A finales del siglo XVIII, Schiller se plantea el añorante suspirar del hombre civilizado por un ayer primitivo, bucólico, candoroso. Discurre el esteta alemán:
Wir sehen… in der unvernünftigen Natur nur eine glücklichere Schwester, die in dem mütterlichen Hause zurückblieb, aus welchem wir im Übermuth unsere Freyheit heraus in die Fremde stürmten. Mit schmerzlichem Verlangen sehnen wir uns dahin zurück, sobal wir angefangen, die Drangsale der Kultur zu erfahren und hören im fernen Auslande der Kunst der Mutter rührende Stimme. Solange wir blobe Naturkinder waren, waren wir glücklich und volkommen; wir sind frey geworden, und haben beydes verloren.[i]
Afectado por un ansia de paz y armonía, el ente racional moderno se siente atraído hacia el mundo natural como hacia la infancia perdida, mientras que los poetas nuevos se lo representan ya con la rara e ingenua intuición del ser espontáneo, ya con el sentimentalismo del desterrado. Por otra parte, Schiller insiste en que, al ir disipándose de la vida humana como experiencia y como sujeto actuante, la naturaleza ha cobrado valor de idea y objeto poéticos, lo cual torna al creador en su guardián. De esa suerte, la pastoral deviene una constante lírica fundada en un modo específico de percepción, que no en una estructura convencional. Halperin propone esta amplísima definición:
- Pastoral is the name commonly given to literature about or pertaining to herdsmen and their activities in a country setting…
- Pastoral achieves significance by oppositions, by the set of contrasts, expressed or implied, which the values embodied in its world create with other ways of life. The most traditional contrast is between the little world of natural simplicity and the great world of civilization…
- A different kind of contrast equally intimate to pastoral`s manner of representation is that between a confused or conflict ridden reality and the artistic depiction of it as comprehensible, meaningful, or harmonious.[ii]
Advierte luego que para satisfacer los requisitos de la pastoral basta que una obra comprenda dos de esos preceptos. Esta orientación abierta es representativa de la postura crítica actual con respecto a dicha modalidad. Ettin, por ejemplo, en un reciente libro sobre ella, se arriesga inclusive a declarar que «any idyllic scene is at least a modal version of the pastoral».[iii]
Enfocado de tal manera ese tipo de literatura, redunda hacer hincapié en su trascendencia dentro de la lírica cubana. Ya Cintio Vitier, al historiar la desespañolización del arte de poetizar autóctono, ha recalcado el tenaz pervivir de la pastoral debido a lo que designa la «sustancia arcádica y eglógica de la isla».[iv] El conflicto entre la naturaleza convencional, clásica, especiosa, calcada de modelos europeos, y la concreta insular que se impone desde afuera como algo experimentado y desde adentro como algo sentido, se resuelve durante el siglo XIX. Triunfa la última visión. Para explicar esta victoria y su posterior consagración, Vitier alude a poetas tan distanciados por el tiempo y la concepción lírica como Heredia y Eliseo Diego, Milanés y Baquero, «El cucalambé» Lezama Lima. Todos quedan enlazados por la primera de esas que el crítico denomina «principiantes especiales» de la poesía criolla: «el arcadismo» que incluye «naturaleza, indios, inocencia, ingenuidad, blancura, idilio, égloga, sensualidad, tropicalismo, tiempo ahistórico, vísperas»[v]La obra de Agustín Acosta refleja en buena parte esta categoría.
Aunque en Lo cubano en la poesía se acentúa en el cariz social de La zafra —sin duda el libro más comprometido que publicara Acosta— Vitier no deja de puntualizar con cierta dejadez que en él «las cosas del campo están muy bien».[vi] Insinúa de ese modo la efectividad de un enfoque bucólico que se vislumbra en otros textos del poeta. Al estudiar una sola composición de La zafra, «Mediodía en el campo», José Olivio Jiménez alude a su índole arcádica. Analizando la tercera estrofa, concluye que a partir del verso inicial, «hay vago olor de caña de azúcar en el aire», los lectores:
nos sumergimos en una como clásica visión del paisaje. Clasicismo entendido … en calidad de actitud poética o artística que ha quedado como sedimento o … como límite polar al que ha vuelto y volverá el hombre occidental en su pendular y asendereado vaivén estético y cultural a través de los siglos. Porque estos bueyes que descansan plácidamente sobre la calma rubia de las sabanas nos recuerdan, por disposición semejante, a los remansados y plácidos rebaños que poblaban el bucólico paisaje de las églogas y las novelas pastoriles del Renacimiento.[vii]
Esta interpretación pastoral de una naturaleza tangible, este sentir tan intensa y sinceramente el paisaje cubano que el hablante anhela hacerse uno con su armonía ideal caracteriza múltiples composiciones de Acosta representativas de casi toda su evolución poética. Ello lo corroboran textos como «Divino tesoro», «La aurora», «El corte de caña», «Los senderos perdidos», «Atardecer de Cuba», «El cañaveral», «En la montaña», «Farewell» y la mayor parte de los poemas incluidos en su último libro El Apóstol y su isla (1974). Aldo Forés sentencia inclusive la proyección posterior de tal tendencia cuando refiere que, durante una de varias entrevistas que sostuviera con el poeta cinco años antes de su muerte, este le facilitó la copia manuscrita de un soneto titulado «Sueño», en el cual se refleja ese culto a la tranquilidad aldeana que caracteriza la pastoral. Reza:
Primavera en el campo. Aire de seda.
