—A manera de prólogo—
En una noche oscura con ansias, en amores inflamada, !Oh dichosa ventura!, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada.[i]
El cuerpo escindido
Ambigüedad, misterio, extrañeza: esas son las palabras que habitualmente nos asaltan al acercarnos a la escritura de Juan de Yepes y Álvarez (1542-1591), canonizado por la Iglesia Católica como San Juan de la Cruz. ¿Qué tiene la obra de este fraile carmelita que fascina lo mismo al «poeta puro» Jorge Guillén que al comunista Gabriel Celaya, al presbítero Ángel Gaztelu y a la filósofa María Zambrano? Y el asombro crece cuando descubrimos que ni siquiera se refieren estos autores y otros muchos, al conjunto de sus poemas y tratados —que todos juntos caben en un tomo no demasiado grueso— sino básicamente a tres poemas que la tradición —pues los títulos con los que se editan no es seguro que los pusiera el autor— conoce como «Noche oscura», «Cántico espiritual» y «Llama de amor viva» ¿Bastan 49 estrofas para dar a alguien ese lugar tan especial en la literatura universal?
Esta edición de algunas de sus páginas no procura esclarecer tal enigma. Precisamente el mayor de los dones de la poesía es el misterio. Vamos por otro camino, el de ofrecer al lector, con discreta pedagogía, algunas pistas para leer a un autor del siglo xvi cuya influencia sigue siendo notoria en nuestra época. De él no se habla como de Lope, Calderón o Gracián, como parte de un pasado histórico, sino siempre desde un apasionado presente.
Cuentan que poco después de fallecer el fraile en Úbeda, este monasterio y el de Segovia se disputaron sus restos mortales y se llegó a la solución «salomónica» de serrucharlo por la mitad, de modo que cada cual tuviera su porción del cuerpo para venerarlo como santo y que tomó mucho tiempo el poder restituir sus piernas aserradas al resto de los despojos. Esta porfía parece una alegoría de otra, mucho mayor, que no lleva trazas de concluir: dos tendencias contrapuestas buscan retener para sí su escritura, una, llamada «exenta», asegura que es posible leer a un Juan de Yepes al margen de sus aspiraciones espirituales, como poeta erótico, transgresor encubierto de lo mismo que predicaba, hasta el punto de considerar los tratados en que procuraba explicar sus versos, como simples maniobras de distracción para las autoridades eclesiásticas. El lado más extremo de esta tendencia hace de él no solo un heterodoxo, sino un cobarde y un hipócrita. Del otro lado están los exégetas espirituales de san Juan de la Cruz, que se aproximan a su escritura con un signo inverso: su poesía es pre-texto para una enseñanza espiritual, su riqueza simbólica en realidad no es sino un grupo de alegorías que sirven para su magisterio de guía espiritual y en el extremo de esta vertiente están los que llegan casi a ocultar su obra para ofrecer sólo al vulgo un asceta implacable, elevado en los retablos por encima de las cabezas del común de los mortales. ¿Será que no es posible un equilibrio?
Estas escisiones comenzaron en los propios días de la muerte del carmelita. Mientras muchísimos clamaban porque se abriera el proceso de beatificación del fraile y se arrebataban sus reliquias, su tratado Cántico espiritual era ocultado en las penumbras conventuales, pues podía resultar sospechoso para los inquisidores, por ello se excluyó de la edición príncipe de sus escritos, aparecida en 1618 y sólo pudo darse a la luz, por primera vez, gracias a una de las hijas espirituales de Juan, la Madre Ana de Jesús, en Bruselas, traducido al francés, en 1627.
Vivir en la historia
Vida y escritura están fuertemente entrelazadas en Juan de Yepes. Resulta difícil periodizar su existencia, en extremo breve, aunque llama la atención la coherencia de sus actos y escritos a lo largo de cuarenta y nueve años de una andadura vital donde no parecen haber existido tanteos, errores, vueltas al pasado, como si desde sus primeros pasos hubiera sido guiado por metas y principios en extremo seguros.
Un tanto arbitrariamente podemos discernir que entre 1542 y 1563, es decir, desde su nacimiento en un mísero hogar de tejedores en Fontiveros hasta la entrada en el convento de frailes carmelitas de Medina del Campo con el nombre de fray Juan de Santo Matía, hay una etapa en la que se define con bastante nitidez su personalidad, traducida en valores como: fervor religioso, laboriosidad, afán caritativo, que más perfilados, serán en años próximos sus motores esenciales.
Después, entre 1564 y 1578, se extiende un período de maduración que incluye: los años en la Universidad de Salamanca, donde recibe la única preparación intelectual sistemática de su vida, pero también su ordenación sacerdotal en 1567 y su encuentro en ese mismo año con santa Teresa. Es ella quien le convence para llevar a cabo la reforma de la rama masculina del Carmelo: primero, a partir de una fundación «modelo», el convento de Duruelo. Luego, la rectoría en Alcalá de Henares y por fin, entre 1577 y 1578, la persecución por los frailes calzados —renuentes a la acción teresiana— y la prisión en el monasterio de Toledo. Es notable cómo este último incidente sirve de catalizador para que, torturado por la soledad humana y espiritual, se volcara sobre el papel ese caudaloso río soterrado que aflora en los versos de la «Noche oscura» y en una parte del «Cántico espiritual».
Después de su legendaria fuga de la prisión, es como si ya todo lo hubiese aprendido allí. Marcado por una ascética fidelidad, sigue su itinerario de reformador: Baeza, Granada, Segovia, hasta su tránsito final por Jaén y Úbeda y, mientras tanto, se van haciendo sus grandes páginas de prosa, donde se exprime cada experiencia hasta afinarla en un mensaje espiritual: «Subida del Monte Carmelo», «Noche oscura», «Cántico espiritual», «Llama de amor viva». Sorprende que versos relativamente breves y escritos como en un arrebato, necesitan después decenas de páginas de sutil discurso para desentrañarlos, a pesar de ser creados al vuelo en medio de los afanes fundacionales. Pareciera que en una iluminación hubiera podido aprehender toda la sabiduría y apenas le alcanzara después la vida para poder legarla al mundo.
