
De Frank Abel Dopico se ha dicho: «Tu capital hazaña fue llevar al extremo el lenguaje figurado sin desligarlo de una lógica común, de modo que tus poemas saben a una especie de surrealismo que no asusta, que a la larga parece natural».[i] Sucede así con «Ojos de lechuza», poema recogido en El correo de la noche, libro que hizo merecedor a Dopico del Premio David y de la Crítica en 1988.
«Ojos de lechuza» va acerca de la espera, que es lo mismo que decir sobre el paso de la vida: todo se detiene, se apelmaza, se duda hasta de uno mismo, en ese momento en que se ansía por el otro, en el que su presencia no es una certeza, apenas un deseo, casi una derrota. Se habla de la narratividad que prima en los poemas de Dopico y así es: aquí se cuenta una historia, la de esta muchacha y su deseo, sus ansias, y su pena, su deshacerse ante la falta. El tiempo es, entonces, otro elemento clave. Se ha detenido en su zozobra, pareciera eterno. ¿Cuánto dura una espera? ¿Cómo se percibe el tiempo en el que no llega lo que más se quiere, en el que puede ser que ni siquiera llegue?
El sujeto lírico consigue jugar con las posibilidades reales de una espera. Bien puede no llegar el otro. O al menos con la percepción de quien espera, de la muchacha, para quien la espera es la falta misma, el atisbo de lo que puede sostenerse, eternizarse. Sin embargo, este narrador/sujeto lírico pareciera saber más que eso, y por ello su insistencia en disuadir a la muchacha, en conseguir rendirla con la fuerza de sus palabras como un látigo, ya que la ausencia misma no lo consigue:
Muchacha no serás, te quedarás sentada sin abrir los ojos, Casi sin verlo. casi ni él vendrá. Será aquel goloso andar de las hormigas, aquel movimiento absurdo de unos labios, será que ya él no viene y tú sentada. Lo esperas como siempre o como nunca […]
El sujeto lírico no tiene piedad con esta muchacha a la que habla. Y es que Dopico nunca temió a la segunda persona[ii] tampoco al tiempo verbal menos explotado en la literatura, el futuro. Así, pareciera dirigirse a ella desde un fustigar premonitorio. ¿Pero qué ha hecho esta muchacha para merecer castigo doble: la espera, y a este hablante poemático que casi encarna su propio temor, casi lo torna real al darle voz, al vaticinarlo? Pero en realidad el sujeto lírico habla desde un futuro distante, que deja todo este presente en un pasado remoto: no está previendo, está narrando lo que sabe que pasó. Este poema dura entonces toda la vida, ¡dura la muerte!
El sujeto no nos está contando un día de espera, nos está hablando de todos los días que esta duró, nos está hablando de la muerte de la muchacha. Abundan los símbolos sobre ello. Además de aquellos primeros versos —ya reflejados anteriormente— muy visuales de lo terrible, de lo fatídico, encontramos también: «te hundes en tus ojos poderosos», «eres materia que espera en el sillón, con los huesos/ al revés de como existes». Ella fue consumida por la espera. Por eso la imprecisión, la contradicción aparente de la estrofa final, cuando se dice: «Estás y no estás». Pero él llega, o al menos se anuncia, y esta impersonalidad de él en este punto nos hace aquí ya preguntarnos por su naturaleza, dudar. ¿Quién es este él? ¿Qué es eso que él encarna y ella espera?
Y es que pareciera que el sujeto lírico nos ha escamoteado la concreción añorada, regalándole al lector la misma incertidumbre de todo el poema: un encuentro que casi no sucede, o que no sucede de la manera querida, ideal. El lector percibe que queda algo faltando, queda la sensación en vilo para retener ¿qué? El encuentro solo está sucediendo, solo ha sido posible, gracias a la muerte.
Estás y ya no estás, él silba por el fondo, sus venas silban por el fondo (una estrella deja de existir, alguien existe alguna vez por descuidado), eres materia que espera en el sillón, con los huesos al revés de como existes; casi estás, casi él se anuncia, casi él te recuerda y tú lo anuncias. Sus heraldos te miran y los relojes comienzan su noche de antifaces.
La fugacidad de la vida es recogida de manera precisa con los versos: «una estrella deja de existir, alguien existe alguna/ vez por descuidado». Así, no es la muerte la que resulta fruto de un descuido, sino la existencia. Vivir es lo que es un azar, morir solo un destino, el destino. Y más aún para esta muchacha que nunca fue, que nunca sería.
Este es el verdadero encuentro, no entre ella y él, sino entre lo que queda de ella, lo que es ella ahora, y lo que de él se personifica: «él silba por el fondo, sus venas silban por el fondo», es decir, sigue sin estar él, sin estar de frente, ahora es todo «casi», para aludir a lo inatrapable, lo indescriptible, a lo desconocido para el sujeto lírico y para el lector: ¿qué es la muerte?, ¿qué hay después de ella? Es este un encuentro otro, de otra naturaleza. Y por eso «los relojes comienzan su noche de antifaces». Porque este es otro tiempo, el tiempo empieza también ahora a discurrir de una manera distinta, inapresable, comienza el verdadero goce del tiempo, su fiesta: comienza la verdadera eternidad, la de la muerte.
[i] Yamil Díaz: «Tango a favor de Dopico. (A la manera de una carta-prólogo)». En Frank Abel Dopico: El correo de la noche, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2015, pp. 5-13.
[ii] Recordar su emblemático «Tango a favor de las putas»:
Ahora, de verdad, pienso que no eras una puta.
Creo en la inocencia de encontrarse apenas una vez,
que bastan una noche y una vez para saber cuánto
estamos solos en un pozo […]
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