Rumor de manantial... Sueño de río…
Cuelgan frutos de oro en la arboleda,
y exhibe su pobreza mi bohío.
La tierra en el bucólico remanso
logra multiplicar su eterno brote,
mientras mi gratitud firma un descanso
A mi Apóstol, mi Biblia y mi Quijote.
Lugar para erigir palacio o tienda,
genero en él tristezas y alegrías,
dando al final mi corazón en prenda.
Y olvidando remotas fantasías
me siento en el portal de mi vivienda
a ver pasar el tren todos los días.[viii]
En vista de que Forés lo transcribe como ejemplo del quehacer artístico de Acosta ya en pleno exilio miamense, indica que la constante arcádica se patentiza en su poetizar prácticamente hasta la tumba.
Al repararse en la definición de Halperin, se comprende que el planteamiento antitético constituye la pieza clave del texto pastoral. En este lo concertado y significativo suele chocar con lo caótico y conflictivo; la sencillez se opone al artificio; la naturaleza se enfrenta con la civilización; y, sobre todo, el ámbito rural contradice la urbe, símbolo del progreso y el egoísmo humanos, antro de vacíos. Este último motivo engendra una paradoja puesto que, según Ettin, solo aquellos que abandonan el campo para habitar en la ciudad son capaces de valorar como es justo las virtudes del espacio natural. Hay que corromperse para anhelar tanto lo incorrupto como la propia inocencia perdida; hay que sentir la atmósfera contaminada y contemplar la hegemonía de lo artificial para añorar el villorio, evocando al unísono la naturaleza de que se desprende. Como precisa Guillermo Díaz-Plaja, dentro de la tradición literaria hispánica dicho contradictorio antagonismo se sistematiza en un texto clásico, el Menosprecio de corte y alabanza de aldea de Fray Antonio de Guevara,[ix] libro al cual puede atribuírsele condición modélica por su trascendencia y propiedad aclaratoria. El franciscano que fuera confesor de Carlos V sintetiza el efecto nocivo del entorno civilizado:
Fui a la corte inocente y torneme malicioso, fui sincerísimo y torneme doblado, fui verdadero y aprendí a mentir, fui humilde y torneme presumptuoso, fui modesto y hízeme voraze, fui penitente y torneme regalado, fui humano y torneme inconversable; finalmente digo que fui vergonçoso y allí me derramé y fui muy devoto y allí me entibié.[x]
Una vez pervertido su carácter, lo sojuzga el ansia de evadir ese arquetípico «mundanal ruïdo», que en este caso implica un retorno a la «felice vida del aldeano» para disfrutar de tales encantos campestres como:
Oír hablar las ovejas, mugir las vacas, cantar los páxaros… gruñir los cochinos, relinchar las yeguas… cacarear las gallinas… hazer la rueda los pavos… mamar las terneras… apedrearse los mochachos, hazer puchericos los niños y pedir blancas los nietos.[xi]
Este tópico del beatus ille figura en numerosos poemas de Agustín Acosta. Cuando el ambiente campesino no se percibe como realidad socioeconómica, representa un medio regenerador que se yuxtapone a la urbe fría, inhóspita, corruptora, artificial. Como hiciera uno de su admirado Martí, los hablantes poéticos ideados por Acosta insisten en declarar: «Mi mal es rudo; la ciudad lo encona; lo alivia el campo inmenso».[xii] Ello se evidencia en dos textos del que Cintio Vitier designara su mejor libro: Los camellos distantes. Ambos son poemas en que se expone un afán evasivo más clásico que modernista. La voz lírica de «Seda» se refugia en un locus amoenus convencional para recuperarse de unas luchas políticas que le han venido exigiendo un verbo duro, combatiente, que suena a «trompeta y martillo».[xiii] Apartada de estas lides cuya índole citadina queda implícita, reposa fundiéndose con la armonía silvestre: «Hoy me tiendo a la sombra de mi dulce arboleda; hoy soy un pobre hombre eglógico y sencillo. Solo la paz ansío… la frescura del valle».[xiv] Esta virtud tranquilizadora del ámbito pastoral se opone al impacto turbador de la metrópoli en «Paredes ciudadanas». Eco de la susodicha voz martiana, el hablante sueña con escapar al monte porque «aquí, frente a estas mudas paredes ciudadanas, oh campo mío, oh árboles, se me entorpece el alma».[xv] La urbe —sucios de lodo sus ríos, contaminada por un aire «viciado de alientos enfermizos»,[xvi]definida por la piedra insensible de sus parques y el humo de sus chimeneas— impide cualquier reposada meditación fantasiosa. Protesta la voz poética: «Aquí en la zozobra de la ciudad, no puedo… No puedo echarle mano al hilo del ensueño: se me escapa y se enreda en un ruido de carros, de pitos y de voces de civilizados».[xvii] Quien habla se aprecia con la nostalgia del desterrado, del hombre de campo que ha aprendido a despreciar la gran ciudad. Habiendo catado tópicamente, como Guevara, las amarguras consubstanciales a esta, ansía purificarse dentro de un medio natural.