El escritor trabaja en tiempos agitados. En 1520 Lutero ha proclamado la Reforma protestante. Bajo el cisma religioso, Europa vive profundas convulsiones políticas, las guerras entre monarcas y aún la represión de las rebeliones internas se hacen en nombre de la religión. El catolicismo procura reordenar sus presupuestos teológicos en el accidentado Concilio de Trento que se extiende de 1545 a 1563, con la continua interrupción de los monarcas «protectores» que quieren ver refrendados por él sus principales intereses. De allí surge la Contrarreforma que es a la vez política mundana, orientación teológica, legislación contra los disidentes e inclusive concepción del arte en función de la propaganda: un arte barroco, teatral, de talla titánica, que aprovecha todo el efectismo de lo mundano, destinado a advertir a los enemigos, desde Madrid hasta Viena y Praga, que se enfrentan a un poder antiguo e inconmovible.
Los tribunales de la Santa Inquisición, ya existentes desde antiguo, salen refrendados del Concilio. En España, esta estructura, temida aún por reyes y prelados, tiene facultades casi omnímodas, no son sólo sospechosos los que imprimen o hacen pasar por las aduanas libros de naciones protestantes, o los que practican en secreto las normas del Islam o la Ley mosaica, sino también los intelectuales que quieren examinar con libertad las cuestiones sagradas. La decisión de un grupo de frailes agustinos, encabezados por fray Luis de León, de estudiar la Biblia a partir de sus textos en las lenguas originales, para corregir las interpretaciones deficientes que vienen de la traducción latina, y divulgarla en castellano en versiones filológicamente correctas, desata una polémica que durante años conmueve la Universidad de Salamanca, esta es atizada por los frailes dominicos, formalistas y conservadores, quienes logran en 1572 que el célebre profesor y sus más cercanos colaboradores sean llevados a la prisión inquisitorial de Valladolid. La misma Santa Teresa de Jesús fue acusada de heterodoxia por la temible Ana de Mendoza, Princesa de Eboli, quien facilitó al Tribunal como prueba de ello, el manuscrito de su vida. Contradictoriamente, filosofía racionalista y espiritualidad florecen por igual en el reino español. Es la época de Juan Luis Vives (1492-1540), católico de proyección humanista y a la vez pensador crítico, considerado como actualizador del método filosófico antes que Descartes y Bacon. El espíritu renacentista cala con fuerza en la renovación de la mística: la introspección y el conocimiento más profundo de la interioridad humana se alzarán como antecedentes de Pascal, Unamuno y Schopenhauer. Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, Juan de Ávila, Malón de Chaide, relatan sus experiencias en prosa o verso, se hacen eco de un cristianismo de nuevo cuño, auténtico, apasionado. Siempre considerados bajo sospecha, son grandes solitarios en un campo de batalla, donde están, de un lado la ignorancia y la superstición de las grandes masas, y del otro, la venalidad o el fanatismo de las estructuras de poder, sin embargo, estas voces que parecían débiles, se erigieron en verdaderos reformadores eclesiales y antecesores del cristianismo moderno.
¿Pero cómo vivir y hacer obra tan rica en medio de tantos peligros? Inquisidores celosos, frailes torpes, nobles entrometidos, todo pudo sortearlo el religioso, no sin ir dejando la vida a jirones en la medida en que hacía su doble obra: la reforma de la rama masculina del Carmelo, que se manifestó de forma menos visible en la formaión espiritual de un pequeño conjunto de discípulos y discípulas, y la escritura de una obra que para él era una necesidad de testimoniar su propia trayectoria y a la vez de orientar, conducir, mostrar el difícil camino hacia la perfección del espíritu. No lo detienen ni la endeblez física, ni las prisiones, ni la hostilidad de aquellos que se aprovechan de su labor y obtienen cargos y honores mientras a él van arrojándolo en la sombra.
San Juan de la Cruz se va disolviendo en su escritura. Se nos hace casi invisible, para que podamos ocuparnos mejor de lo que considera fundamental: la Subida del Monte o camino hacia la unión perfecta con Dios, a través de la noche oscura del alma. El que, al decir de un estudioso de su vida, Teófanes Egido, le construyeran una «santidad barroca», llena de penitencias extremas y extraños milagros, era un procedimiento habitual de aquellos siglos para lograr que su proceso de canonización progresara, sin que las autoridades pontificias escrutaran demasiado su peligrosa escritura. Pero esa no era su culpa, sino la de los que preferían verlo tranquilo en una peana, esculpido como imagen de talla heroica y no como un maestro espiritual vivo y actuante.
Mística y poesía
Nacido en una época donde la cultura española mostró la más fuerte ansia de espiritualidad, fuera en los monumentos catedralicios de Juan de Herrera y Gil de Hontañón, en la pintura, mitad fuego, mitad devoción bizantina de El Greco o en las partituras para voces angélicas de Tomás Luis de Victoria, Juan de Yepes los deja atrás a todos porque ha encontrado voz para lo inefable: le ha sido dado comunicar en el lenguaje humano de la poesía, su experiencia mística, que es en sí misma intraducible. Por eso emplea las imágenes del amor humano para darnos aunque sea una sombra de lo que ha descubierto en el divino. Como señalara Unamuno en su ensayo «La mística española»:
La estética de nuestros místicos culmina en el amor, y aunque este amor aparezca no pocas veces en ellos con la vestidura del amor platónico, ideal, del amor hecho idea, del amor al amor mismo, palpita en el fondo el amor concreto, real y doloroso, el amor por excelencia que, precisa decirlo, no puede comprenderlo bien el hombre sino bajo forma de amor a mujer, o a hombre si de mujer se trata. El sentimiento del amor es de origen sexual en nosotros, por muy depurado y sublimado que se nos presente. Apenas hay un místico nuestro que no comentase el «Cantar de los cantares»[ii].
