestas. El crupier parecía impaciente y al mismo tiempo vigilante.
—¿Cómo es que siempre pones al cero cuando yo juego rojo, y al cero doble cuando juego al negro? —dijo De Ruse.
El joven rubio sonrió, se encogió de hombros, no dijo nada.
De Ruse puso la mano sobre el tapete y dijo con voz muy suave:
—Le he hecho una pregunta, caballero.
—Tal vez sea un mago de las finanzas —gruñó el joven rubio—. Me gusta jugar a corto.
—¿Qué es esto…, cámara lenta? —soltó uno de los otros jugadores.
—Hagan juego, por favor, caballeros —apremió el crupier.
De Ruse lo miró.
—Suéltela —dijo.
El crupier hizo girar la rueda con la mano izquierda y soltó la bola con la misma mano en dirección contraria. Su mano derecha seguía apoyada en el borde de la mesa.
La bola se detuvo en el 28 negro, junto al cero. El rubio se rió.
—Cerca —comentó—, ha andado cerca.
De Ruse comprobó las fichas, las apiló con cuidado.
—Pierdo seis de los grandes —dijo—. La cosa está cruda, pero supongo que hay dinero de por medio. ¿Quién lleva este garito?
El crupier sonrió despacio y miró directamente a los ojos de De Ruse. Preguntó con voz tranquila:
—¿Ha dicho usted garito?
De Ruse asintió en silencio. No se molestó en contestar.
—Me pareció que decía garito. —Movió un pie y apoyó el peso sobre él.
Tres de los hombres que estaban jugando recogieron rápidamente las fichas y se fueron a una barra pequeña que había en un rincón de la sala. Pidieron de beber y apoyaron la espalda contra la pared de al lado de la barra observando a De Ruse y al crupier. El rubio siguió donde estaba y sonrió a De Ruse sarcásticamente.
—Uf, uf —dijo pensativo—, esos modales.
Francine Ley se terminó la copa y volvió a apoyar la cabeza contra la pared. Bajó los ojos y miró furtivamente a De Ruse por debajo de sus largas pestañas.
Al cabo de un momento se abrió una puerta de madera y apareció un hombre muy grande con un bigote negro y unas cejas negras muy gruesas. El crupier dirigió la mirada hacia él y luego otra vez a De Ruse, al que señaló con los ojos.
—Sí, me pareció que decía garito —repitió, inexpresivo.
El hombretón alargó la mano hacia el codo de De Ruse.
—Fuera —dijo impasible.
El rubio sonrió y se metió las manos en los bolsillos del traje gris oscuro. De Ruse miró al crupier desde el otro lado de la ruleta.
—Me llevaré mis seis mil y daremos el día por terminado —dijo.
—Fuera —repitió el hombretón, amenazador, clavándole el codo a De Ruse en el costado.
El crupier calvo sonrió cortés.
—¿No iremos a ponernos bravos, verdad? —le dijo el hombretón a De Ruse.
De Ruse lo miró con una expresión de sorpresa llena de sarcasmo.
—Vaya, vaya con el gorila —dijo con voz suave—. Ocúpate tú, Nicky.
El rubio sacó la mano derecha del bolsillo y la disparó. La cachiporra brilló negra y reluciente bajo las luces y aterrizó sobre la nuca del hombretón con un ruido sordo. El hombre intentó aferrar a De Ruse pero este se apartó de él rápido y sacó una pistola del sobaco. El hombretón trató de agarrarse al borde de la mesa de la ruleta y cayó pesadamente al suelo.
Francine Ley se levantó y su garganta emitió un sonido ahogado.
El rubio se echó a un lado, se giró y miró al barman. El barman puso las manos encima de la barra. Los tres hombres que habían estado jugando a la ruleta parecían muy interesados, pero no se movieron.
—El botón de la manga derecha, Nicky. Me parece que es de cobre —dijo De Ruse.
—Sí.
El rubio rodeó el extremo de la mesa mientras se guardaba la porra en el bolsillo. Llegó junto al crupier y le agarró el botón del medio de los tres que tenía en el puño derecho y tiró fuerte de él. Al segundo tirón se desprendió y detrás de él fue saliendo de la manga un fino hilo metálico.
—Correcto —comentó el rubio como sin darle importancia. Dejó caer el brazo del crupier.
—Ahora recogeré mis seis mil —dijo De Ruse—. Luego iremos a hablar con el jefe.
El crupier asintió con movimientos lentos y fue a coger el portafichas que estaba al lado de la mesa de la ruleta.
El hombretón del suelo no se movió. El rubio le pasó la mano por la cadera y sacó una cuarenta y cinco automática que llevaba en la cartuchera de la espalda.
La hizo saltar en su mano sonriendo encantador a la concurrencia.
8
Cruzaron por una terraza que sobrevolaba el comedor y la pista de baile. El ritmo entrecortado del jazz les llegó desde los cuerpos ágiles y cimbreantes de una banda de cuarterones. Con el compás del jazz llegaba el olor a comida, a humo de cigarrillos y transpiración. La terraza estaba un tanto elevada y la escena de abajo parecía grabada mediante un plano cenital.
El crupier calvo abrió una puerta en la esquina de la terraza y la atravesó sin mirar atrás. El rubio al que De Ruse había llamado Nicky fue tras él. De Ruse y Francine Ley les siguieron.
Había un corto vestíbulo con una luz helada en el techo. La puerta del final parecía de metal pintado. El crupier puso un dedo gordezuelo sobre el pequeño botón del timbre y llamó con una cierta secuencia. Se oyó un zumbido como el que hace una puerta eléctrica al abrirse. El crupier empujó por un extremo y la puerta cedió.
Detrás había una habitación alegre, mitad estudio, mitad despacho. Había una chimenea y un diván de cuero verde perpendicular a ella, dando frente a la puerta. Un hombre que estaba sentado en el diván bajó su periódico, levantó la vista y se le puso la cara lívida de golpe. Era un hombre bajito con la cabeza redonda y apretada, y una cara morena redonda y apretada. Tenía unos ojitos negros sin luz como botones de azabache.