Si bien el motivo del beatus ille recurre como lugar común en sus versos pastorales, Acosta lo reitera en textos prosaicos cuya nítida referencialidad procede de su mundana función comunicativa. Pese a que —según advierte Scholes—[xviii] toda descripción constituye en el fondo una ficción, al trasuntar en cartas paisajes supuestamente concretos y agredir contra un ámbito citadino en que se va falseando lo autóctono en aras de una cultura importada, el poeta pretende manifestar afectividad real, menos lírica si se quiere que la reflejada en aquellos textos donde rige lo convencional. De la emoción descriptiva es ejemplo una epístola que, en 1957, Acosta le dirigiera a José María Chacón y Calvo desde la finca de Santa Bárbara, próxima al municipio de Bejucal. En ella esboza el ambiente rural con entusiasmo de acuarelista:
La casa es una vieja vivienda de antiguo ingenio… La rodean árboles de todos los frutos: aguacate, limas, ciruelas, guanábanas, limones, naranjas y cañas. El corral de las aves es todo el campo: los cerdos con sus crías campean por todas partes; los pavos… se pavonean… hasta las próximas navidades. Las vacas, en el potrero… y los bueyes… sueñan con Apis y Europa… Manantiales y riachuelos murmuran cerca de nosotros cosas prohibidas; y los pájaros se ríen de esos secretos.[xix]
Esta reproducción de algo visto, cuyo destinatario único habría de tener más por calco fiel que por exagerado retrato lírico, se parangona no obstante con lugares amenos tan proverbiales como el formulado por Guevara, demostrando así hasta qué punto la visión clasicista del paisaje repercute en el discurso de Acosta.
En otra carta —fechada esta el veinte y cinco de diciembre de 1929 y destinada a Luis Rodríguez Embil— el poeta censura esa metamorfosis cultural que, a su ver, había experimentado la metrópoli criolla, insinuando en su crítica que esta se debía parcialmente a la progresiva norteamericanización del país. Escribe:
¿Se acuerda usted… de aquella Habana sencilla de antes? ¿Se acuerda usted de aquel grupo de El Fígaro y de Letras? ¿De las tarde de obispo? ¿De las noches del malecón? ¿De la serenidad dominical de su lindo Vedado?… Bueno, pues, de eso… Ya la Habana no huele a café y tabaco cubano. ¿Es que se entra en Chicago o en Virginia? Ha muerto la romántica delectación morosa. Ahora vive el vértigo, y el vértigo-¿quién no lo sabe? -engendra lo falso, lo aparente.[xx]
Tras la intención social evidente en el mensaje se asoma un tópico pastoril: el de que la civilización erradica lo espontáneo e impone una vorágine deshumanizadora. Según Julio Duarte, el sincero repudio que sentía Acosta por la progresiva artificialidad capitalina lo llevaba con frecuencia a refugiarse en Jagüey Grande, pueblecillo matancero en el que ejerciera por varios años su profesión de notario público. Ese sano ambiente campesino le hacía posible experimentar «las esencias incontaminadas de lo cubano».[xxi] De tal suerte, el hombre real reivindicaba en un plano concreto otro lugar común de bucolismo: la consabida fe en el poder tonificante del medio natural.
Dicho afán evasivo hacia la aldea —considerada esta como colectividad armónica plenamente integrada en el paisaje circundante y como este virgen, de modo que en ella los vicios devienen ingenuos y las pasiones se manifiestan sometidas— apuntala cuando menos un poema de Acosta, relacionándolo con el paradigma esclarecido por Guevara. En él se configura uno de esos asilos arquetípicos en los cuales rige el sosiego que facilita desde la meditación hasta el intercambio humano. Precisa el ensayista español:
Es previligio de aldea… que ay tiempo para leer en un buen libro, para rezar en unas horas, para oyr missa en la iglesia, para ir a visitar los enfermos, para irse a caza a los campos, para holgarse con los amigos, para passearse por las eras, para ir a ver el ganado… para jugar un rato al triunfo, para dormir la siesta y aun para jugar a la ballesta.[xxii]
Acosta cubaniza esa noción pastoral en «Un pueblo,» texto de El Apóstol y su isla que se cuenta entre los hitos de su trayectoria arcádica.
El poema consta de cien versos divididos en once estrofas. La más larga de ellas consiste en veinte y cuatro líneas mientras que la conclusiva incluye solo cuatro. Salvo un verso discordante que figura en la estancia inicial («Pasan guajiros de jipijapa y machete»)[xxiii] se trata de un texto por alejandrinos, muchos de los cuales contienen censura; ello impone un patrón rítmico monótonamente melodioso que se adecúa a la tranquilidad pueblerina. Tal uniformidad la quebranta una especie de estribillo tredecasílabo que pone fin a las estrofas primera, segunda, tercera, cuarta, sexta, séptima, octava y novena. Su función es marcar el transcurso del tiempo, ya que en él se alude al reloj del ayuntamiento cuya campana da, durante el período representado, las siete, las nueve, las diez, las doce, la una, las tres, las siete de la tarde y las nueve de la noche, cediendo luego a los gallos —más emblemáticos del natural remanso aldeano— el trabajo de anunciar la medianoche. Cuando estos pregonan dicha hora límite, el poema adquiere cierto tonillo elegíaco. Aunque en el poblado se sienta de manera menos dinámica el pasar inexorable del tiempo, este es una realidad puntualizada tanto por el cronómetro severo como por aves inconscientes de señalar un fin que no siempre entraña otro comienzo.
