Introducción
Retrocedo en el tiempo poco más de cuarenta años y me veo en el patio de la casa familiar, sentado en la escalera y embebido en la lectura de Historia de mi vida, las memorias del gran actor cómico y hombre de cine Charles Chaplin. El libro acaba de salir en la colección Huracán, del Instituto Cubano del Libro. De todo lo que por entonces se publicaba en el país, es difícil que hubiese algo más humilde que estos impresos en pobrísimo papel gaceta y encolados, que a medida que los meses pasaban mostraban una inquietante tonalidad amarilla y en cuyas hojas ―a la menor desatención a los estantes― las trazas, siempre hambrientas, abrían larguísimas galerías. Hoy día es cada vez más difícil encontrar ejemplares de aquella colección en la que fueron publicadas no pocas maravillas, como ese libro de Chaplin que tanto me impactó y del cual todavía recuerdo pasajes a pesar del tiempo transcurrido.
Por aquellos años sesenta del siglo pasado había un programa de televisión que, con el título «La comedia silente», domingo tras domingo presentaba los viejos cortometrajes del género que habían alcanzado a sobrevivir en los archivos de la televisión nacional después del triunfo de la Revolución en 1959. En el programa, de una genialidad absoluta, una misma y única persona (el nunca bien recordado Armando Calderón) asumía papeles de animador, narrador, doblaje de voces, actuación y encargado de la selección. Niños e incluso adultos hacíamos pausa, a las nueve de la mañana, para alegrarnos con un poco de buena risa con las locuras y hazañas físicas de los policías de Keystsone, las confusiones en que se veían con frecuencia envueltos Laurel y Hardy, los gags de precisión matemática a que acostumbraba Buster Keaton, las situaciones absurdas que tocaban a Hal Roach, el balance único entre emoción íntima y dominio corporal de que era capaz Chaplin. Sin lazo alguno con las productoras o archivos estadounidenses, es claro que la dotación era velozmente consumida, a fin de cuentas, las bóvedas de la televisión nacional tenían límites, de manera que ―al paso de los años― habíamos visto los mismos cortos cómicos una y otra vez.
Las impresiones que se reciben durante la infancia son en tal modo duraderas que recuerdo muchas de aquellas películas breves como si las estuviese viendo ahora mismo y puedo reír de un chiste o describirlo igual que si transcurriera en pantalla. En uno de ellos, A pair of tights (1928), la actriz Marion Byron interpreta a una joven a la que su novio invita a salir; queriendo matar dos pájaros de un mismo tiro, el novio invita a la compañera de cuarto de Byron para entonces sumar a un amigo que, a su vez, anda buscando novia. En esta combinación perfecta, donde el amigo tal vez solucione su angustia emocional, el único problema es que ambos galanes andan cortos de dinero y, en lugar de algún gran sitio elegante, solo pueden invitar a las muchachas a comer un cono de helado. Para colmo, la heladería está justo frente a una señal de no parqueo, de manera que ―mientras Byron baja a comprar los helados― el auto debe dar la vuelta a la manzana. La comicidad, como en una parodia del deseo tantálico, está en la continua introducción de un acontecimiento caotizador que le impide a Byron regresar al orden y la seguridad representados en el auto. Una vez es el choque con un despreocupado transeúnte que empuja la puerta por la cual ella intenta salir (con lo cual los helados van al suelo); en otra, la atormenta un insistente perro que igual gusta del helado (que cae al piso de nuevo). A estas alturas, obligados a dar vueltas y solo con segundos para rescatar a Byron antes de recibir una multa por mal estacionamiento, la situación también se ha tornado agónica para los que están dentro del auto. En un intento más, Byron compra nuevos conos, se lanza al auto, pero en ese mismo momento, cuando ya todo parecería resuelto, una señora con aire de distinción y muy bien vestida confunde el auto del novio con un taxi, abre la puerta y se sienta… encima de los conos de helado. La contraposición entre el rostro de Byron y la expresión, entre sorprendida y asustada, de la señora es tan inocente y divertida como perversa y cómplice; el simple resultado de un resbalón corre en paralelo al sobresalto en la parte trasera del cuerpo femenino y a la sugerencia de una emisión seminal.