En medio de la habitación había una gran mesa de escritorio y un hombre muy alto de pie en un extremo con una coctelera entre las manos. Giró la cabeza lentamente para mirar hacia atrás a las cuatro personas que entraban en la habitación pero sin dejar de agitar entre las manos la coctelera con un ritmo animado. Tenía una cara cavernosa de ojos hundidos, piel gris flácida y cabellos pelirrojos muy cortos sin brillo ni raya. En la mejilla izquierda lucía una fina cicatriz en zig-zag como las de los Mensur alemanes.
El hombre alto dejó la coctelera, se dio la vuelta y miró al crupier. El hombre del diván no se movió; en su actitud había una tensión agazapada.
—Creo que es un atraco —dijo el crupier—. Pero no pude hacer nada. Dejaron a Big George fuera de combate.
El rubio sonrió jovial y sacó la cuarenta y cinco del bolsillo. Apuntó al suelo.
—Cree que es un atraco —dijo—. ¿No es para morirse de risa?
De Ruse cerró la gruesa puerta. Francine Ley se apartó de él hacia el lado de la habitación más alejado del fuego. Él no la miró. El hombre del diván sí que la miró, miraba a todo el mundo.
De Ruse dijo con calma:
—El alto es Zapparty. El bajo es Mops Parisi.
El rubio dio un paso a un lado, dejó al crupier solo en medio de la habitación. El cuarenta y cinco cubría al hombre del diván.
—Pues claro, soy Zapparty —dijo el alto.
Miró a De Ruse con curiosidad por un instante. Luego se volvió de espaldas y cogió de nuevo la coctelera, le quitó la tapa y llenó una copa plana. Vació la copa, se limpió los labios con un fino pañuelo de hierbas y volvió a meterlo en el bolsillo del pecho con mucho cuidado para que se vieran las tres puntas.
De Ruse sonrió con su fina sonrisa metálica y se llevó el índice al extremo de la ceja izquierda. La mano derecha la tenía en el bolsillo de la chaqueta.
—Nicky y yo hemos montado un pequeño número —explicó—. Era para que los chicos de fuera tuvieran algo de lo que hablar si la cosa se ponía demasiado ruidosa cuando viniéramos a verle a usted.
—Suena interesante —asintió Zapparty—. ¿Y para qué querían verme?
—Por lo de ese coche con gas en el que lleva a la gente a pasear —dijo De Ruse.
El hombre del diván hizo un movimiento muy brusco y su mano saltó de la pierna como si se hubiera disparado un muelle. El rubio dijo:
—No… o sí, lo que prefiera, señor Parisi. Cuestión de gustos.
Parisi volvió a quedarse inmóvil. La mano regresó al muslo grueso y corto.
Zapparty abrió un poco más sus ojos oscuros.
—¿Coche con gas? —en su tono había un leve desconcierto.
De Ruse avanzó hasta el centro de la habitación, junto al crupier. Se mantuvo en equilibrio sobre la parte delantera de los pies. En sus ojos grises había un resplandor apagado y la cara se veía tensa y cansada, no joven.
—Puede que alguien se lo haya querido adjudicar a usted, Zapparty —dijo—. Pero no lo creo. Estoy hablando de un Lincoln azul con matrícula 5A6 y un tanque de ácido cianhídrico delante. Ya sabe, Zapparty, ese gas que les dan a los asesinos en nuestro estado.
Zapparty tragó saliva y su gran nuez se movió arriba y abajo. Frunció los labios, luego volvió a apretarlos contra los dientes, luego los frunció de nuevo.
El hombre del diván soltó una carcajada, parecía que se divertía.
Una voz que no era de nadie que estuviera en la habitación dijo cortante:
—Suelta esa pipa, rubito. Los demás, a coger nubes.
De Ruse levantó la vista hacia un panel que se había abierto en la pared, detrás del escritorio. Por la abertura asomaban una pistola y una mano, pero ni cara ni cuerpo. La luz de la habitación iluminaba la mano y la pistola.
La pistola parecía que apuntaba a Francine Ley. De Ruse dijo al instante:
—Okey. —Y levantó las manos vacías.
—Ese debe ser nuestro Big George —dijo el rubio—, descansadito y dispuesto a trabajar. —Abrió la mano y dejó que el cuarenta y cinco cayera al suelo delante de él con un ruido sordo.
Parisi se levantó ágilmente del diván y sacó una pistola del sobaco. Zapparty hizo lo mismo con un revólver que había en el cajón de la mesa.
—Vete y quédate fuera —dijo dirigiéndose al panel.
El panel se cerró. Zapparty hizo un gesto con la cabeza al crupier calvo que parecía no haber movido un músculo desde que entrara en la habitación.
—Vuelve al trabajo, Luis. Y arriba ese ánimo.
El crupier asintió, se dio la vuelta y salió de la habitación cerrando la puerta con cuidado detrás de él.
Francine Ley soltó una risita tonta. Subió una mano y tiró del cuello del abrigo para cerrarlo bien como si hiciera frío en aquel cuarto. Pero no había ventanas y hacía mucho calor, por culpa de la chimenea.
Parisi soltó un silbidito entre labios y dientes, se fue rápidamente hacia De Ruse y le clavó la pistola en la cara, empujándole la cabeza para atrás. Le cacheó los bolsillos con la mano izquierda, cogió el Colt, le palpó bajo los brazos, dio la vuelta, palpó las caderas, volvió a ponerse delante.
Dio un pequeño paso atrás y golpeó a De Ruse en la mejilla con las cachas de una pistola. De Ruse siguió perfectamente inmóvil, salvo que la cabeza se le movió un poco cuando el duro metal le golpeó en la cara.
Parisi volvió a pegarle en el mismo sitio. De la mejilla de De Ruse, del pómulo, empezó a correr la sangre perezosamente. La cabeza se le cayó un poco y las rodillas cedieron. Se derrumbó poco a poco, apoyándose en el suelo con la mano izquierda, agitando la cabeza. Tenía el cuerpo encogido, las piernas dobladas. La mano derecha colgaba suelta al lado del pie izquierdo.
Zapparty dijo:
—Ya vale, Mops, que no te entre la sed de sangre. Queremos que esta gente nos cuente cosas.