Aldo Forés ha recalcado el cariz risueño, puramente descriptivo de «Un pueblo», texto en el cual destacan —opina— la «cotidianidad, la sencillez y el prosaísmo».[xxiv] Se caracteriza por una armonía monocorde asentada tanto en el asunto mismo como en la rima asonante pareada y en el empleo de oraciones vulgares tradicionalmente enunciativas por seguir el orden clásico de sujeto, verbo y predicado. Impera también un tono conversacional que se afirma en tres elementos: el lenguaje popular (a veces hasta populachero en virtud de algunos fragmentos dialogales); cierta dinámica sencillez tropológica y el relieve otorgado a lo sensorio o superficialmente pintoresco. Para plasmar ese ambiente más mimético que figurado, Acosta urde una voz poética que se desprende del mismo medio, que coexiste física y espiritualmente con sus pobladores. Esta, por su parte, procura obliterar la neutralidad del destinatario, instándolo a leer el texto de modo afectivo mediante un viejo recurso novelesco: dirigirse a él directamente y campechanamente, llamándolo «lector mío». Consigue de tal suerte reducir la distancia que separa al receptor de lo descrito e intensifica esa identificación que todo ente racional experimenta cuando se sabe en contacto con el ingenuo mundo natural.
Aunque los primeros tres versos abrazan imágenes de refinado lirismo («Chorros de sol. Mañana de marzo. Primavera. / Reciente asfalto enluta la antigua carretera. / El pueblo es una clara sorpresa de verdura»), el hablante procede de inmediato a autocriticar su emocionado dejo retórico, avisándose: «Corazón: evitemos hacer literatura». A partir de entonces y con estilo marcadamente paratáctico, la voz poética se torna en retratista que copia hechos triviales o traza personajes representativos con la objetividad superficial que le concede un forzado distanciamiento transitorio. Hasta la novena estrofa, su compenetración con el ámbito campesino se releva tan solo en la proximidad física a lo resumido y en la cordial dulzura satírica que permea el enfoque. Sin embargo, en dicha penúltima estancia el hablante se desnuda, adhiriéndose a la colectividad por medio de un «nosotros» que lo define como entre que, aparte de observar, participa. Confiesa: «Antes que la noche termine, / viajaremos a bordo de la nave del cine». Esta personalización del texto promueve otro arranque lírico que, en cierta forma, enmarca el prosaísmo descriptivo. Los últimos versos se caracterizan por la hegemonía de un lenguaje más genéricamente figurado y más tradicionalmente emotivo. Al económico trasunto de ciertas imágenes fílmicas sigue la descripción de una noche en que «las estrellas del Sur / bordan en el espacio su encendida guipur» mientras «de patio en patio» gallos «constantes y precisos «prolongan» extrañas confidencias galantes». Por último, el hablante —asumiendo plenamente la retórica consabida— observa por sinécdoque que se abaten «las crestas» y se apagan «los trinos» para que la paz se haga sobre la aldea «como si en la noche ardorosa, / el silencio y la noche fueran la misma cosa».
Aunque el día retratado es uno del marzo tropical, no ha de vinculárselo paradigmáticamente con la eterna primavera de Ovidio; más bien ejemplifica ese realismo geórgico que rinde pleitesía a los dioses del campo, a Pan, al viejo Silvano y a la hermandad de las ninfas. La exactitud detallista impera sobre el embellecimiento artificial. Por ello, la tibia mañana del comienzo se torna, al mediodía, en «bochorno» irritante. Como «molestan y deprimen calores prematuros», la nublazón lejana se convierte en esperanza: «Aploman al Oeste nubarrones oscuros, / ubres del codiciado aguacero ilusorio». Hasta sobrevenir una noche igualmente arquetípica, poblaba de estrellas y sonidos cotidianos. La idealidad ambiental, entonces, no proviene tanto del clima placentero como de la modorra arcádica que este induce. A lo largo del poema se distingue una naturaleza en absoluto violenta. Cuando soplan por la mañana, los vientos son esos fijos «alisios de vainilla» cuya procedencia campestre confiesa «fragancias rurales» a la población, señalándola más como predio bucólico que como ámbito tropical. Brisa impotente a la que solo acompañan olores, no consigue mover siquiera una hoja de los árboles del parque. A la siesta, aumenta el sosiego. Los molinos dejan de funcionar y el único movimiento natural lo denota un «leve polvillo rojo» que «revuela en los tejados». Si la tarde es calmosa ausencia de toda actividad, el anochecer entraña un ajetreo igualmente pacífico gracias a su índole rutinaria:
Anochece. Las calles se pueblan de muchachas.
Empiezan a llegar los socios al Casino:
Tal es el cotidiano lugar de su destino.
Los dandies del pueblo, tenorios del paseo, se dan citas ingenuas para el bar del Liceo.
Y en el café que usted, lector mío, conoce, Hay una escena igual a aquella de las doce: Tirar de dados… tragos… golpes de cubilete…
A partir de las doce, cesan esos inocentes esparcimientos, haciéndose un silencio riguroso que cierra transitoriamente el ciclo arcádico.