Otro cortometraje, esta vez de Laurel y Hardy ―In You’re Darn Tootin (1928)― presenta a la pareja en una esquina de la gran ciudad en la cual se produce una delirante trifulca ―en la cual participan decenas de transeúntes masculinos a medida que se acercan―; la piedra de escándalo en esta ocasión es tomar al oponente por encima de ambos bolsillos laterales del pantalón, dar un tirón hacia abajo y dejarlo en calzoncillos en plena vía pública. Esta locura de masculinidad avergonzada descansa en una premisa mórbida según la cual, a medida que aumenten los hombres en ropa interior masculina parados en esa esquina, más hombres se acercarán a ver qué ocasiona la alteración de la tranquila o controlada vida de la ciudad y, en la lógica progresiva de este tipo de caos, a recibir también el mismo tratamiento. De forma curiosa, un año antes, en el primer corto en el que trabajaron juntos, Putting pants on Phillip (1927), la noción de masculinidad es igualmente el punto de conflicto dado que Laurel personifica a un joven escocés que viaja a Estados Unidos donde es recibido por su tío, interpretado por Hardy. Para este último, la tradicional saya escocesa del sobrino es un problema y hace diversos esfuerzos para, según indica el título, meterlo adentro de un pantalón.
Es aquí donde vale la pena introducir el párrafo de Chaplin que más me inquietó de su biografía, aquel donde afirma que la mejor manera de quitarle a un hombre toda su dignidad está en darle una patada en las nalgas. Del mismo modo, o quizás, puede que sea lo mismo que ocurre con el helado en el trasero de Marion Byron; es decir, la mejor manera de controlarla belleza femenina: poseerla sexualmente y dejarle una marca, mancharla. Para Chaplin, quien provenía de las clases bajas británicas, la agresión a las nalgas ponía en evidencia la suciedad «normal» de todo tipo de figura de autoridad cuyo poder se sustenta en el dinero que poseen o su capacidad de hacer daño a los más débiles; policías, ricos y matones (la trilogía por excelencia de aquellos a los que se oponía su personaje de vagabundo) son el blanco favorito de esas patadas en el trasero, de ese momento en que la imagen concentra la atención en la zona más «sucia» del cuerpo, el ámbito de lo fecal.
El hecho de la patada es dos veces terrible porque atraviesa cualquier pompa o artificio del cual el poderoso haya conseguido rodearse y porque lo devuelve al nivel del punto donde el golpe es recibido: el ano. Todo boato es inútil frente a esta evidencia tan descarnada, exactamente aquella que el poderoso ha tratado con desespero de ocultar o desviar; dicho de otro modo, es un simple mortal más que posee ano, que está obligado a cumplir con la función de excreción y que le espera, de manera inevitable, la muerte. Esta última condición explica la estructura semiótica que sostiene el chiste en esa escena mayor de la historia del cine en la que Chaplin, mientras hace una parodia de Hitler en El gran dictador, comienza a jugar con un globo terráqueo, lo lanza al aire y, luego de tenderse bocabajo encima de una mesa, espera a que el globo descienda y entonces le da un leve golpe con las nalgas para que vuelva a ascender.
II
Si volvemos a pensar el delirante cortometraje de Laurel y Hardy que hemos comentado, descubrimos que la comicidad funciona sobre la base de una doble articulación que vincula estructura y sentidos. Aunque no puedan separarse de manera absoluta, lo primero corresponde a los elementos (o actores) de la situación, sus desplazamientos y los principios que los justifican, las condiciones espacio-temporales del (o los) acontecimientos, la arquitectura que entrelaza los componentes del conjunto. Una situación cómica es, de modo obligatorio, un sistema: una estructura que pertenece y se encuentra inserta dentro de un medio con el cual establece relaciones de intercambio. El sistema es autónomo e interconectado; funciona según reglas propias a la misma vez que obedece a los dictados de aquella entidad superior dentro de la cual vive y se integra.