Su actividad como escritor duró aproximadamente diez años: 1576-1586 —si descartamos su última redacción del comentario a «Llama de amor viva»—, por eso resulta absurdo el hablar de etapas en ella. A esto se une lo contradictorio de las fechas de composición atribuidas a cada poema, que no arrojan, en general, verdadera luz sobre su evolución estilística. De ahí que sea preferible, si atendemos a la unidad de pensamiento y calidad literaria en ella, una agrupación de los textos hecha con doble propósito: según su estructura formal y a la vez por la función a que parecen destinados, sin atender a su polémica cronología.
Lo primero que resulta notable en su poesía es que apenas tiene contacto con lo que en sus tiempos, y aún en los nuestros, se le llama «poesía religiosa». En todo caso, se pueden clasificar como tales sus romances inspirados en el inicio del Evangelio de Juan, el que parafrasea el salmo 136: «Sobre los ríos de Babilonia…» y, en cierto modo, su versión «a lo divino» de la canción del pastorcito. Pero en sus textos fundamentales no hay alusiones visibles ni a cuestiones doctrinales, litúrgicas o escriturísticas. Sus tres poemas mayores en ese sentido se valen, con singularísimo acierto, del recurso de la ambigüedad, proponiéndoselo o no, logra poner en práctica ese recurso que según Roman Jakobson, «confiere a la poesía su esencia simbólica, compleja, polisémica, que íntimamente la permea y organiza»[iii].
El segundo aspecto que merece resaltarse es la unidad entre la intención o destino de ella y sus estructuras formales: romances, glosas, liras, se agrupan, con escasas excepciones, según la función que ocupan dentro de un plan o sistema trazado con extremo rigor por el santo, hasta el punto de que sintamos que nos está guiando de la mano hacia un sentido general sobre el que quiere llamar nuestra atención, lo que no permite saltar u omitir un peldaño por el riesgo de quebrar tan bien diseñada escala.
Aunque consagrado a la soledad orante de la vida conventual, el fraile era un conocedor de los usos de la poesía cortesana. A diferencia de su mentora Santa Teresa, su obra no presume de coloquial y mucho menos se ciñe a la tradición de la poesía popular —aunque nos haya legado excelentes romances y coplas—, sus textos fundamentales muestran especial apego por el refinado molde estrófico de la «lira» tal y como supieron adaptarla a la lengua Española Garcilaso y Boscán, a partir de la tradición italiana. Para nuestro poeta, la altura mística de sus asuntos tiene que corresponderse con el más exquisito refinamiento formal.
De la poesía cortesana hereda también la voluntad de juego intertextual: sus poemas no rehuyen el dialogar con otros textos, muy conocidos por los lectores de su tiempo, muchas veces para cambiarles el sentido o enriquecerlo de manera muy peculiar. Cuando escribe en la cárcel en 1578, sus «Coplas del alma que pena por ver a Dios», lo hace glosando una coplilla, que con mínimas variaciones circulaba de boca en boca desde hacía muchos años: «Vivo sin vivir en mí,/ Y de tal manera espero,/ Que muero porque no muero»[iv] y que Santa Teresa había glosado con muchísimo éxito en 1573[v]. A la manera de los círculos renacentistas, el escritor trabaja como comentador y prolongador de un conjunto de textos que son patrimonio del grupo y su originalidad está en el descubrimiento de nuevas claves y resonancias en ellos.
Dámaso Alonso ha comprobado, por ejemplo, la compleja relación que con otros textos de su tiempo tiene su poema «Otras canciones a lo divino de Cristo y el alma», escrito antes de 1584. El erudito español ha señalado la cercanía de esos versos con los de una canción profana que estaba recogida en el Cancionero classence de Rávena y que dejó su huella en un pasaje de la «Égloga segunda» de Garcilaso y más aún, con la versión «a lo divino» que de esta hiciera Sebastián de Córdoba en su libro Obras de Boscán y Garcilaso trasladadas a materias cristianas y religiosas, publicado en Granada en 1575 y del que hiciera nuestro escritor deleitosa y frecuente lectura[vi].
¿Qué hay pues de original en ese poema misterioso?
Un pastorcico, solo, está penado,
ajeno de placer y de contento,
y en su pastora puesto el pensamiento,
y el pecho del amor muy lastimado[vii].
Lo novedoso no está en el tópico del pastor triste por penas de amor, ni siquiera en que la escena pueda ser leída alegóricamente como la Pasión de Cristo, sino en la belleza equilibrada y plástica del poema, donde el maravilloso sentido de lo dramático se expresa con una economía verbal no menos prodigiosa. Si no fuera por el título —puesto por algún copista posterior— no podríamos definir exactamente si estamos ante una canción sagrada o profana, esta ambigüedad, fortalece la densidad simbólica del poema y le comunica un misterio, nos movemos en un mundo de la totalidad, en ese momento en que no había sido escindido por la cultura humana el sentido de lo sagrado de la vida cotidiana. Como escribe Cintio Vitier en su comentario al libro de Bruce W. Wardropper, Historia de la poesía lírica a lo divino en la cristiandad occidental:
[…] la divinización de coplas populares se funda en la vivencia de un misterio entrañablemente cristiano: el de la continua alusión de las situaciones típicas del mundo a las situaciones eternas de la vida y pasión de Cristo. O, en otras palabras: el misterio de la encarnación de un oscuro sentido que por sí mismo, y antes de que intentemos interpretarlo como «versión» o «figura», hinche siempre las palabras tocadas de simplicidad y transparencia intuitiva[viii].