Este armónico bucolismo es complementado por los animales, que subrayan el cariz silvestre de la población tanto con su presencia como con sus voces. En sitios semejantes —quiere apuntalar la voz poética— aún es posible oír piafar los caballos antes de emprender la jornada de trabajo; aún se aprecian gorriones que, temprano, «alocados pían en los laureles», casi armonizando con las chirriantes carreteras que atraviesan el lugar; aún los gallos —más que el civilizado reloj— persisten en anunciar fines y principios. Confundida con la naturaleza en la cual se ha erigido, la aldea deviene locus amoenus, recinto que tolera la convivencia de hombres y animales. Por eso es factible que un pobre cuadrúpedo desorientado procure «comer hierba en el parque», lo cual suscita esta amable humorada del hablante lírico: «todos advierten que es inútil su intento: los caballos no comen ladrillos y cemento». Tal oasis, capaz de ofuscar a una bestia, en nada recuerda las frías plazas cuyas piedras rechazara la desencantada voz de «Paredes ciudadanas».
Pese a su ambientación aldeana, no se concretan en este texto las ocupaciones netamente rurales. Sin embargo, abundan referencias a los tipos campesinos y a las labores agrarias por ellos desempeñadas. Se alude a «guajiros de jipijapa y machete», a colonos, a hacendados y —de tenerse por sinecdóquica la mención de «carretas vacías»— a carreteros. También aparecen «Quijotes y Sanchos» que pasan al mediodía «en sendos rocinantes». Hay «gente montuna» que llega al pueblo «con arrias de carbón» y leñadores que, al atardecer, vuelven de la tala. Incluso el cura manifiesta vocación labradora. La voz poética lo denomina «agricultor experto», apuntando que, a las tres, «riega con mana santa su jardín y su huerto». Por último, se ironiza una audacia peculiarmente campesina: presumir que es sencillo vaticinar el tiempo. Procede esta burla: «Cada guajiro cree que es un observatorio: / pronostica tormentas, anuncia agua a torrentes… / ¡Y las lluvias se han declarado independientes». Aunque no se ahonde en ella, estos detalles ratifican la personalidad agraria del poblado.
Urge reconocer que en el poema de Acosta se impone una fórmula semejante a la aplicada en el Menosprecio de corte y alabanza de aldea guevariano con la tópica finalidad de ensalzar aquellos sistemas estables, primitivos, en los cuales se valora la ociosidad sobre el entusiasmo desarrollista. Ello genera un anquilosamiento que posibilita la absoluta tranquilidad espiritual, preferible dentro de dichos dominios a la inquietud que acarrea el progreso. Pero como la misma poesía de Acosta hace evidente, tales ámbitos se desprenden de referentes mitificados. Es decir, en «Un pueblo» no se trasunta el campo como realidad socioeconómica. Pese a su pretendido verismo localista, no se alude a esos ingenios norteamericanos de «Las carretas en la noche», emblemáticos de la explotación extranjera, ni se agrede contra el campesino, acusándoselo de entreguista, como en «Admonición», o definiéndoselo como ente rudimentario atrapado dentro de un círculo vicioso, según es apreciable en el texto naturalista «Aguafuerte criolla», ni se describe el medio expoliado patente en «Loa arbitraria al azúcar». Lo retratado es, por el contrario, un ambiente plástico cuya filiación con el isleño efectivo no obvia que cualquier lector lo equipare con ese arquetípico del paradigma pastoral. De ahí que se evite representar al hombre que lleva a cabo sus faenas, pues —dada su índole— la estampa supondría un alejamiento al armónico existir. Salvada la pintoresca imagen del cura (tipo más clásico que ubicador, puesto que efectúa las tareas campestres casi como entretenimiento), el trabajo tiene lugar ya puertas adentro, ya en el agro invisible. La voz poética prefiere centrarse en las inocentes diversiones cotidianas. De hecho, se dedican cuarenta y cuatro versos a los dos períodos clave de esparcimiento: la media mañana y la primera noche, mientras que el resto del poema se consigna a pintar un ámbito que fluctúa entre la luminosidad idílica y el letargo paralizante. Las gentes que habitan semejante espacio ponen de manifiesto un empeño por pasar frívolamente el tiempo, lo cual recuerda esa importancia que prestaba al asueto otra colectividad agraria victimada por un poder industrial: la sureña estadounidense idealizada en una apologética colección de ensayos que entronca también con la tradición bucólica: I´ll Take My Stand: The South and the Agrarian Tradition. Allí afirma John Crowe Ransom que solo el hombre ambicioso de la ciudad lucha contra la naturaleza para humillarla, sin percatarse de que, a la larga, esta lo rendirá. El hombre del campo, el ser compenetrado con los espíritus silvestres, es menos anglosajón en su culto al progreso. Puesto que se conforma con un control más reducido de su medio, dispone de ese ocio cuyas virtudes sabe valorar y explotar. Arguye Ransom respecto de la sociedad que admira:
There are a good many faults to be found with the old South, but hardly the fault of being intemperately addicted to work and to gross material prosperity. The South never conceded that the whole duty of man was to increase material production, or that the index to the degree of his culture was the volume of his material production. His business seemed to be rather to envelop both his work and his play with a leisure which permitted the activity of intelligence. On this assumption the South pioneered her way to a sufficiently comfortable and rural sort of establishment, considered that an establishment was something stable, and proceeded to enjoy the fruits thereof. The arts of the section… were not immensely passionate, creative, and romantic; they were the eighteenth —century social arts of dress, conversation, manners, the table, the hunt, politics, oratory, the pulpit… They were… community arts, in which every class of society could participate after its kind. The South took life easy, which is itself a tolerably comprehensive art.[xxv]