Para que esto no sea tan frío y abstracto, vale la pena recordar el viejo chiste del caballero que, en su vagar por el mundo, llega a un país extraño donde, a lo lejos en el horizonte, resplandece un castillo rojo. El caballero, que busca siempre aventuras nuevas, hace lo que siempre hacen los caballeros: enfila hacia el castillo, da par de aldabonazos en la puerta roja y, puesto que nadie abre, la empuja. Para su sorpresa, adentro todo es rojo, de modo que atraviesa un enorme salón rojo, encuentra una escalera roja, sube hasta una habitación roja y allí, sentado en una pequeña silla, resulta que hay un enanito verde. El caballero lo mira con asombro y le pregunta: «¿Y tú, qué coño haces en este cuento?». El episodio cómico propone al oyente un contrato narrativo tal que el elemento fantástico (la existencia de ese castillo que no solo luce enteramente rojo desde afuera, sino que también es absolutamente rojo por dentro) produce, por lo inverosímil, una suerte de comicidad inicial o introductoria). Claro que pudiéramos hacer preguntas o enredarnos en razonamientos que traten de reestablecer la verdad y que se opongan al efecto cómico; por ejemplo, bastaría imaginar que serían necesarios muy diversos tonos de rojo para poder distinguir la aldaba del portón, el portón del muro, la escalera de las losas del salón y así por el estilo hasta dar con el enanito verde. Sin embargo, el contrato narrativo es tal que la pregunta es eludida en función de ese espacio-tiempo otro donde lo inverosímil se vuelve realidad.
La más clara evidencia en cuanto a la lógica del chiste es que emana de ese contraste entre rojo y verde, una tensión que remite a un conflicto entre orden y caos que, al mismo tiempo, involucra opuestos como totalidad y excepción, coherencia e incoherencia, absurdo y razón. En paralelo a lo anterior, en una suerte de segundo nivel, la comicidad proviene de la intención del actante de restaurar el orden y la lógica de las acciones relatadas, pero también de extender la acción hasta nosotros (los oyentes) y de golpe arrancarnos del tipo de ensoñación (suspensión de la verdad) a la cual, siguiendo al narrador, nos habíamos entregado. De hecho, si el enanito verde está fuera de lugar, es casi como decir que los oyentes nos hemos dejado embaucar por unas simples palabras, como tontos; al mismo tiempo, dado que se trata de un juego complejo, bien que estamos seguros de que no es tan así, pues… ¿no habíamos establecido, desde el comienzo, un contrato con el narrador?
¿No es eso lo que hacemos cuando nos enfrentamos al relato humorístico, «dejar» que nos engañen, nos sometan a burla, nos manipulen con palabras, nos enreden en vericuetos lógicos como laberintos para niños, que jueguen con nuestra capacidad, nos propongan acertijos?
Finalmente, el último elemento de la comicidad ―más allá de lo que pertenece en forma estricta al contrato narrativo― depende del ambiente de intimidad que el narrador sea capaz de crear frente a la audiencia o lectores, de los aspectos oscuros, ocultos, sórdidos, subterráneos, secretos, apenas decibles, entre ambos. Es así que, en una narración calmada e incluso distanciada, de modo súbito aparece una exclamación propia del lenguaje vulgar para la cual el narrador no solicitó permiso; la única manera de que esto tenga algún sentido es que existan, estén presentes tal serie de condiciones que aseguren (o inclinen a creer) que semejante grado de comunicación va a tener lugar. El gag citado de Laurel y Hardy, ¿tendría igual efecto perturbador en caso de proyectar el cortometraje en un asilo de jóvenes huérfanas, o es necesaria (imprescindible tal vez) una cantidad mayoritaria, aplastante, de espectadores masculinos que, mirando en pantalla esa cantidad de varones a quienes bajan el pantalón hasta la rodilla, suelten la carcajada al tiempo que experimentan el rubor de haber podido ser ellos los agredidos?