La concisión, la sabiduría en el manejo de la rima, el lenguaje muy escogido para trasmitir un dolor sin estridencias, confieren una excepcional belleza a este poema, que sólo puede mirarse como «menor» dentro de su obra porque en otros textos alcanzó cumbres inesperadas.
Si san Juan de la Cruz hubiera escrito únicamente tres poemas: «Noche oscura del alma», «Cántico espiritual» y «Llama de amor viva», con sus respectivos comentarios, ellos hubieran justificado su condición de escritor excepcional. Obras de insólita madurez, forma y contenidos en ellas están equilibrados a la perfección, la trabazón interna en el caso de los poemas es tal que resulta difícil hasta extraer de ellos una cita por el riesgo de quebrar su discurso lógico o deshacer el encanto que emana de tal prodigio de síntesis y sugerencia. No en vano provocaron en el bilioso crítico Menéndez y Pelayo «un religioso terror» e hicieron exclamar a Dámaso Alonso:
Pero lo que no ha habido nunca ha sido un místico que uniera a la más alta contemplación la más alta intuición artística, como se unen en san Juan de la Cruz. Por eso estos poemas que del lado literario son ya un prodigio, representan al mismo tiempo —recuérdense las palabras de Menéndez y Pelayo— el soplo, la inspiración del Espíritu de Dios sobre la lengua de los hombres. Y después del análisis, al acercarme a ellos en su conjunto, en su hermosura y en su grandeza, vuelvo a sentir espanto[ix].
Sin embargo, san Juan es un místico peculiar. Su obra no es la de un visionario, inclusive llegó a escribir sobre los peligros de ciertas sugerencias sobrenaturales que podían tener origen diabólico, aunque al alma le pareciese lo contrario. Tampoco se asemeja a los místicos alemanes y flamencos —Ecckart, Tauler, Ruysbroeck—, quienes en sus éxtasis llegan a cortar el contacto con lo real. Nuestro autor no se abandona a lo inefable, posee un «buen sentido» castellano, agudo y crítico, que le evita las sugestiones fantasiosas y el inútil regodeo en lo sobrenatural que muchas veces aparta de la idea esencial de Dios. Es lo que acertadamente ha llamado Gabriel Celaya «la poesía de vuelta», la base un «nuevo realismo», nacido de la recuperación del «objeto» después de la alta experiencia místico-poética:
Aunque es evidente, siempre tendemos a olvidar que san Juan de la Cruz no era un literato. Sus Canciones resumían una experiencia y —objetivándola— se constituían en una doctrina. Por eso las monjas del Carmelo se las aprendían de memoria; por eso él las comentaba y explicaba; por eso existe una poesía tradicional carmelitana. El «objeto recobrado» de san Juan de la Cruz es por todo ello —poesía en equipo, poesía oída más que leída, poesía dirigida, poesía que nos enseña las verdaderas relaciones de la experiencia vivida con el poema, poesía comprometida— una puerta abierta hacia el nuevo realismo[x].
Lo asombroso es que el autor no queda preso en las redes de la simple alegoría didáctica, escribe con el lenguaje más alto, el del amor y traduce con imágenes humanas y carnales lo inefable. La poesía amatoria renacentista de Garcilaso y Boscán, los cancioneros cortesanos y también, como demostrara el arabista Miguel Asín Palacios, la mística de los sufíes del antiguo reino moro de Granada, pesan sobre su mano, cuando escribe con una sensualidad sin recato:
El aire del almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.
Quédeme y olvídeme,
el rostro recliné sobre el Amado:
cesó todo y déjeme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado[xi]
Algo semejante sucede en el «Cántico espiritual»: sorprendido va el lector, de conjetura en conjetura, con el alma en vilo, después de aventurarse por «las ínsulas extrañas» y «los ríos sonorosos», en cuarenta estrofas, quizás las más encendidas de la poesía amatoria española, para descubrir al cabo que la visión extática del místico va acompañada por una gozosa visión de lo corporal.
No olvidemos que entre las principales fuentes del «Cántico espiritual» está el «Cantar de los cantares bíblico», que mantiene, a su vez, mucho del tono de los antiguos epitalamios que le dieron origen y cuya lectura fue una de las motivaciones principales de los místicos españoles. De los más notables —y escandalosos— signos de la renovación espiritual castellana en el Renacimiento estuvo la relectura humanista de la Sagrada Escritura que alcanza su momento más polémico en la traducción y comentarios que hiciera fray Luis de León del Cantar. En el «Prólogo» a este volumen tan perseguido por la Inquisición, el fraile agustino no teme señalar:
Aquí se ven pintados al vivo los amorosos fuegos de los divinos amantes, los encendidos deseos, los perpetuos cuidados, las recias congojas que la ausencia y el temor en ellos causan, juntamente con los celos y sospechas que entre ellos se mueven. Aquí se oye el sonido de los ardientes suspiros, mensajeros del corazón […] Y en breve todos aquellos sentimientos que los apasionados amantes probar suelen, aquí se ven tanto más agudos y delicados cuanto más vivo y acendrado es el divino amor que el mundano[xii].
El erudito agustino, por si acaso, no deja de señalar los peligros que su lectura puede ocasionar a los «mancebos» y a los que no están «muy adelantados y muy firmes en la virtud», pero se encarga de recordarnos que «debajo de amorosos requiebros explica el Espíritu Santo hasta la Encarnación de Cristo y el entrañable amor que siempre tuvo a su Iglesia, con otros misterios de gran secreto y de gran peso»[xiii].