Por violento que se imagine el paralelo, Acosta —al perseguir la opción bucólica aldea-cuidad implícita— trasunta esa suerte de comunidad estable dedicada, dentro de sus limitaciones regionales, a gozar de la «descansada vida». Se observa, por ejemplo, un culto a la conversación frívola propio de los ambientes donde aún cabe matar el tiempo. En el pueblo, entre las diez y las doce, el café se vuelve centro de reunión para cierta burguesía masculina integrada por «colonos, hacendados, vagos, profesionales, / sabios componedores de pleitos rurales / que no van al juzgado ni dirime el machete».[xxvi] Estos personajes juegan al cubilete, beben, discuten asuntos locales y, sobre todo, hablan de política, fundándose su coloquio en el denuesto espontáneo («¡Fulano es un imbécil!… ¡Mengano es un canalla!») o en la socorrida imputación («El presidente ha hecho una enorme fortuna»). El diálogo, siendo pintoresquista, también recoge el léxico populachero y responde a impulsos externos. Cuando pasa «una dama» (así la designa el respetuoso hablante poético), su tránsito provoca este comentario lascivo, inocuo gracias a su cariz formulario: «¡Qué buena está!» Al mediodía llega el tren, nexo entre la población y el exterior. Este signo de la civilización interrumpe diariamente con su arribo el sosegado devenir aldeano. Es fuente de conocimiento, de contraste. Esta vez, sin embargo, solo bajan unos viajantes y, como «ésos no traen nunca noticias importantes», el trajín matutino cede terreno a la bochornosa tranquilidad. Desde entonces hasta el anochecer, en que regresan los leñadores y las calles van llenándose de muchachas —supone el lector que engalanadas coquetamente— el pueblo queda sumergido en un letargo tan propicio que incluso «en el Ayuntamiento duerme la policía».
Este sopor arcádico cesa de siete a nueve de la noche, horas del paseo, la charla en el casino o el café, la retreta en el parque o acaso de evadirse mediante una injerencia moderna —la pantalla cinematográfica— a lugares tan raros (y por ende antagónicos) como «La Alemania de Hitler… La Francia de los Luises… / Nueva York, la fantástica» o la bella España. Todos esos entretenimientos siguen regidos, empero, por el infantilismo pastoril. La práctica misma del juego amoroso refleja dicha noción, pues hasta los más temerarios «dandies del poblado» solo procuran darse «citas ingenuas para el bar del Liceo». A partir de las nueve —último momento señalado líricamente por el reloj, como para apuntar la terminación de cualquier actividad humana— sobreviene una «noche larga» que permite el idílico reposo. Únicamente los gallos, que a las doce inician sus cacareos, interrumpen esta quietud natural. O sea que todo el vivir pueblerino ejemplifica esa pacífica monotonía afincada en un sistema dentro del cual la holganza desempeña un papel primario. Tan compenetrado está el ámbito con la naturaleza circundante que habitarlo es como yacer en el arquetípico prado florido, a la sombra de un roble cuyas raíces humedécela límpida corriente de un arroyuelo. No obstante el trasfondo referencial, lo que Acosta consigue es aislar aspectos de la existencia campesina, describiéndolos de modo que su pueblo se torne en remanso cuya inalterabilidad se desprende de que está —como lo estaba para Ransom la sociedad provinciana sureña— «successfully adapted to its natural environment».[xxvii]
Si bien en este poema no se percibe ninguna alusión directa a la ciudad que la designe elemento contrastante, ella se halla implícita en el propio elogio del ambiente rural. De leerse la poesía bucólica de Acosta como materia de un libro integral y de aceptarse como motivo recurrente en el mismo ese menosprecio de corte y alabanza de aldea ínsito a la modalidad, incumbe argüir que el lugar pincelado está intrínsecamente contrapuesto a la urbe genérica, viciosa sede del materialismo, cuna de la doblez. Baste recordar algunos versos incluidos en El Apóstol y su isla. La voz poética de «noche del campo,» por ejemplo, enfrenta la naturalidad rural con esas «equívocas noches de la ciudad»,[xxviii] en las cuales los astros sucumben ante las cegadoras luces artificiales. En «Mi corazón y yo» se condena el impacto enajenante, embrutecedor, de la metrópoli sobre quienes han de moverse al ritmo vertiginoso que ella dicta:
Pálidos rostros; prisas en el andar; tumulto heterogéneo, multicolor; indiferencia y estruendo y rapidez y fuga, y catarata de cristales y espumas de odio. Y la mentira vencedora aparente de la eterna verdad.[xxix]
Mientras el hablante de «Frente a este cuadro» contempla un amanecer campesino, declarando: «¿Qué valen las valiosas bellezas que decoran / los templos y palacios de la ciudad? Admira / esto que es evidente trasunto de la gloria»,[xxx] aquel que, víctima del desengaño se ha alejado de la capital en «El campo es como un niño» expone sus querellas con frases cuya emotividad no opaca el que consistan en tópicos pastorales. Tras repudiar «la radiante noche de la ciudad, / con sus ruidos estériles, sus iluminaciones. / su júbilo frenético y sus profanaciones»,[xxxi] el hablante poético insiste en la oposición consabida:
Si la ciudad es choza, la campiña es palacio donde los cortesanos no existen, donde es fama que la luna renuncia privilegios de dama, y lo mismo acaricia al lodazal sombrío que al agua transparente de la acequia y del río.[xxxii]
Algo después llega inclusive a señalarse epígono de la tradición clásica:
Mañana, cuando apenas hayamos despertado, no unciremos la yunta de bueyes al arado, sino que satisfechos de nuestro dulce exilio —émulos de Teócrito, hermano de Virgilio— ya cansados, y víctimas de taras melancólicas, escribiremos largas poesías bucólicas, que, como es natural en nuestros cabios días, nunca serán bucólicas y jamás poesías.[xxxiii]
Censurando así con deje irónico a la civilización moderna, emblematizada por esa ciudad que, en su desencanto, ha abandonado la voz lírica consigue darle otra vuelta de tuerca al empeño antitético que se advierte en muchas composiciones del poeta cubano.