Francine Ley se rió otra vez de un modo bastante tonto. Se deslizó vacilante a lo largo de la pared, sujetándose en ella con una mano.
Parisi respiró fuerte y se apartó de De Ruse con una sonrisa feliz en su cara morena redonda.
—Hace mucho tiempo que esperaba esto —dijo.
Cuando estaba a unos dos metros de De Ruse, algo pequeño y con un brillo oscuro pareció deslizarse desde la pernera izquierda de los pantalones de De Ruse hasta su mano. Se oyó una explosión breve, cortante, se vio una minúscula llama verde anaranjado en el suelo.
La cabeza de Parisi rebotó hacia atrás. Le apareció un agujero redondo debajo de la mandíbula. Creció y se puso rojo casi al instante. Abrió las manos sin fuerza y se le cayeron las dos pistolas. El cuerpo empezó a bambolearse. Cayó pesadamente.
—¡Cristo bendito! —dijo Zapparty y levantó su revólver.
Francine Ley lanzó un grito y se precipitó sobre él arañando, dando patadas y chillando.
El revólver sonó dos veces con un ruido potente. Dos proyectiles se clavaron en una pared. Saltó el yeso.
Francine Ley se dejó caer al suelo sobre las manos y las rodillas. Una pierna larga y esbelta asomó por debajo del vestido.
El rubio, con una rodilla en el suelo y el cuarenta y cinco otra vez en la mano, lanzó:
—¡Le ha quitado la pistola al cabrón!
Zapparty se quedó plantado con las manos vacías y una expresión terrible en la cara. Tenía una larga cicatriz roja en el dorso de la mano derecha. Su revólver yacía en el suelo al lado de Francine Ley. Sus ojos horrorizados lo miraban sin poder creérselo.
Parisi tosió una vez desde el suelo y luego se quedó inmóvil.
De Ruse se puso de pie. En su mano la pequeña Mauser parecía un juguete. Con voz que parecía venir de muy lejos, dijo:
—Vigila el panel, Nicky…
No se oía nada fuera de allí, no se oía nada en ningún sitio. Zapparty seguía de pie en el extremo del escritorio, helado, atónito.
De Ruse se inclinó y tocó a Francine Ley en el hombro.
—¿Todo en orden, nena?
Francine juntó sus piernas bajo el cuerpo y se puso de pie sin dejar de mirar a Parisi. El cuerpo le temblaba con un estremecimiento nervioso.
—Perdona, nena —dijo De Ruse en voz baja a su lado—. Me parece que me había equivocado contigo.
Sacó un pañuelo del bolsillo y lo humedeció con los labios, luego se frotó ligeramente la mejilla izquierda y miró la sangre del pañuelo.
—Supongo que nuestro Big George se volvió a dormir —dijo Nicky—. Fui un memo al no soltarle un poco de plomo.
De Ruse movió un poco la cabeza y dijo:
—Sí. Todo el número era bastante malo. ¿Dónde tiene el sombrero y el abrigo, señor Zapparty? Nos gustaría ir a dar un paseo en coche con usted.
9
Entre las sombras, bajo los pimenteros, De Ruse dijo:
—Ahí está, Nicky. Allí. Nadie lo ha tocado. Mejor echa un vistazo antes.
El rubio se bajó del asiento del conductor del Packard y se alejó bajo los árboles. Se quedó parado un momento del mismo lado de la calle que el Packard, luego se deslizó hacia el frente de la casa de apartamentos de ladrillo de North Kenmore, donde estaba aparcado el Lincoln.
De Ruse se inclinó hacia delante por encima del respaldo del asiento y pellizcó a Francine Ley en la mejilla.
—Tú ahora te vas a casa, nena… Te veré más tarde.
—Johnny —le dijo aferrándose a su brazo—, ¿qué vas a hacer? Por lo que más quieras, ¿no has tenido bastante diversión por esta noche?
—Todavía no, nena. El señor Zapparty quiere contarnos cosas. Me imagino que un paseíto en ese coche del gas le soltará la lengua. Y de todos modos, le necesito como prueba.
Miró de costado a Zapparty, que estaba sentado en una esquina del asiento trasero. Zapparty soltó un sonido áspero y se quedó inmóvil con la cara en sombra.
Nicky volvió del otro lado de la calle y se apoyó con un pie en el estribo.
—No hay llaves —dijo—. ¿Las tienes tú?
—Claro. —De Ruse sacó las llaves del bolsillo y se las entregó. Nicky dio la vuelta hasta el lado del coche donde estaba Zapparty y abrió la puerta.
—Salga usted, caballero.
Zapparty se bajó muy rígido, quedó de pie bajo la lluvia suave e inclinada, torciendo la boca. De Ruse salió tras él.
—Llévatelo, nena.
Francine se movió sobre el asiento hasta ponerse detrás del volante del Packard y giró el contacto. El motor se puso en marcha con un suave ronroneo.
—Hasta luego, nena —dijo De Ruse gentilmente—. Caliéntame las zapatillas. Y hazme un gran favor, cariño. No llames a nadie por teléfono.
El Packard arrancó por la calle a oscuras bajo los grandes pimenteros. De Ruse la miró hasta que giró la esquina. Empujó a Zapparty con el codo.
—Vamos. Daremos un paseo en ese coche suyo del gas. Usted irá detrás. No podremos darle mucho gas por culpa del agujero del cristal, pero le gustará el olor. Iremos a dar una vuelta por el campo, a cualquier parte. Tenemos toda la noche para jugar con usted.
—Supongo que ya sabe que esto es un secuestro —dijo Zapparty con voz áspera.
—No sabe lo que me encanta pensarlo —zumbó De Ruse.
Cruzaron la calle, tres hombres que caminaban juntos sin prisas. Nicky abrió la puerta trasera que aún funcionaba del Lincoln. Zapparty entró. Nicky cerró de un portazo, se puso al volante y metió la llave en el arranque. De Ruse se sentó a su lado con el tanque de gas sujeto entre las piernas.
El coche entero olía aún a gas.