Precisamente esa unidad del sensual requiebro del amor mundano con el misterio del amor divino se conserva en la poesía de san Juan de la Cruz. Es eso lo que ayuda a explicar que su poesía tenga no sólo una altura literaria tan excepcional sino esa capacidad de convocación aún entre aquellos que no comparten su catolicismo. Por eso Pedro Salinas pudo escribir:
San Juan de la Cruz inventa la poesía más rica en extrañeza y misterio de visión. Su mundo, en el aire, colgado entre lo irreal y lo real por los hilos de las palabras exactas y las metáforas incalculables, en unos versos se nos hace el nuestro, familiar, conocido; y de pronto, en otros nos asombra por lo ajeno, por lo remoto, por lo imposible. Con materiales sensibles, con seres y cosas vistos nos abre las más largas, misteriosas y penetrantes avenidas hacia una simbólica de la vida arrebatada por amor[xiv].
El «Cántico» no oculta jamás la dimensión erótica que lo anima. Eros apasionado, buscador, nutrido de Dios y de su creación, moviéndose entre la pérdida y el hallazgo, su aparente olvido de lo palpable es en realidad, no una pérdida, sino una adquisición: el hombre va hacia lo más alto desprendiéndose de muchas ataduras pero no perdiendo toda su experiencia anterior, el tránsito exterioridad-interioridad se completa con una vuelta a lo externo, con un crecimiento que atañe no sólo al alma sino a toda la plenitud humana. Como ha escrito Ángel Gaztelu en su trabajo, lamentablemente casi desconocido, «San Juan de la Cruz en su Noche», publicado en la revista Nadie parecía —dirigida por este autor y José Lezama Lima—
Poeta en la más alta acepción de la palabra, se sitúa frente a las cosas, penetra sus signos entrañables e intuyendo sus notas esenciales de la belleza, capta sus calidades y cualidades con su sensibilidad tan finamente dotada, que al administrarlas por su verbo de fuego ascienden todas iluminadas en correspondiente armonía y perfecta unión, que ya no podrá decirlas, sin cantarlas. El estado de pura gracia poética de su «Cántico espiritual». No importa que el ambiente poético esté en parte inspirado en el «Cantar de los cantares». Su conciencia de poeta genuino no da ni entrega nada, que no sea íntima y originalmente suyo. […] Si en la noche, a todo del amplio y misterioso nocturno se mueve el verbo de san Juan poéticamente lento y seguro hasta el secreto éxtasis, y su canción se ofrece como la expresión de una música callada un contenido entusiasmo vela sus exclamaciones suspiradas en íntima armonía con el gran silencio envolvente, esa misma canción incontenible ahora, como el pájaro al sentirse en el aire libre, ante la luz y hermosura del mundo, se siente movida y rauda, herida de todas las cosas hermosas, se siente alzarse conducida en transporte lírico hacia la unidad metafísica y esencial, al penetrarlas su aguda mirada mística sorprendiendo su valor sustantivo, sus oficios graciosos, sus signos relativos de criatura, traspasada su canción de esa sabiduría secreta, con toda su conciencia de poeta iluminado en amor de abundante llama mística, su cauce poético no será, no podrá serlo una canción, sino un cántico, un cántico espiritual[xv].
Nunca sentimos en este altísimo poema que el autor se complazca en lo bajo, en lo oscuro del ser humano, por el contrario, no hay texto en español más abierto a la plenitud solar, a la comunión con la naturaleza que éste. Conocedor del hombre en su más profunda intimidad, vive en el centro de una naturaleza ya redimida de su culpa originaria, en ella el hombre es un ser perfectamente libre:
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura
y yéndolos mirando
con sola su figura
vestidos los dejó con su hermosura[xvi].
Si puede decirnos, empleando esa sorprendente imagen de la ebriedad:
En la interior bodega
de mi Amado bebí, y cuando salía
por toda aquesta vega
ya cosa no sabía
y el ganado perdí que antes seguía[xvii].
Es para recordarnos después que el servicio del amado se asocia con la voluntad universal de amar:
Mi alma se ha empleado
y todo mi caudal en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio[xviii].
Como ha escrito Dámaso Alonso:
En estas estrofas ha condensado el poeta su intenso sentimiento de la belleza natural. Por la vía purgativa e iluminativa, a través de la noche del sentido y de la del espíritu, se llega al aniquilamiento, a la cesación de los influjos exteriores. Mas en el amor unitivo, las bellezas del mundo vuelven a cobrar un sentido, y mucho más profundo y mucho más amplio[xix].
En su «Llama de amor viva» está ya la plena unión mística entre el alma y Dios, la vivencia profunda de la plenitud del Espíritu:
¡Oh llama de amor viva
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro;
pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
¡rompe la tela de este dulce encuentro![xx]
Sus creaciones, como su propia vida, fueron en su época piedra de escándalo. Víctima de persecuciones por parte de los carmelitas calzados y luego de algunos de sus propios hermanos de la Reforma, murió privado de cargos y honores; pero nadie pudo quitarle su íntimo diálogo con Dios y su pleno disfrute de la poesía del mundo.
El componente doctrinal
Para aquellos que defienden una lectura exenta de la poesía de Juan de Yepes —que hasta el «san» le quitan— nada pesa su lado doctrinal. Tras ello se oculta una especie de sofisma: importan la forma perfecta y la sugestión de la imagen de un fraile que al parecer, es un gran transgresor al cantar así, tan encendidamente, el placer amoroso humano. Por ello, se otorga todo el valor a un manojo de sus versos y se echan a un lado sus tratados. Mas, tal ejercicio crítico está viciado de raíz: ¿sólo por ocultamiento se escribieron tantas y tan hermosas páginas de prosa? ¿Se les puede desechar acaso en bloque, porque a estos poemas les sobran las explicaciones?