Según ilustran tanto «Un pueblo» como los otros poemas que se han confortando con el paradigma pastoral elucido por Halperin y con tales obras representativas como el Menosprecio de coste y alabanza de aldea guevariano, el bucolismo significa una constante apreciable en el corpus lírico de Agustín Acosta. Alternando la emoción romántica de corte regional con el formulismo clasicista, este escritor —que por largo tiempo fuera el poeta nacional de la isla— canta el ámbito campesino cuyas virtudes opone a los tópicos defectos de toda urbe. Manufactura así refugios aldeanos y lugares amenos que, no obstante su índole criolla, empalman con un esquema creativo universal y con una sempiterna disposición anímica.
***
Leer también: «Acosta en la memoria».
[i] «Friedrich von Schiler, Ueber Naive und Sentimentalische Dichtung», en Schillers Werke (Philosophishe Schripten, I), tomo XX (Weimar: Hermann Bohlaus Nachfolger, 1962), pág. 427. traduzco del alemán con bastante libertad:
«Vemos a la naturaleza irracional sólo como a una hermana dichosa que permaneció en la casa materna de la que nosotros nos fugáramos hacia otras partes movidos por nuestra exuberante libertad. Con dolorosa nostalgia, acariciamos el retorno en cuanto comenzamos a experimentar las vicisitudes de la civilización y escuchamos en las remotas tierras del arte la conmovedora voz de la madre. Cuando éramos únicamente hijos de la naturaleza, nos sabíamos felices y perfectos; alcanzamos la libertad y perdimos ambas convicciones».
[ii] David M. Halperin, Before Pastoral: Theocritus and the Ancient Tradition of Bucolic Poetry (New Haven: Yale University Press, 1983), págs. 70-71. Traduzco según sigue:
1. Pastoral es el nombre que se da comúnmente a la literatura que se relacionado tiene que ver directamente con los pastores y sus actividades en un ámbito campestre…
2. La pastoral adquiere su significado mediante oposiciones, por la serie de contrastes, expresos o implícitos, que crean con otros modos de vivir los valores que su mundo encarna. El contraste más tradicional es entre el mundo diminuto de natural sencillez y el vasto mundo de la civilización…
3. Otro tipo diferente de contraste igualmente íntimo de la manera de representación de la pastoral lo es ese entre una realidad confusa o conflictiva y la descripción artística de ella como comprensible, significativa y armoniosa.
[iii] Andrew V. Ettin, Literature and the Pastoral (New Haven: Yale University Press, 1984), pág. 66. Traduzco: «Toda escena idílica es por lo menos una versión modal de la pastoral».
[iv] Cintio Vitier, Lo cubano en la poesía (la habana: Instituto del Libro, 1970), pág.60.
[v] Vitier, pág.574.
[vi] Vitier, pág.354.
[vii] José Olivio Jiménez, Estudios sobre poesía cubana contemporánea (New York: Las Américas, 1967), pág. 30.
[viii] El soneto figura en el libro de Aldo Forés, La poesía de Agustín Acosta, poeta nacional de Cuba (Miami: Universal, 1976), págs. 10-11. Según Forés, en 1974 Acosta seguía escribiendo «con la misma inspiración con que lo hiciera siempre, como lo demuestra el…soneto, cuya copia manuscrita tuvo la bondad de ofrecer a nosotros en una de nuestras visitas». (pág. 10).
[ix] En su libro Soliloquio y coloquio: notas sobre lírica y teatro (Madrid: Gredos, 1968, pág. 129, ha declarado Guillermo Díaz Plaja:
Esta confrontación constante entre los dos modos de vivir, el campesino y el cortesano, hallan su plena sistematización en un libro que, sin duda, tuvo muy presente Lope de Vega al escribir El Villano en su rincón. Nos referimos al Menosprecio de corte y alabanza de aldea, obra famosísima de Antonio de Guevara (1480-1545), quien, efectivamente, conoció los dos sistemas, pues fue cortesano muy famoso en el reinado de Carlos V y, más tarde, fraile franciscano. (pág. 129)
Por consiguiente, en virtud de que en dicha obra se expone con enorme lucidez la clásica oposición que es clave del paradigma pastoral, me empeño en precisar una relación de similaridad entre ella y aquellos poemas de Acosta que se vinculan con la modalidad. En modo alguno supongo una influencia directa sobre lo mismo.