Nicky puso el coche en marcha, dio la vuelta a mitad de la manzana y se dirigió al norte, hacia Franklin, para luego torcer por Los Feliz hacia Glendale. Al cabo de un rato Zapparty se inclinó hacia delante y golpeó en el cristal. De Ruse puso la oreja en el agujero que estaba detrás de la cabeza de Nicky.
La voz áspera de Zapparty decía:
—Casa de piedra… Castle Road… en la zona inundable de La Crescenta.
—Jesús, menudo blando —rezongó Nicky, los ojos fijos en la carretera.
De Ruse asintió, pensativo:
—Más que eso. Con Parisi muerto pasará por todo a no ser que se crea que tiene alguna otra salida.
—Yo prefiero aguantar unos palos y no abrir la cremallera —dijo Nicky—. Préndeme un pito, Johnny.
De Ruse encendió dos cigarrillos y le pasó uno al rubio. Miró hacia atrás, al cuerpo largo de Zapparty en el rincón del asiento. La luz de las farolas incidía sobre su cara tirante y proyectaba sombras profundas que conferían a su rostro un aspecto duro.
La gran limusina se deslizó sin ruido por Glendale y subió la pendiente hacia Montrose. De Montrose avanzó hasta la carretera de Sunland y, tras cruzarla, entró en la zona inundable de La Crescenta, casi un desierto.
Encontraron Castle Road y la siguieron en dirección a las montañas. A los pocos minutos llegaron a la casa de piedra.
Estaba apartada de la carretera, tras un espacio amplio que quizás alguna vez fuera de césped pero que ahora era arena endurecida, piedra suelta y unos cuantos grandes pedruscos. La carretera hacía un ángulo recto justo antes de llegar. Más allá, terminaba en un reborde limpio de cemento mordido por la inundación del día de Año Nuevo de 1934.
Pasado ese reborde estaba la cuenca principal del terreno inundable. Crecían arbustos y había abundantes piedras, muy grandes. En el borde mismo crecía un árbol con la mitad de las raíces al aire, casi tres metros por encima del lecho del agua.
Nicky detuvo el coche, apagó las luces y sacó una linterna niquelada grande de la guantera. Se la alargó a De Ruse.
De Ruse salió del coche y se quedó un momento parado con la mano en la puerta abierta, empuñando la linterna. Sacó una pistola del bolsillo del abrigo y la sostuvo a un costado.
—Esto parece muerto —comentó—. No creo que haya nada que se mueva por aquí.
Miró a Zapparty, sonrió cortante y se alejó en dirección a la casa, caminando por las aristas de arena; la puerta estaba medio abierta por culpa de la arena. De Ruse se dirigió a la esquina de la casa, manteniéndose fuera de la línea de la puerta lo mejor que pudo. Fue a lo largo de la pared lateral escudriñando por cada una de las ventanas. Estaban tapadas con maderos y detrás no se veía luz.
En la parte de atrás de la casa había un antiguo gallinero. Un trozo de chatarra oxidada en un garaje reventado era todo lo que quedaba del coche de la familia. La puerta trasera estaba clavada igual que las ventanas. De Ruse se paró en silencio, bajo la lluvia, preguntándose por qué estaba abierta la puerta principal. Luego se acordó de que había habido otra inundación hacía pocos meses, una no tan violenta; debió de caer agua suficiente como para romper la puerta y abrirla por el lado de las montañas.
Dos casas de estuco, ambas abandonadas, acechaban en los solares vecinos. Más alejadas de la zona inundable, sobre un terreno un poco más alto, había una ventana iluminada. Era la única luz que se veía en todo el radio de visión de De Ruse.
Regresó a la parte delantera de la casa y se deslizó por la puerta abierta. Se paró dentro y escuchó. Al cabo de un buen rato encendió la linterna.
La casa no olía a casa. Olía a campo abierto. En aquella habitación delantera no había nada más que arena, unos pocos muebles desvencijados y algunas marcas en las paredes por encima de la línea oscura del agua de la inundación, allí donde habían estado colgados unos cuadros.
De Ruse cruzó un pequeño vestíbulo y entró en una cocina que tenía una camping gas oxidada encajada en el agujero donde debió estar el fregadero. De la cocina fue a un dormitorio. Por el momento no había oído ni el más mínimo indicio de ruido en toda la casa.
El dormitorio era cuadrado y estaba oscuro. Había una alfombra rígida por el barro seco pegada al suelo, una cama de metal con un somier oxidado y un colchón manchado de agua cubriendo parte del somier. De debajo de la cama salían unos pies.
Eran unos pies muy grandes embutidos en unos zapatones marrón claro y por encima unos calcetines morados. Los calcetines tenían unos relojes grises en los lados. Por encima de los calcetines subían unos pantalones de cuadros blancos y negros.
De Ruse se quedó muy quieto y alumbró los pies con la linterna. Hizo un ruidito de aspiración con los labios. Se quedó quieto en esa posición un par de minutos, sin moverse para nada. Luego clavó el haz de luz en el suelo, hacia el fondo, de modo que la luz que rebotaba contra el techo se reflejara para dejar todo el cuarto en una semipenumbra.
Agarró el colchón y lo arrancó de la cama. Se inclinó y tocó una de las manos del hombre. Estaba como el hielo. Le sujetó de los tobillos y tiró, pero el hombre era grande y pesaba. Era más fácil quitarle la cama de encima.
10
Zapparty apoyó la cabeza contra la tapicería, cerró los ojos y apartó un poco la cabeza. Tenía los ojos cerrados muy apretados e intentó girar la cabeza lo suficiente para que la luz de la linterna no le atravesara los párpados.
Nicky sostuvo la linterna pegada a su cara y la encendió, la apagó, la encendió, la apagó, monótonamente, con ritmo.
De Ruse estaba junto a la puerta abierta con un pie en el estribo y miraba a lo lejos a través de la lluvia. En el horizonte borroso parpadeaban débilmente las luces de un aeroplano. Nicky comentó, sin darle importancia:
—Nunca sabes qué puede hacer derrumbarse a un tío. Una vez vi venirse abajo a uno porque un poli le apoyó la punta del dedo en el hoyito de la barbilla.
De Ruse se rió en voz baja.