En primer término, quienes así piensan, olvidan que el escribir poemas y luego comentarlos o «declararlos» era un viejo hábito que ganó fuerza especial en el Renacimiento. No se olvide ese ejemplo singular que es La vida nueva del Dante sin olvidar los comentarios de la ya citada traducción de fray Luis de León del Cantar. En segundo lugar, tales rechazos evidencian la lectura superficial o nula que se ha hecho de estos tratados. Tanto Subida del Monte Carmelo como Noche oscura, son supuestamente comentarios al poema «Noche oscura», pero en realidad tales textos son perfectamente independientes y apenas colocan las primeras estrofas como pretexto para desarrollar su doctrina espiritual. No es extraño que en ninguno de los dos se procure llegar hasta el fin del poema. No es necesario, pues resulta apenas un punto de partida.
Hoy ambos comentarios pudieran parecernos áridos: son una exposición sistemática de las fases de la «noche oscura» tal y como las viven, primero los sentidos y luego el propio espíritu. Son invitaciones a una ascética avanzada, que parten del presupuesto de que sus lectores ya vencieron los primeros pasos en la vida espiritual y avanzan en busca de una auténtica vivencia personal de Dios. Es cierto que en estos textos, está el lastre de esa obsesión clasificatoria y esa voluntad de simetrías que viene de los modelos escolásticos y que contrasta con la libertad y originalidad de sus versos. Pero si bien son pocos los que hoy pueden remontar la lectura integral de tales páginas, sí es posible hallar en ellas bellezas singulares, páginas estremecedoras y momentos de la más pura poesía, de los que procuramos espigar unos pocos en esta selección.
En sus otros dos: Cántico espiritual y Llama de amor viva, el autor sí procede como un comentarista. Coloca cada estrofa del poema y la declara. Se le ha reprochado el empobrecer la riqueza simbólica de los poemas al darles en su explicación el papel de simples alegorías. Esto es cierto en algunos casos, en otros, si el lector es agudo, descubrirá que no se privilegia un sentido particular, sino que se abren caminos muy diversos para la lectura, valiéndose de procedimientos como la relación dialógica establecida entre las estrofas y múltiples pasajes bíblicos o de los Padres de la Iglesia e inclusive, el juego etimológico, algunas veces a partir de la invención o adaptación de giros latinos, acomodados a un sentido diverso del original en la lengua castellana. Aquí, aunque no se pierde la intención doctrinal, ésta se enmascara muchas veces con una voluntad metapoética: el poema original engendra otro en el comentario, pero que remite al primero, lo que genera una especie de «canon en espejo», como dirían los compositores de la época polifónica.
Si algunos estudiosos contemporáneos han querido ver, por ejemplo, en las explicaciones que el autor elaboró para acompañar el «Cántico espiritual», el enmascaramiento de un texto de encendida avidez física[xxi] se debe, no tanto a un análisis sosegado de sus estrofas, como a una especie de sentido compensatorio respecto a las exageraciones de algunos exégetas que durante siglos han centrado su atención en una vida del alma separada del cuerpo, concepción más cercana del neoplatonismo que del cristianismo evangélico. Obsesionados por el componente «angélico» de los versos, algunos se dieron a silenciar su vertiente humana, hasta el punto de traicionar las intenciones del escritor.
Con frecuencia se asocia a este autor con el platonismo, se insiste en la evidente influencia de la escala amatoria que Diótima expone en El convivio en la formación de su mística. Sin embargo, con frecuencia se pasa de esto a una conclusión errada: se le ve como representante de la línea neoplatónica que, arrancando del teólogo alejandrino Orígenes y del misterioso autor medieval conocido como el Pseudo Aeropagita, llegó hasta san Buenaventura y a la mística flamenca. Él, como otros intelectuales desde el Renacimiento, es heredero de la tradición platónica: ve en el Amor el centro del movimiento vital. Al modo de Dante, Petrarca, Boscán, Garcilaso, sabe de la existencia de un Eros que es el motor natural de lo alto y de lo bajo. Mas él pertenece a un nuevo modo de espiritualidad, que descubre la plenitud de ese amor en el interior de las criaturas, por eso esa mística, en pleno Siglo de Oro español, es menos ascética en lo exterior, menos visionaria que la medieval, y más abierta a la belleza natural y a la más amplia comunión con la creación. Felizmente hoy se aprecia más la hondura psicológica, la voluntad integradora de tan peculiar místico, su poderosa humanidad en vez de ese espiritualismo desencarnado y extremo, que puede llegar hasta la crueldad.
Hombre sencillo pero delicado, Juan de Yepes gustaba de la «soledad sonora» del paisaje, de la música, de la literatura elaborada, bucólica y cortesana de su época. Su vida y obra revelan una afectividad rica y bien encauzada, nada en él señala al asceta áspero e intolerante. Antes que disyuntivo, era un ser integrador y unía, a la humildad y sensatez del que ha escogido libremente la pobreza, la sabiduría como norma de vida más que como motivo de escritura.
No hay que olvidar que escribió para personas de su tiempo, especialmente para frailes y monjas muy avanzados en el camino de la espiritualidad. Su pedagogía se orienta a conducir a los discípulos desde que el alma, purgada ya por la práctica de diversos métodos de ascetismo, se libra de sus prisiones terrenales y se orienta libre gozosa hacia Dios, en medio de la más profunda noche:
en la Noche dichosa,
en secreto, que naide me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía,
sino la que en el corazón ardía[xxii].
Ya en 1943, el sacerdote franciscano vasco Ignacio Biaín Moyúa (1909- 1963), establecido en Cuba hasta su muerte, donde desempeñó una importante labor periodística, escribía, desde las páginas de la revista Nadie parecía en el texto «Ascética de san Juan de la Cruz»:
San Juan de la Cruz es, entre todos los escritores místicos, el de más hondura psicológica, el que mejor y más ordenadamente nos ha informado acerca de las fases del alma en su ascensión a la unión divina. Y es sobre todo el maestro espiritual más seguro, porque no deja hueco para la menor ilusión, para el menor regodeo del amor propio. Nadie como él ha escudriñado las entretelas del corazón humano, nadie como él ha ponderado sus afectos, sus tendencias, sus estímulos, el valor de lo que al alma agita y mueve, para anclarla, vestida del armiño de las eternales[xxiii].