III
¿Qué es la comicidad? ¿Cómo se obtiene? Un viejo chiste habla de un grupo de prisioneros que, encerrados en la misma galera, han sido condenados a cumplir largas penas. Llevan ya tanto tiempo juntos que ya saben las historias familiares de cada uno, casi pueden adivinar lo que piensan y hasta los chistes de cada quien conocen; a tal llega la conexión que ya ni siquiera repiten el chiste, sino que (conocedores de loque dirá cada uno) han puesto número a las intervenciones que sin duda alguna tendrán lugar. Así, a la hora de contar chistes, en la noche, alcanza con pronunciar el número y la galera entera estallará en carcajadas; pero entonces, en este mundo matemáticamente estructurado (siempre es lo mismo) entra un preso nuevo, ignorante del código y deseoso de participar. El nuevo, contagiado con la ola de risas, pronuncia al azar tres números a los que cada vez sigue un silencio absoluto y se escucha entonces la voz de alguien (no importa, cualquiera) que le dice: «Compadre, ¡qué pesado tú eres!».
El chiste, una perfecta maquinaria de relojería, nos revela varias cosas acerca del chiste mismo. La primera, su carácter de eminente hecho social, pues alcanza, devela o revela su sentido cuando se desarrolla en comunidad, colectivo o grupo; necesita ser comunicado, compartido, disfrutado en común. Segunda cosa, es un constructo verbo- visual con una duración determinada; esto, la cantidad de tiempo que un chiste necesita para «ser» es esencial en el delicado equilibrio entre risa y fracaso. Tercero, sería enteramente codificable de no ser por los componentes de improvisación y gracia que aporta el narrador. En un nuevo ejemplo de balance frágil la improvisación y la gracia «negocian» sus oportunidades con dos contrarios poderosos: el tiempo y el contrato implícito entre la audiencia y el narrador. Los oyentes asignamos, regalamos, entregamos al narrador una cantidad de tiempo con la condición (innegociable) de que alegre y haga reír; en esta cantidad temporal que sea el narrador introducirá variaciones, repeticiones, sin sentidos o desvíos con tal de que ―en algún momento o de modo razonable― regresemos al motivo original con una palabra, hecho visual o situación absolutamente sorprendente y que restaure el orden original o proponga tal dimensión del caos que no mueva sino a risa.
La idea de una sacudida del orden tal que desate ataduras a lo razonable y nos lleve a estallar en risas, esconde un reverso monstruoso y aterrador, pues la ausencia de un orden humano que la razón pueda comprender y explicar es lo que fundamenta al horror como género. No podemos negar que vivir en sociedad equivale a aceptar, soportar, asimilar o negociar (por lo general, todo a la vez) una cantidad y variedad inmensa de órdenes, normas, condicionamientos, jerarquías, limitaciones, deberes, obligaciones, constricciones que operan en nuestras vidas de manera continua, permanente y entrelazada con las que tocan a nuestros familiares, amigos, vecinos, conocidos, personas cercanas o desconocidos totales, de nuestro país o del mundo. Si esto fuera poco, las normas dialogan entre sí, se interconectan y crean órdenes de restricción superiores ya sea para pequeños grupos o naciones enteras.
Lo cómico ridiculiza todo esto y lo erosiona, corroe, destruye o desnuda mostrándolo en su banalidad, inutilidad, pompa, absurdo, condición criminal, monstruosidad o precario equilibrio; por eso, en la muy aguda interpretación del perdido texto que supuestamente Aristóteles dedicó a la comedia, el novelista Umberto Eco (en su bien conocida obra El nombre de la rosa) se vale de un personaje de ficción (el fanático religioso Jorge de Burgos) para adelantar la sospecha de que el libro de Aristóteles fue destruido porque nada es más peligroso para el poder autoritario que la simple risa. De hecho, un artículo titulado «La risa y el humor en la antigüedad», del autor Javier Martín Camacho, agrega los siguientes datos tomados de Jacques Le Goff:
[…] podemos decir que en las primeras Reglas Monásticas del Siglo V, las referencias a la risa se encuentran en el capítulo dedicado al silencio, en las Taciturnitas se lee: «La forma más terrible y obscena de romper el silencio es la risa, si el silencio es virtud existencial y fundamental de la vida monástica, la risa es gravísima violación». Para San Benito, a partir del Siglo VI, la risa es contrapuesta a la humildad, ya abandona el ámbito del silencio y es ubicada como algo contrario a la humildad y caridad cristiana. En el Siglo VI, en la Regula Magistri, en el capítulo en donde se hace referencia al cuerpo humano se menciona a la risa de la siguiente manera: «Cuando la risa está por estallar hay que prevenir, sea como sea, que se exprese. O sea que, entre todas las formas malignas de expresión, la risa es la peor».