—Pero este es duro —dijo—. Tendrás que pensar en algo mejor que una linterna.
Nicky seguía encendiendo y apagando la linterna, encendiéndola y apagándola.
—Podría, pero no quiero ensuciarme las manos.
Al cabo de un rato, Zapparty levantó las manos, se las puso delante y luego las fue bajando poco a poco, antes de soltar la lengua. Hablaba con voz grave y monótona, seguía con los ojos cerrados ante la linterna.
—Parisi organizó lo de llevárselo. Yo no supe nada hasta que estuvo hecho. Parisi me lo impuso a la fuerza hace cosa de un mes, con un par de matones para apoyarlo. No sé cómo, pero descubrió que Candless me había sacado veinticinco de los grandes para defender a mi hermanastro en un asunto de asesinato, y luego vendió al chico. Eso no se lo dije a Parisi. Y no supe que lo sabía hasta esta misma noche.
«Vino al club hacia las siete o un poco después» —continuó—, y me dijo: «Tenemos a un amigo tuyo, Hugo Candless. El asunto vale cien de los grandes, ganancias rápidas. Todo lo que tienes que hacer es ayudarnos a colocar la tela en las mesas de juego y mezclarla con el otro dinero. Tendrás que hacerlo porque te damos una parte de lo nuestro… y porque si cualquier cosa se tuerce, el marrón lo tendrás que arreglar tú en tu casa». Y eso es todo. Parisi se sentó ahí y se mordió los dedos y se puso a esperar a sus muchachos. Se puso muy inquieto al ver que no aparecían, incluso salió una vez a llamar por teléfono desde la cervecería.
De Ruse dio una calada al cigarrillo que tenía resguardado en el interior de la mano. Preguntó:
—¿Quién cantó el trabajo, y cómo supieron que Candless estaba aquí dentro?
—Me lo dijo Mops —respondió Zapparty—. Pero yo no sabía que estaba muerto.
Nicky soltó una carcajada y volvió a encender y apagar la linterna rápidamente.
—Mantenla quieta un minuto —le dijo De Ruse.
Nicky mantuvo el rayo de luz fijo en la cara blanca de Zapparty. Este movió los labios hacia dentro y hacia fuera. Abrió una vez los ojos, unos ojos ciegos, como los de un pez muerto.
—Aquí arriba hace un frío del demonio —dijo Nicky—. ¿Qué hacemos con su alteza?
—Le meteremos en la casa y le ataremos a Candless —dijo De Ruse—. Así se calentarán el uno al otro. Volveremos mañana por la mañana para ver si tiene alguna idea fresca.
Zapparty se estremeció. El brillo de algo como una lágrima asomó en la punta de su ojo. Al cabo de un momento de silencio, dijo:
—Okey. Yo lo planeé todo. Lo del coche con gas fue idea mía. No quería dinero. Quería a Candless, y lo quería muerto. A mi hermano pequeño lo colgaron en Quintín el viernes, hace una semana.
Hubo un breve silencio. Nicky farfulló algo entre dientes. De Ruse no se movió ni emitió ningún sonido. Zapparty continuó:
—Mattick, el chófer de Candless, estaba en el ajo. Odiaba a Candless. Se suponía que él tenía que conducir el coche trucado para no levantar sospechas, pero chupó demasiada agua de fuego para animarse a hacer el trabajo y Parisi se hartó de él e hizo que le despacharan. Fue otro muchacho el que llevó el coche. Llovía y eso lo hacía más fácil.
—Mejor —dijo De Ruse—, pero todavía no está todo, Zapparty.
Zapparty se encogió de hombros rápidamente, abrió ligeramente los ojos a la linterna, casi sonrió.
—¿Qué demonios quiere usted? ¿Trincar de las dos partes?
—Quiero que me señale con el dedo al pájaro que me trincó a mí… —dijo De Ruse—. Déjelo. Lo haré yo mismo.
Quitó el pie del estribo y lanzó la colilla a la oscuridad. Cerró de un portazo la puerta trasera y se metió delante. Nicky apartó la linterna, se instaló tras el volante y encendió el motor.
—A algún sitio donde pueda llamar a un taxi, Nicky —dijo De Ruse—. Luego te llevas a este a pasear otra horita y llamas a Francy. Te dejaré un recado allí.
El rubio meneó la cabeza lentamente de lado a lado.
—Eres un buen colega, Johnny, y me caes bien. Pero la cosa ya ha ido demasiado lejos por este camino. Me lo llevo a Jefatura. No te olvides de que en casa guardo una licencia de detective privado bajo las camisas viejas.
—Dame una hora, Nicky. Solo una hora.
El coche se deslizó colina abajo, cruzó la autopista Sunland y empezó a bajar otra cuesta en dirección a Montrose. Al cabo de un rato, Nicky dijo:
—Vale.
11
El reloj de control, al extremo de la mesa de la recepción de la Casa de Oro, decía que pasaban doce minutos de la una. El vestíbulo era español antiguo, con alfombras indias en rojo y negro, sillas con remaches y cojines de cuero y borlas en las esquinas; las puertas de olivo gris verdoso estaban provistas de unos toscos goznes de hierro forjado con correas.
Un empleado flaco y enjuto, con un bigote rubio engominado y un copete rubio apoyado en el escritorio, miró el reloj y bostezó, golpeándose en los dientes con el dorso de las uñas brillantes.
Se abrió la puerta de la calle y entró De Ruse. Se quitó el sombrero y lo sacudió, volvió a ponérselo y tiró del ala para abajo. Recorrió lentamente con los ojos el vestíbulo desierto, se acercó a la mesa y dio un golpe encima con la mano enguantada.
—¿Cuál es el número del bungalow de Hugo Candless? —preguntó.
El empleado pareció molestarse. Echó una mirada al reloj, a la cara de De Ruse, otra vez al reloj. Sonrió con aire de superioridad y habló con un ligero acento.
—Doce C. ¿Desea usted que le anuncie… a estas horas?
—No —dijo De Ruse.
Dio media vuelta, se alejó de la mesa y cruzó una puerta ancha con un rombo de cristal. Parecía la puerta de un excusado de alta categoría.