¿Cómo resumir la enseñanza de estas páginas de prosa? La simple exposición del sistema de pensamiento de san Juan de la Cruz requeriría de un libro independiente y rebasa el objeto de este prólogo. A diferencia de fray Luis de Granada, o Malón de Chaide, no pretende el autor escribir un tratado ascético común, para el hombre cotidiano que tiene que vencer las «tentaciones del mundo» y volverse hacia Dios; tampoco son libros de comunicaciones de experiencias místicas y visiones, como hace la misma Teresa de Jesús en su Vida, pues además de no gustar este autor de explicitar sus experiencias particulares, consideraba que las revelaciones sobrenaturales, visiones y éxtasis, eran sólo grados inferiores, y a veces engañosos, de la vida espiritual. Se trata de algo más elevado: la áspera subida, en medio de la oscuridad, al pleno encuentro con Dios. Nada menos.
El asunto pareció, aún en su época, demasiado sutil y ambicioso. Sin embargo, hoy, cuando se han olvidado tantas «guías de perfección cristiana» repetitivas y ramplonas, estos tratados son leídos no sólo por ciertos católicos, sino por cristianos de otras confesiones y también por judíos, islámicos y budistas, como muestra de la más elevada espiritualidad. No se olvide, por citar apenas un ejemplo, que el repaso de estos tratados fue decisivo para la judía Edith Stein, destacada discípula de Husserl en los estudios de Fenomenología y que no sólo las estudió en su libro La ciencia de la cruz, sino que la llevaron de la religión mosaica al catolicismo y a entrar en el Carmelo teresiano, hasta su asesinato en un campo de concentración nazi.
El poeta y sus lectores
Aunque poco después de su muerte, su obra tuvo un selecto círculo de lectores y hasta de imitadores, en los dos siglos siguientes, en la misma medida en que se le «oficializaba» como santo, su escritura quedaba en un segundo plano.
Es ya lugar común el que la Generación del 27 en España realizó una relectura particular de la poesía del Siglo de Oro, en la que se privilegió al hasta entonces vilipendiado Góngora de las Soledades, así como a autores menores como Soto de Rojas y el Conde de Villamediana. Sin embargo, se ha dicho menos que ellos sacaron a la luz la obra del fraile carmelita, hasta entonces patrimonio casi exclusivo de su Orden, y mostraron lo que en ella había de misterioso e imperecedero. Los ensayos que nos han legado Dámaso Alonso, Jorge Guillén, Pedro Salinas —citados ya en este prólogo— aunque superados hoy en algunos puntos, marcan una nueva era en los estudios sanjuanistas, a los cuales también hicieron significativos aportes Gabriel Celaya, Marcel Bataillon, José Luis Morales y José Luis Aranguren, en el terreno literario, y en el espiritual; el siglo xx contempló la labor del P. Crisógono de Jesús, Jean Baruzzi, la ya citada Edith Stein —canonizada hace pocos años como santa Teresa Benedicta de la Cruz—, Karol Wojtyla — luego papa con el nombre de Juan Pablo II—, y los frailes carmelitas Federico Ruiz, Teófanes Egido, José Vicente Rodríguez y Camilo Maccise, por sólo citar a los más notables.
Martí, como en tantos otros aspectos, fue también un precursor en la literatura cubana del siglo xix, en cuanto al conocimiento y aprecio de esta poesía excepcional, que dejó una marca particular en su propia escritura[xxiv]. Sin embargo, fueron los autores nucleados en torno a la revista Orígenes quienes mejor le conocieron y estudiaron, quizá por la proximidad espiritual de la filósofa andaluza María Zambrano[xxv], así como la presencia constante del sacerdote navarro Ángel Gaztelu, editor con Lezama de la revista Nadie parecía, título tomado de un verso de la cuarta estrofa de la «Noche oscura». Cintio Vitier y Fina García Marruz nos han dejado ensayos agudos y entrañables sobre la obra del santo.
El sacerdote y maestro de la Orden de los Carmelitas Descalzos Fr. Marciano García ha dado a la luz —dentro y fuera de Cuba— varios volúmenes y textos breves, que estudian al autor desde el punto de vista doctrinal, además de su labor difusora del magisterio espiritual sanjuanista a partir de variados cursos y talleres. La edición de su libro La casa sosegada por el Centro de Información y Estudio «Augusto Cotto» de Matanzas, en 1991, con motivo del IV Centenario de la muerte del poeta, tuvo un verdadero carácter precursor, pues el modestísimo volumen es una apretada exégesis del magisterio espiritual del escritor de la «noche oscura», hecho con profundo conocimiento del tema y gran voluntad divulgativa, aunque, con mucha prudencia, no se detiene en el análisis literario, sino que se ciñe a lo puramente místico.
La primera edición cubana de su poesía sólo apareció en 1985 con un documentado prólogo de Enrique Saínz[xxvi]. A ésta podría añadirse la que preparamos bajo el título de Cántico espiritual para la Editorial Ácana de Camagüey en el año 2003, que incluía, además de lo principal de su obra poética, cotejada por las ediciones más modernas de José Luis Aranguren y José Vicente Rodríguez, una breve selección de sus prosas, pero que, como la mayor parte de esas ediciones provinciales, tuvo corta tirada y escasa circulación.