[x] Fray Antonio de Guevara, Monosprecio de corte y alabanza de aldea (Madrid: Espasa-Calpe, 1952). Pág. 177.
[xi] Guevara, págs. 91-92.
[xii] José Martí, “Hierro”, en «Versos libres», en La gran enciclopedia martiana, Ramón Cernuda, editor (Miami: Editorial Martiana, 1978). Tomo XII, pág. 64.
[xiii] Agustín Acosta, «Seda», Los camellos distantes (la Habana: Molina y Cía., 1936), pág. 56.
[xiv] Acosta, «Seda», pág. 56.
[xv] Acosta, «Paredes ciudadanas», Los camellos distantes, pág. 42.
[xvi]Acosta, «Paredes», págs. 42-43.
[xvii] Ibídem.
[xviii] Robert Scholes discute minuciosamente este asunto de la necesaria falsedad descriptiva y la mayor o menor conformidad que una descripción pueda tener con determinado contexto real en su lúcido estudio, Semiotics and Interpretation (New Haven: Yale University Press, 1982), págs. 26 y ss.
[xix] Carta citada en el artículo de Julio M. Duarte titulado «Las cartas de un poeta: Agustín Acosta», Círculo, 10 (1981), págs. 82-83.
[xx] Carta citada en el artículo de Duarte, pág. 82.
[xxi] Duarte, pág. 82.
[xxii] Guevara, pág. 71.
[xxiii] Agustín Acosta, «Un pueblo», El Apóstol y su isla (Madrid: SiascaTalleres, 1974), pág. 29. El poema sólo abarca de la página 29 a la 31 del libro. En vista de esa relativa brevedad y de que es ésta la única versión conocida del mismo, me limitaré de ahora en adelante a entrecomillar o aislar dentro del texto aquellos trozos que incumba citar.
[xxiv] Forés, pág. 234.
[xxv] John Crowe Ransom, «Reconstructed but Unregenerate» en I´ll Take My Stand: The South and the Agrarian Tradition, by Twelve Southerners (New York: Perter Smith, 1951), pág. 12. Traduzco a continuación el fragmento citado:
«Hay muchas faltas que se le pueden encontrar al viejo Sur, pero en modo alguno es una de ellas la adicción inmoderada al trabajo y a la burda prosperidad material. El Sur nunca aceptó que el único deber del hombre era aumentar la producción material, ni que el índice de su grado de cultura era el volumen de su producción material. Por el contrario, su preocupación parece haber sido el rodear tanto su trabajo como su goce con el ocio que permitía la acción de la inteligencia. Guiado por este supuesto, el Sur descubrió una senda que llevó a la creación de un estado rural lo suficientemente cómodo, consideró que un estado era algo estable, y prosiguió a disfrutar de lo que éste le proporcionaba. Las artes de la región…no eran inmensamente apasionadas, creadoras, o románticas; eran las artes sociales del siglo XVIII: el vestir, la conversación, los modales, la mesa, la caza, la política, la oratoria, el púlpito… Eran… artes comunitarias en las que participaba según sus posibilidades cada clase social. En el Sur se tomaban las cosas con calma, lo que ya es de por sí una arte totalmente comprensible».
[xxvi] Según se ha advertido, hay textos en los cuales Acosta percibe el campo como realidad socioeconómica. Entonces su pluma se endurece para reflejar, por medio de un naturalismo a veces descarnado, las condiciones en que vive el campesino cubano y la manera en que éstas afectan su comportamiento. Son conocidos los siguientes versos de «Aguafuerte criolla», poema que se incluye en La zafra (no hay otra información bibliográfica en el ejemplar que manejo que la fecha de su publicación: 1926):
Y así sórdidamente, huérfanos de cariños, con el nocturno ejemplo de la promiscuidad, en el bohío crecen los pobres niños, con un precoz instinto de voluptuosidad…
Así en estos lejanos parajes olvidados vitaliza el estupro el hijo natural; y los hijos anónimos y los hombres burlados del adulterio aspiran el perfume letal… descalzos y desnudos, niños escrofulosos, con los puercos se arrastran en el negro hormigón; con gallinas enfermas y con perros sarnosos…
(¡Y esto ocurre después de la Revolución!…). (pág. 51)
(Para evitar posibles confusiones, conviene recordar que —como lo hacía Martí— Acosta emplea la palabra «Revolución» para referirse a la guerra por la independencia de Cuba, que duró de 1895 a 1898).
En «Un pueblo», cuando el hablante poético alude al juzgado —eterno enemigo del guajiro— y al machete que dirime sangrientamente las contiendas rurales, está sugiriendo con leve pincelada este otro aspecto del campo isleño. Pero por su ambigua brevedad dicha mención no entorpece el imperante bucolismo ambiental.
[xxvii] Ransom, pág. 5. Traduzco: «Exitosamente adaptada a su entorno natural».
[xxviii] Acosta, «Noche del campo», El Apóstol y su isla, pág. 62.
[xxix] Acosta, «Mi corazón y yo», El Apóstol y su isla, pág. 51.
[xxx] Acosta, «Frente a este cuadro», El Apóstol y su isla, pág. 54.
[xxxi] Acosta, «El campo es como un niño», El Apóstol y su isla, pág. 57.
[xxxii] Ibídem pág. 57.
[xxxiii] Ibídem pág. 58
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