Al poner la mano en la puerta, un timbre sonó agudo a sus espaldas.
De Ruse miró hacia atrás, deshizo el camino y volvió junto al recepcionista. El hombre apartó la mano del timbre con bastante rapidez. Con voz fría, sarcástica, insolente, dijo.
—Si no le importa, esta no es de esa clase de casas de apartamentos.
Dos manchas visibles en los pómulos de De Ruse se pusieron de un rojo oscuro. Se inclinó sobre el mostrador, agarró al recepcionista por la solapa con galones y tiró del pecho del hombre hasta el borde del mostrador.
—¿Cómo era el chiste, maricón?
El recepcionista palideció, pero consiguió volver a hacer sonar el timbre con una mano indecisa.
Un gordinflón con el traje sin planchar y un tupé de pelo castaño apareció por un rincón del mostrador, blandió un dedo achatado.
—¡Eh! —dijo.
De Ruse soltó al recepcionista. Contempló sin expresión alguna la ceniza de cigarro en la chaqueta del gordinflón.
El gordo soltó:
—Soy el guardia de la casa. Tendrá que hablar conmigo si va a ponerse duro.
—Habla usted mi idioma —dijo De Ruse—. Vamos al rincón.
Fueron hasta un rincón y se sentaron al lado de una palmera. El gordinflón bostezó cordialmente, alzó la punta del tupé y se rascó debajo.
—Soy Kuvalick —dijo—. Hay veces que a mí también me gustaría atizarle al suizo ese. ¿De qué va la cosa?
—¿Eres de los que saben tener la boca cerrada? —preguntó De Ruse.
—No. Me gusta hablar. Es la única diversión que tengo en este rancho de turistas. —Kuvalick se sacó medio cigarro de un bolsillo y se quemó la nariz al encenderlo.
—Pues esta vez no la abras.
Metió la mano en la chaqueta, sacó la cartera, tomó dos de diez y se los enrolló alrededor del dedo índice. Luego se sacó el tubo y lo encajó en el bolsillo del pecho de la americana del gordinflón.
Kuvalick parpadeó pero no dijo palabra. De Ruse procedió.
—En el apartamento de Candless hay un individuo que se llama George Dial. Su coche está ahí fuera, y dentro tendría que estar él. Quiero hablar con ese Dial y no quiero dar mi nombre. Tú podrías acompañarme y quedarte conmigo.
El gordinflón dijo con cautela:
—Es bastante tarde. Igual está en la cama.
—Si es así, está en la cama equivocada —dijo De Ruse—. Tendría que levantarse.
El gordinflón se puso de pie.
—No me gusta lo que estoy pensando, pero me gustan tus papeles —dijo—. Entraré a ver si están levantados. Tú espera aquí.
De Ruse asintió. Kuvalick se fue andando pegado a la pared y se metió por una puerta de la esquina. Al caminar le asomaba por debajo de la chaqueta y a la altura de la cadera el grueso bulto cuadrado de una pistolera. El recepcionista lo siguió con la mirada. Después miró despectivamente a De Ruse y sacó una lima de uñas.
Pasaron diez minutos, quince. Kuvalick no volvía. De Ruse se levantó de repente, frunció el ceño y se dirigió a la puerta de la esquina. El empleado de la recepción se puso tieso y sus ojos se dirigieron al teléfono del mostrador, pero no lo tocó.
De Ruse cruzó la puerta y se encontró en un patio porticado. La lluvia goteaba suavemente de las tejas inclinadas del tejado. Cruzó un patio en medio del cual había un estanque oblongo recubierto con un mosaico de azulejos de colores alegres. Al final de ese, otros patios se encadenaban. Había luz en una ventana del extremo más alejado del patio de la izquierda. Se dirigió hacia ella, al albur, y cuando estuvo cerca descubrió el número 12 C en la puerta.
Subió dos peldaños y apretó con fuerza el timbre. No pasó nada. Al cabo de un momento volvió a llamar, luego probó la puerta; cerrada con llave. Creyó oír un débil sonido sordo y ahogado en el interior.
Se quedó un momento bajo la lluvia. Después fue a la parte trasera del bungalow por un pasadizo estrecho y muy mojado. Probó la puerta de servicio; cerrada también. De Ruse soltó un taco, se sacó la pistola de debajo del brazo, colocó el sombrero contra el panel de cristal de la puerta de servicio y golpeó el cristal con la culata de la pistola. Los cristales cayeron al interior tintineando débilmente.
Apartó la pistola, se puso el sombrero en la cabeza y alargó la mano a través del cristal roto para soltar el cerrojo de la puerta.
Era una cocina amplia y luminosa con azulejos negros y amarillos y con aspecto de usarse más que nada para preparar bebidas. En el escurridor alicatado había dos botellas de Haig & Haig, una botella de Hennessy y tres o cuatro tipos de licores vistosos. Un pequeño vestíbulo con la puerta cerrada conducía a la sala de estar. Allí había un piano de cola en una esquina con una lámpara encendida a su lado. Otra lámpara descansaba en una mesa baja con vasos y bebidas. En la chimenea ardía un fuego de leña moribundo.
Los ruidos de golpes sordos se hicieron más intensos. De Ruse atravesó el salón y cruzó una puerta abierta con marco de cenefa que daba a otro vestíbulo y luego a un dormitorio forrado de bonita madera. El ruido de golpes procedía de un armario. De Ruse abrió la puerta del armario y vio a un hombre.
Estaba sentado en el suelo con la espalda apoyada en una selva de vestidos colgados de sus perchas. Tenía las muñecas atadas a la espalda. Era un hombre muy calvo, tan calvo como el crupier del Club Egypt.
De Ruse lo miró con mirada áspera, luego sonrió de repente, se agachó y lo soltó.
El hombre escupió un trapo mojado que tenía en la boca, soltó un gran taco y se sumergió entre la ropa del fondo del armario. Reapareció con algo peludo bien agarrado en la mano, lo alisó bien y se lo puso en el cráneo sin pelo.
Eso le convirtió en Kuvalick, el detective de la casa.
Se puso de pie sin dejar de soltar tacos y se apartó de De Ruse con una sonrisa tensa y alerta en la cara gruesa. La mano derecha saltó a la pistolera de la cintura.