Otro ejemplo de esta ofensiva contra la risa lo encontramos en un ensayo de título sorprendente, «Henever even allowed his white teeth to be bared in laughter-The politics of humour in the Carolingian renaissance», de Matthew Innes. El texto se vale del recuento escrito por el obispo auxiliar Thegan de Tréveris sobre el reinado de su contemporáneo Luis, el Piadoso (778-840), hijo y heredero del emperador Carlomagno) para explorar la concepción propia del temprano medioevo según la cual la virtud del soberano estaba en directa correlación con un modo de manifestar la moderación que incluía el no reír. La idea para el ensayo de Innes nace de un párrafo del texto de Thegan donde asegura que ―a pesar de que en las festividades el pueblo riera a su alrededor, animado por bufones, mimos y actores― nunca los blancos dientes del soberano fueron vistos en una sonrisa (ille numquam nec dentes candidos suos in risum ostendit).
Que no se trata de un entramado conceptual exclusivo del mundo europeo nos lo aclara el artículo «Real Buddhas Don’t Laugh: Attitudes towards Humour and Laughter in Ancient India and China», de Michel Clasquin (Social Identities, Volume 7, Number 1, 2001). En los varios ejemplos que acerca de la concepción budista del humor ofrece Clasquin, podemos apreciar que «para un monje budista en la antigua India reír alto era una ofensa, un asunto que requería confesión y expiación frente a la asamblea de sus compañeros». De hecho, la risa mereció una clasificación en seis diferentes tipos y solo uno, la expresión contenida de contento (se expresa con un ligero desplazamiento hacia arriba de los labios) es admitida; según Clasquin, para un monje de menores logros, tal vez es aceptable la segunda categoría (algo así como el inicio de una sonrisa en la cual se enseña ligeramente la fila de los dientes), aunque es algo para ser superado.
Las potencialidades de lo cómico frente al poder tienen un ejemplo exacto en el conocido cuento «El traje nuevo del emperador», de Hans Christian Andersen, donde dos pícaros se instalan en un reino y comienzan a engañar a las personas vendiéndoles ropas que, esta es la condición estructural de la historia, tienen la cualidad mágica de no poder ser vistas por estúpidos e incapaces. Cuando un cliente llega, los fingidos sastres se afanan encima de telas que no existen, miden, cortan, cosen, comprueban, pero nadie se atreve a decirles que mienten porque entonces tendría que reconocer (para los demás y ante sí mismo) que es incapaz y estúpido; por este camino, cuando el emperador escucha hablar de esas ropas maravillosas y manda dos cortesanos para que averigüen, estos regresan con todo tipo de alabanzas, atrapados también en el engranaje de la estafa. La historia alcanza su clímax cuando el soberano no solo adquiere uno de los mentados trajes, sino que ―deseoso de mostrar su poder―, elige vestirlo en ocasión de un gran desfile que tendrá lugar dentro de poco y el cual, como Emperador, le corresponde encabezar. Lo primero es que se trata de esta celebración con categoría de gran oficial. Lo segundo que, a estas alturas, el rumor acerca de los nuevos sastres se ha convertido en una especie de gran tema en las conversaciones del reino. Lo tercero que, como todos los poderosos fatuos, el Emperador se encarga de que la mayor cantidad de población esté presente para admirarlo a él en su gloria. La lógica del cuento nos obliga a pensar que hay unos instantes durante los cuales la maquinaria de la opresión funciona y el Emperador, tal vez durante unos metros, encabeza el desfile de marras, entre decenas de miles de pueblerinos que ven lo ridículo, pero nada se atreven a decir; esos procedimientos de imposición que el cuento mantiene en la sombra (los soldados, las armas, los casos de violencia que deben de haber precedido a la situación concreta que está teniendo lugar) son fundamentales para nosotros porque nos permiten comprender qué es lo que la risa descompone, por qué la risa es tan terrible enemigo del poder. Porque entonces, en el caso del Emperador, basta escuchar la voz del niño que exclama: «¡Pero, si está desnudo!», para que la multitud pase del cuchicheo a la burla y estalle en un mar de carcajadas.
