Deseo, en primer lugar, agradecer profundamente a mi amigo Hernán Lara el honor de estar junto a ustedes para presentar un libro que es, por muchas razones, entrañable para mí; un libro del que guardo imborrables recuerdos, porque lo escribió mi hermano menor Senel Paz, cuando éramos muy pobres y muy felices.
Si busco en los viejos cajones de la memoria, de repente va a surgir la imagen de un joven de dieciocho años, con toda la inocencia del mundo y un talento que le salía por cada poro del cuerpo. Ese joven va armado de innumerables libretas escritas a lápiz, me entregará su arsenal literario y se pondrá en mis manos de pertinaz e inveterado maestro: en aquellos terribles relatos iniciales, detrás de las inevitables influencias kafkianas de todo joven escritor en conflicto con su padre, de una escritura casi primitiva, se escondía una imaginación desbordada, un magma volcánico en ebullición, unos caballos desbocados que literalmente volaban sobre la materia narrativa, produciendo un raro efecto que en aquel momento me pareció que podía llegar a ser importante para nuestra literatura. Unos meses después, en la revista universitaria Alma Mater presenté su primer cuento publicable, «La santa», anunciando la aparición de una nueva voz en la narrativa cubana. Se llamaba Arsenio Senel Paz Martínez (si me oye decirle Arsenio es capaz de asesinarme) y desde aquel día nuestra amistad, nacida desde la literatura, fue un verdadero acontecimiento en nuestras vidas.
Durante muchos años he seguido sus pasos, en una época orientándolos, después admirándolos, sintiendo cada triunfo suyo como propio. Así, cuando a instancias mías presentó un libro de cuentos pantagruélicos en el Concurso Casa de las Américas de 1971 (era un libro de más de trescientas cuartillas, con cuentos de setenta y más páginas) y obtuvo el galardón de que uno de sus cuentos, «La casa de los espejos» (donde va a aparecer por vez primera el personaje de la odiada Doña Florinda de su novela), fuera seleccionado para una antología, él se percató de que realmente todo cuanto yo le decía era cierto. La literatura contaba con uno más de sus elegidos.
¿Qué traía de novedoso la narrativa de Senel Paz? Pues algo prácticamente original en Cuba: la visión de un niño mágico. Nada nuevos eran los asuntos de sus cuentos. Ahí estaba el campo cubano con todas sus miserias, rigores y explotación ancestrales, que ya conocíamos en nuestra literatura desde las primeras décadas del siglo por Luis Felipe Rodríguez, Carlos Montenegro y más recientemente, y con altísima calidad, por Onelio Jorge Cardoso. Pero lo verdaderamente nuevo era ese punto de vista del niño fantasioso, aquella prosa tersa, casi ingenua, signada por la más absoluta autenticidad. Cierto que por esos años otro autor joven de gran talento había comenzado a publicar y su óptica parecía similar a la de Senel: me refiero a Reinaldo Arenas que con Celestino antes del alba había introducido ese personaje de niño alucinado en nuestra literatura. Pero ahora les repito lo que por entonces le afirmé a Senel: el niño de Arenas era un niño retorcido, un niño con las características diabólicas en el que más tarde se convirtió su autor; un niño desgarrado, atravesado por el dolor y la angustia explícitas. EI niño de Senel era un niño puro, ingenuo, tierno e indefenso: cuando en su cuento «Bajo el sauce llorón», asistimos a su primer enfrentamiento serio con la vida, con las miserias del maltrato paterno, el lector sufre doblemente, porque el terrible final resulta una bofetada en plena cara; aparentemente el niño no sufre el impacto, todo queda implícito pero nosotros sabemos que aquella inocente ingenuidad ha sido lastimada para siempre.
Con Un rey en el jardín, Senel quiso saldar su cuenta con el mundo de la infancia: aquí está el campo con su dolor de siglos, los rastros de la explotación, el sufrimiento de una familia en los últimos escalones de la pobreza, pero totalmente tamizada por los ojos de este niño fantasioso —«mágico» lo llamo yo— que como una especie de Rey Midas, convierte en ternura todo cuanto toca. EI lector va siguiendo el periplo de esta familia campesina, una abuela, la madre, dos hermanas y el niño, que tiene que abandonar el campo en una desesperada huida de la pobreza, para instalarse en el pueblo donde subsisten casi milagrosamente. En ese pueblo los va a sorprender la guerra de liberación y el triunfo revolucionario de 1959, todo visto y narrado a través de esos ojos recién nacidos.
En esta novela, hablan las gallinas, las mulas, el niño vuela sobre una mariposa, Jesucristo realiza una visita a la casa, una gallina hace un acto de circo, el niño les habla a las flores. Aquí está presente el Martí del Ismaelillo en el vuelo de la mariposa, y está la presencia de Jerzy Andrzejewski, el gran escritor polaco de Las puertas del paraíso, una novela que fue muy estudiada y discutida por nosotros y que dejó una huella imborrable en Senel. Y está ese extraordinario personaje de la abuela, un resumen de todas las abuelas que en el mundo han sido, narradora de los maravillosos episodios que van alimentando la virgen imaginación del niño.
No quiero hacerles un estudio minucioso ni un análisis crítico de esta primera novela de Senel. Estoy demasiado cerca de ella para hacerlo; no me considero, por otra parte, un profesional de la crítica académica. Solo quiero decirles que en esta época que vivimos, tan cargada de carroña humana, tan enloquecida por el miedo, las guerras y todas las locuras que el ser humano inventa a diario para hacer más difícil su existencia, la lectura de una novela como Un rey en el jardín nos introduce una gota de pureza, una ráfaga de ternura: cuando terminamos de leerla creo que somos un poco mejores. Ella nos ayuda a ser, como quería Machado, hombres en el mejor sentido de la palabra, buenos.
Presentar esta novela, amigos míos, en esta Feria del Libro, es para mí una verdadera fiesta.
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Texto incluido en El libro de las presentaciones, de Eduardo Heras León, publicado en 2018 por Editorial Oriente.
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