De Ruse extendió las manos abiertas.
—Cuenta. —Y se sentó en un pequeño sillón calzador tapizado de chintz.
Kuvalick se quedó mirándolo un momento en silencio. Acto seguido, apartó la mano de la pistola.
—Hay luces —comenzó—. Así que aprieto el botón. Abre un tipo alto moreno. Le he visto muchas veces por aquí. Es Dial. Le digo que hay un tipo ahí afuera, en recepción, que quiere verle en plan muy secreto, pero que no da el nombre.
—Y por eso te dio con la porra —comentó secamente De Ruse.
—Todavía no, pero pronto —sonrió Kuvalick, y escupió otro trozo de tela de la boca—. Doy tu descripción. Ahí me gano el porrazo. Sonríe un poco raro y me dice que entre un momento. Paso a su lado, cierro la puerta y me mete una pistola en los riñones. Me dice: «¿Dice que toda la ropa que llevaba era oscura?». Y yo le digo: «Sí. ¿Y para qué es la pipa?». Y me dice: «¿Tiene los ojos grises y el pelo negro y como rizado y sonríe apretando los piños?». Y yo le digo: «Sí, cabrón, ¿y para qué es la pipa?».
»Me dice —continuó—: «Para esto», y me atiza en mitad de la nuca. Me caigo medio grogui pero no del todo. Entonces aparece la chorba de Candless por una puerta y entre los dos me atan y me meten en el armario. Los oigo enredar por aquí un rato y luego solo oigo silencio. Y entonces es cuando tú tocaste el timbre.
De Ruse puso una sonrisa perezosa, contenta. Tenía el cuerpo bien relajado en la silla. Su postura se hizo aún más indolente y sin prisas.
—Se esfumaron —dijo con voz suave—. Tú les diste la pista. No creo que fuera muy inteligente.
—Estuve un tiempo de detective en la Wells Fargo, y puedo aguantar sustos —dijo Kuvalick—. ¿En qué andaban esos dos?
—¿Qué clase de mujer es la señora Candless?
—Morena, vistosa. Muy caliente, como dice el colega. Un tanto gastada y tensa. Tenían un chófer nuevo cada tres meses. También hay otro par de individuos en la casa que le gustan. Apuesto a que uno de ellos es ese gigoló que me sacudió.
De Ruse miró el reloj, asintió y se inclinó hacia delante para levantarse.
—Supongo que es hora de ir a buscar a la pasma. ¿Tienes algún amigo al que quieras contarle una bonita historia de secuestros?
—Todavía no —dijo una voz.
George Dial apareció de pronto y se quedó de pie muy quieto con una automática larga, fina, y con silenciador en la mano. Tenía los ojos brillantes y airados, y su dedo de color limón asía firmemente el gatillo de la pequeña pistola.
—No nos esfumamos —aclaró—. Todavía no estábamos bien preparados. Pero puede que no sea una mala idea… para vosotros dos.
La mano regordeta de Kuvalick saltó en busca de la pistolera.
La pequeña automática con el tubo negro sonó por dos veces con un ruido plano y apagado.
Una nubecilla de polvo se levantó en la pechera de la chaqueta de Kuvalick. Las manos se le apartaron de los costados de un salto y sus ojillos se abrieron de par en par como unas semillas que saltan de su vaina. Cayó pesadamente contra la pared y quedó tumbado inmóvil sobre el costado izquierdo, con los ojos medio cerrados y la espalda contra la pared. El bisoñé se le torció para un lado.
De Ruse lo miró de reojo y después volvió a Dial. Su cara no mostraba emoción alguna. Ni siquiera cierta excitación.
—Eres un loco y un tonto, Dial. Con eso has matado tu última oportunidad. Podrías haberte tirado un farol. Pero no es tu única equivocación.
—No —dijo Dial con calma—. Ahora me doy cuenta. No tendría que haber mandado a los muchachos detrás de ti. Lo hice solo por darme un capricho. Eso pasa cuando no eres un profesional.
De Ruse asintió ligeramente y miró a Dial de un modo casi amistoso.
—Solo por capricho, ¿eh? ¿Quién te contó que el juego se había ido al garete?
—Francy… y se tomó un tiempo del demonio para contármelo. Me voy fuera, así que no podré darle las gracias en una temporada.
—Eso creo —dijo De Ruse—. Pero no vas a marcharte del estado. No vas a tocar siquiera un céntimo del dinero del gran hombre. Ni tú, ni tus colegas, ni tu mujer. A la poli le están contando la historia… en este mismo momento.
—Saldremos limpios —dijo Dial—. Tenemos bastante para circular, Johnny. Hasta la vista.
La cara de George Dial se puso tensa y lanzó la mano hacia arriba con la pistola en ella. De Ruse entrecerró los ojos, se preparó para el golpe. La pistolita no disparó. Se oyó un frufrú a espaldas de Dial y apareció en la habitación una mujer alta y morena con un abrigo de piel gris. Llevaba un sombrerito en equilibrio sobre el pelo oscuro, anudado en la parte alta de la nuca. Era bonita en un estilo, digamos, enjuto, muy delgado. El lápiz de labios de su boca era negro como el hollín; no había color en sus mejillas. Tenía una voz fría y perezosa que no conjugaba con su expresión tirante.
—¿Quién es Francy? —preguntó con frialdad.
De Ruse abrió los ojos de par en par, el cuerpo se le puso tieso encima de la silla e inició un movimiento de la mano derecha hacia el pecho.
—Francy es mi novia —declaró—. El señor Dial ha estado intentando apartarla de mí. Pero eso está arreglado. Es un mozo apuesto y seguro que tendrá dónde escoger.
El rostro de la mujer se oscureció de pronto y se le puso una expresión feroz, furibunda. Agarró con rabia el brazo de Dial que sostenía la pistola.