Pero como mismo el narrador se obliga a un balance fino, delicado hemos escrito, en términos del componente espacio-temporal en la situación humorística (apelando a la terminología de Bajtín, «el cronotopo»), también debe de orientar sus jugadas en el entramado de constricciones que a diario y a todos nos rodean; esto quiere decir que los contextos incluyen suerte de mandatos (abiertos o implícitos) según los cuales ni todo puede ser sometido a burla ni tampoco de cualquier forma. Lo maravilloso, al mismo tiempo, es que la existencia del límite justifica tanto el acercamiento a él como su negociación; mientras que instantes de crisis conducen a una contracción de lo posible, el espacio-tiempo donde transcurre la vida no puede sino tener un borde. Dicho de otro modo, existirá el presente de crisis, pero también existió un pasado (que tuvo que ser distinto, porque ¿de qué otro modo sentiríamos el presente como una crisis?) y va a existir un futuro (que escapa a todo control y que pudiera ser mejor); junto con esto, igual lógica puede también ser aplicada al espacio. Por eso, desde la óptica de los poderes establecidos, y mientras más arbitrario, despótico y autoritario sea el poder, más verdadera se hace la proposición de Eco: la risa tiene que ser reducida, destruida, borrada porque no hay ningún enemigo peor. Por cierto, que lo de «peor» es también claro en el ejemplo ya comentado de los presos: el chiste, la carcajada, ese modo de alegría solo existe cuando es compartido. Mientras que lo monstruoso, lo enfermo, lo sucio, lo putrefacto, lo feo se espera que provoquen rechazo, lo cómico convoca al acercamiento y la participación.
El juego con (y en) el borde de lo que es posible representar en un tiempo histórico y lugar concretos da vida a variedades del humor tan punzantes como el humor negro, el humor fecal, el humor ofensivo, etc. Un ejemplo es el de dos hombres que, en el segundo o tercer piso de un edificio, de balcón a balcón, se lanzan a un niño. El niño viene por el aire y, cuando parece que va a caer, uno de los hombres lo agarra por un pie y entonces lo devuelve al otro. De nuevo el niño viene por el aire y, cuando parece que va nuevamente a caer, el hombre lo coge por un brazo, lo acomoda un poco y se lo vuelve a tirar al compañero que, en el balcón de enfrente, ha quedado esperando. Una señora, que viene caminando por la calle, levanta la vista, ve lo que sucede y grita horrorizada: «Pero…. ¡Dios mío, qué hacen! ¡Van a matar a ese niño!». El hombre que en ese momento tiene al niño le responde: «No se preocupe, señora, ya está muerto».
Tanto la sensación de horror de la señora como la respuesta despreocupada del hombre que sostiene al niño dependen de los gestos y entonación de los que sea capaz aquel que narra; es decir, que además de todo lo que anteriormente hemos apuntado, el acto de contar chistes también es un momento de actuación, una suerte de «subida al escenario» que obtendrá los mejores resultados cuanto más refinada sea la maestría del narrador. Parte de esa maestría está en la capacidad, en aquel que cuenta, de mantener una distancia crítica tal ―del propio relato y de las reacciones de la audiencia― que le permita manejar, manipular, controlar, mover a su favor las variables que hemos venido mencionando; tanto el contador de historias de humor como el humorista que las escribe o el actor cómico que las interpreta son artistas, dueños de un talento sumamente específico que la combinación de estudio, experiencia y práctica (la prueba y el ensayo una y otra vez) permiten perfilar.