El 20 de mayo de 1948, desde su sección en el Diario de la Marina, nuestro hispanista mayor, José María Chacón y Calvo, iniciaba así su texto «En torno a san Juan de la Cruz»:
Conviene en días tormentosos y ásperos el refugio de un clásico. Es la suya una lección de serenidad, de sosiego interior, de suavísima paz. Y cuando el clásico vive principalmente para las cosas que están muy lejos de la tierra, aunque su actividad tenga por centro el alma del hombre y sus hondos e infinitos misterios, la deleitosa lectura tiene un no sé qué de celeste mensaje[xxvii].
Tiene razón el prosista cubano. San Juan de la Cruz nos ha dejado una espiritualidad integradora, humanista; nuestra época está más preparada que la suya para recibir tal mensaje y necesita de esa profunda afectividad, de temblor poético como antídoto contra tanta crisis y decadencia. Pasarán las modas, bajarán las aguas y él seguirá soplándonos su palabra misteriosa:
¡Oh Noche que guiaste!
¡Oh Noche amable más que la alborada!
¡Oh Noche que juntaste
Amado con amada,
amada en el Amado transformada![xxviii]
***
Tomado de La música callada. Páginas escogidas. Editorial Arte y Literatura. La Habana, 2009.
[i] San Juan de la Cruz: «Noche oscura», 3. Tomado de: José Luis Aranguren: San Juan de la cruz. Madrid, Colección Los poetas, Ediciones Júcar, 1973, p.115. Todas las citas de la poesía de este autor se harán por esta edición, salvo que se indique lo contrario.
[ii] Miguel de Unamuno: La mística española. Biblioteca Internacional de Obras Famosas, Sociedad Internacional, Madrid-Buenos Aires, s/f [191…]. Tomo VIII, p.3597.
[iii] Citado por José Pascual Buxó: Las figuraciones del sentido. Ensayos de poética semiológica. México, Fondo de Cultura Económica, 1985, p. 68.
[iv] San Juan de la Cruz: «Coplas del alma que pena por ver a Dios». Ed. cit., p. 130.
[v] Cf. Santa Teresa de Jesús: «Vivo sin vivir en mí». En: Santa Teresa de Jesús: Obras completas. Madrid, Aguilar, 1951, p. 711.
[vi] A estas precisiones de Dámaso Alonso habría que añadir la cercanía del texto sanjuanista con un romance popular de aquellos tiempos: «El pastor desesperado», localizable en Poesía de amor española. La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1985, p. 229.
[vii] San Juan de la Cruz: «Otras canciones a lo divino (del mismo autor) de Cristo y el alma». Ed. cit., p. 136.
[viii] Cintio Vitier: «Historia de la poesía lírica a lo divino en la cristiandad occidental».
En: Crítica sucesiva. La Habana, Ediciones Unión, 1971, p. 116.
[ix] Dámaso Alonso: La poesía de San Juan de la Cruz —desde esta ladera—, Madrid, Aguilar, Ensayistas Hispánicos, 1958, p. 147.
[x] Gabriel Celaya: «La poesía de vuelta en San Juan de la Cruz». En: Exploración de la poesía. Seix Barral, Colección Biblioteca Breve, Barcelona, 1964, p. 225.
[xi] Ibídem., 7-8, p. 116.
[xii] Fray Luis de León: «Prólogo» a Versión y exposición de El Cantar de los cantares de Salomón. Buenos Aires, Colección Universo, Editorial Sopena, 1943, p. 6.
[xiii] Ibídem., p.7.
[xiv] Pedro Salinas: «Defensa e ilustración de la lírica castellana». En: Ensayos de literatura hispánica, Aguilar, Madrid, 1958, p. 174.
[xv] Ángel Gaztelu:«San Juan de la Cruz en su Noche». En: Nadie parecía, no. VI, febrero, 1943, pp. 6-7.
[xvi] San Juan de la Cruz: «Cántico espiritual» (B), 5, p. 124.
[xvii] San Juan de la Cruz: «Cántico espiritual» (B), 26, p. 126.
[xviii] San Juan de la Cruz: «Cántico espiritual» (B), 28, p. 127.
[xix] Dámaso Alonso: La poesía de San Juan de la Cruz —desde esta ladera—, p. 158.
[xx] San Juan de la Cruz: «Llama de amor viva», 1. Ed. cit., p. 129.
[xxi] Como una muestra de estas posiciones puede consultarse Aldo Ruffinato: «Los códigos del eros y del miedo en San Juan de la Cruz», en Dispositivo. Revista hispánica de semiótica literaria. The University of Michigan, IV (10), invierno, 1979, pp. 1-26.
[xxii] San Juan de la Cruz: «Noche oscura», 3. Ed. cit., p. 115.
[xxiii] P. Ignacio Biaín, o.f.m: «Ascética de San Juan de la Cruz». En: Nadie parecía. No. V, enero, 1943, p.4.
[xxiv] Cf. Roberto Méndez: «El ciervo herido. En torno a la huella de San Juan de la Cruz en los Versos sencillos». En: Elogio de la noche. Santa Clara, Ediciones Sed de Belleza, 2002, pp. 41-66.
[xxv] María Zambrano es autora del notable artículo «San Juan de la Cruz (De la “noche oscura” a la más clara mística)», publicado originalmente en la revista Sur de Buenos Aires, en diciembre de 1939 y luego recogido en su libro Senderos, Barcelona, Anthropos, 1986. En 1948 dictó en La Habana un ciclo de tres conferencias sobre el poeta. En su obra abundan las referencias a este escritor.
[xxvi] Cf. Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz: Poesía. Introducción de Enrique Saínz. La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1985. Los poemas de San Juan fueron tomados de la edición de sus Obras, realizada por la Editorial Séneca, México, 1942.
[xxvii] José María Chacón y Calvo: «En torno a San Juan de la Cruz». En: Visión de autores españoles. Selección y prólogo Miguel Iturria Savón. La Habana, Editorial José Martí, 1998, p. 40.
[xxviii] San Juan de la Cruz: «Noche oscura», 5. Ed. cit., p. 116.
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