De Ruse se lanzó hacia la sobaquera y pudo sacar el treinta y ocho. Pero no fue su pistola la que resonó. Tampoco la automática con silenciador de la mano de Dial; fue el enorme Colt militar, con un cañón de ocho pulgadas y un bramido como de una bomba, el que se disparó desde el suelo, junto a la cadera derecha de Kuvalick. Sonó solo una vez. Dial salió lanzado hacia atrás contra la pared como impulsado por la mano de un gigante. La cabeza se le aplastó contra la pared y en un instante su guapa cara morena era una careta de sangre.
Cayó inerte, apoyado contra la pared, y la pequeña automática del tubo negro cayó delante de él. La mujer morena se lanzó a por ella, se quedó a cuatro patas delante del cuerpo despatarrado de Dial. La agarró, empezó a levantarla. Tenía la cara convulsa, los labios hacia atrás enseñando unos dientes de loba que relucían.
La voz de Kuvalick dijo:
—Soy un tipo duro. Fui detective de la Wells Fargo.
El gran cañón tronó de nuevo. Arrancó un grito punzante de los labios de la mujer. El cuerpo cayó derribado sobre Dial. Los ojos se le abrieron y cerraron. Se abrieron y cerraron. La cara se le puso blanca y vacía.
—Tiro al hombro. Está bien —dijo Kuvalick, y se puso de pie. Abrió la chaqueta de un tirón y se dio una palmada orgullosa en el pecho.
—Chaleco antibalas. Pensé que sería mejor quedarme un rato cuerpo a tierra, no fuera a pegarme un tiro en la cara.
12
Francine Ley bostezó, estiró una larga pierna envuelta en un pijama verde y se miró la fina zapatilla verde en el pie desnudo. Bostezó otra vez, se puso de pie y cruzó nerviosa la habitación hasta el escritorio en forma de riñón. Se sirvió una copa, la bebió deprisa, con un estremecimiento seco y nervioso. Tenía la cara cansada y demacrada, los ojos vacíos; ojeras oscuras debajo de los ojos.
Miró el relojito que llevaba en la muñeca. Eran casi las cuatro de la mañana. Todavía con la muñeca levantada se dio media vuelta al oír ruido, apoyó la espalda en el escritorio y empezó a respirar muy deprisa, jadeante.
De Ruse entró a través de las cortinas rojas. Se paró y la miró sin expresión, luego se quitó lentamente el sombrero y el abrigo y los dejó sobre una silla. Se quitó la chaqueta del traje y la pistolera marrón que colgaba del hombro y se fue hasta las bebidas.
Olisqueó un vaso, llenó un tercio de whisky y se lo tragó de un golpe.
—Así que tuviste que avisar al canalla ese —soltó con aire sombrío, contemplando el vaso vacío en su mano.
—Sí —dijo Francine Ley—. Tuve que telefonearle. ¿Qué pasó?
—Tuviste que telefonear a ese canalla —repitió De Ruse exactamente en el mismo tono—. Sabías de sobra que estaba mezclado en el asunto. Preferías que se librara él aunque para hacerlo tuviera que dejarme frío a mí.
—¿Estás bien, Johnny? —le preguntó con voz suave, cansada.
De Ruse no contestó, no la miró. Dejó el vaso lentamente en la mesa y echó un poco más de whisky dentro, le añadió agua de seltz, fue en busca de hielo. Como no encontró, empezó a beberse la copa con los ojos puestos en la blanca parte de arriba del escritorio.
Francine Ley dijo:
—No hay un solo tipo en el mundo que no necesite que le des un poco de ventaja, Johnny. No le valdrá de nada, pero si lo conozco, sé que hay que dársela.
—Fenomenal. Solo que yo no soy tan bueno como dices. Ahora mismo estaría fiambre si no fuera por un ridículo detective de hotel que para trabajar utiliza un Buntline especial de reglamento y chaleco antibalas.
Al cabo de un ratito Francine Ley dijo:
—¿Quieres que me esfume?
De Ruse giró rápidamente hacia ella, volvió a mirar a otra parte. Dejó el vaso y se apartó del escritorio. Le dijo, mirando hacia atrás:
—No del todo si sigues contándome la verdad.
Se sentó en un sillón mullido, apoyó los codos en los brazos y metió la cara entre las manos. Francine Ley le miró un momento, luego se le acercó y se sentó en uno de los brazos del sillón. Le tiró suavemente de la cabeza para atrás hasta que la tuvo contra el respaldo del sillón. Empezó a acariciarle la frente.
De Ruse cerró los ojos. El cuerpo se le aflojó y relajó. La voz empezó a sonarle adormilada.
—Tal vez me hayas salvado la vida en el Club Egypt. Supongo que eso te dio derecho a dejar que ese guaperas probase puntería conmigo.
Francine Ley le acarició la cabeza sin decir nada.
—El guaperas está muerto —siguió De Ruse—. El sabueso ese le reventó la cara de un tiro.
La mano de Francine Ley se detuvo. Al cabo de un momento siguió acariciándole la cabeza.
—La mujer de Candless estaba metida. Parece que es una caliente. Quería la pasta de Hugo, y quería a todos los hombres del mundo menos a Hugo. Gracias a Dios que a ella no se la cargaron. Habló cantidad. Igual que Zapparty.
—Sí, mi amor —dijo Francine Ley con calma.
—Candless está muerto —continuó De Ruse tras un bostezo—. Ya estaba muerto antes de que empezásemos. Lo único que querían de él era verle muerto. A Parisi no le importaba ni una cosa ni la otra siempre y cuando le pagasen.
—Sí, mi amor —dijo Francine Ley.
—Te contaré el resto por la mañana —dijo De Ruse con voz espesa—. Supongo que Nicky y yo estamos en deuda con la ley… Vayamos a Reno, casémonos… Estoy harto de esta vida de gato salvaje… Ponme otra copa, nena.
Francine Ley no se movió, salvo para seguir pasando los dedos con suavidad hacia atrás por la frente y las sienes. De Ruse se arrellanó más en la silla. La cabeza le rodó hacia un costado.
—Sí, mi amor.
—No me llames mi amor —dijo De Ruse con voz espesa—. Llámame soplón.
Cuando estuvo completamente dormido, Francine Ley se levantó del brazo de la butaca y se sentó a su lado. Se sentó muy quieta y lo miró con la cara metida entre sus manos largas y delicadas de uñas color cereza.
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