¿Qué es un chiste, cómo se hace, por qué reímos, con cuáles consecuencias? Voy a intentar una aproximación a través de cuatro anécdotas. El filósofo estoico Crisipo de Solos, vio a un burro dando tumbos, borracho luego de haberse atragantado con dátiles, y tuvo tal ataque de risa ante lo ridículo de la imagen que se atragantó y murió. De las varias versiones de esta historia, una asegura que el mismo Crisipo estaba borracho, cosa aún más interesante porque implicaría que mirar al burro sería como verse él mismo (y a la humanidad) en un espejo: el sinsentido de todo. El poeta cubano Julián del Casal, sentado a la mesa de uno de sus mejores amigos, escuchó un chiste, soltó una carcajada y cayó de espaldas, muerto; había sufrido un aneurisma. En este episodio insólito hay tres misterios: espigando entre los varios recuerdos que nos han llegado sobre el poeta (al cual sus contemporáneos dedicaron un número ―homenaje de la revista La Habana Eleganteal cumplirse un año del fallecimiento) resulta que fue esa la única ocasión en la cual alguien lo escuchó reír de ese modo al que denominamos «a mandíbula batiente»; el segundo misterio es que, cuando los presentes corrieron a asistirlo, descubrieron que Casal aún sostenía entre los dedos el cigarrillo humeante que fumaba; y tercero, lo principal, es que ninguno de los presentes en aquella mesa pudo recordar el chiste.
El tercero de mis ejemplos, es loco como ninguno, pues se refiere al inglés Joe Miller, actor dramático que vivió a fines del siglo xviii y era conocido entre sus contemporáneos como persona de seriedad extrema; curiosamente, alguien que jamás hizo chistes, quedó para la historia como un bromista enorme. La explicación, o curiosidad, radica en que ―justo por ese carácter adusto― los bromistas de la taberna Black Jack, en la cual Miller acostumbraba a pasar cada tarde, decidieron atribuir al actor los chistes que circulaban en el lugar. Muerto Miller, y habiendo dejado a la familia sin bienes importantes, los contertulios del Black Jack coleccionaron dichos chistes, bromas y anécdotas cargadas de ingenio para darlas a la luz en un pequeño libro que lleva como título Joe Miller’s jests, with copious additions(«Las bromas de Joe Miller, con copiosas adiciones»). Lo de «copiosas adiciones», en este libro publicado en New York en 1865, está justificado porque la edición original contiene 198 chistes o situaciones jocosas, mientras que esta de ahora suma 1, 286. Del brevísimo prefacio, cuya autoría parece ser debida al editor Frank Bellew, merece destacarse la manera en la que refleja la capacidad del humor para traspasar fronteras y, sobre todo, la definición de un nuevo tipo de individuo y de una nueva ciencia cuando el autor del prefacio escribe: «[…] para el ratón de biblioteca y estudiante de la Chistología […]» (But to the bookworn and student of Jokology…).
Para terminar, mi cuarto y último ejemplo proviene del recuerdo de alguno de los hijos de Chaplin quien relató que, durante la infancia, el padre acostumbraba a proyectar las películas que lo habían hecho famoso y que en aquellas sesiones era un instante mágico cuando el artista sonreía con las bromas y piruetas del personaje en pantalla, se alegraba, daba palmadas y, secándose las lágrimas de tanto reír, pronunciaba esta frase, como si no fuera él mismo quien estaba en la pantalla: «mira lo que hace el hombrecito». Esa distancia crítica, durante la cual el Yo es un Otro, nos ayuda a atravesar por el interior del humor al mismo tiempo que salta la carcajada, pero también a salir de la alegría e intentar, hasta donde eso sea posible, comprender sus mecanismos. A lo largo de décadas he intentado entender, aplicar, desmenuzar, absorber los sentidos de ese párrafo de Chaplin que antes cité. Al final, como la literatura responde preguntas que le hacemos, pero también nos interpela, escribo este libro.
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