
Sobre el Autor
Antonio Bachiller y Morales (La Habana, 7 de junio de 1812 – La Habana, 10 de enero de 1889) fue historiador, profesor universitario, periodista, bibliógrafo y americanista, dedicado al estudio de la América precolombina, y cuya labor contribuyó al desarrollo de la bibliografía en Cuba y en Latinoamérica. Fue uno de los cubanos ―junto con Varela, Saco, Poey, Avellaneda y Plácido― cuyo nombre fue célebre en el extranjero.
De él diría Martí que era un «caballero cubano, americano apasionado, cronista ejemplar, filólogo experto, arqueólogo famoso, filósofo asiduo, maestro amable, abogado justo, literato diligente y orgullo de Cuba».
En su honor, fue instaurado el 7 de junio como el Día del Bibliotecario Cubano. De igual modo la Sociedad Cubana de Ciencias de la Información (SOCICT) ―que agrupa a los especialistas vinculados a las actividades de la información científico-técnica― y la Asociación Cubana de Bibliotecarios (ASCUBI), han instaurado el Sello conmemorativo Antonio Bachiller y Morales, que se otorga a personalidades e instituciones como reconocimiento por los méritos alcanzados en la contribución a la actividad bibliotecaria e informativa.
A modo de homenaje, en el aniversario de su natalicio, compartimos este texto suyo que fue publicado en el periódico habanero El Álbum, correspondiente a junio de 1838 e incluido por la investigadora y ensayista Cira Romero en su libro Atravesar los umbrales Cuba: crítica, ensayo y otras vecindades (1791-1922)
Fragmentos de su obra
Literatura romántica
Para mí es poesía todo lo hermoso en la naturaleza física y moral del mundo.
Domingo del Monte
No es mi ánimo dar a las materias contenidas en el título que antecede toda la extensión de que son susceptibles cuando se tiene por objeto dilucidarlas: es más modesta mi pretensión. Al destinar estas líneas al Álbum he procurado dejar el mayor espacio posible a otras producciones que deben amenizar sus páginas, y las señoritas que se dignen pasar sus lindos ojos sobre ellas me agradecerán una conducta que mayor entretenimiento y solaz le proporciona.
Cuenta que al apellidar romántica la moderna literatura no me alisto como necio y exclusivo partidario de las formas libres que proclama: distingo el pensamiento de la parte artística, y como vale más la esencia que el vestido, mi profesión de fe literaria está hecha en el epígrafe de este artículo. La recia y porfiada enemiga que hoy trae en debates a los partidarios de las dos escuelas es tan desacordada cual debe esperarse de las inspiraciones del amor propio, con mengua del corazón y olvido de la mente. Si la chispa de la esencia divina, como la llamó el abate de Andrés, si la chispa divina que sostiene y da vida a las ideas del poeta no se hiciera nula por la causa arriba expuesta, duraría ese espíritu hostil que desvirtúa y pervierte el don más sagrado, el presente más precioso de la divinidad.
El célebre Hugo, ese genio asombroso que habla como los ángeles y los demonios, que piensa como los reyes y los verdugos, dice: «las clasificaciones de clásicos y románticos cayeron en el abismo de 1830, como las de glukistas y picinistas en la sima de 1789. El arte solamente ha quedado».
El arte solo queda y el arte del poeta en su corazón, y la encomienda que recibe del cielo es embellecer la existencia con sus cantares, instruir a los hombres con la santidad de su ejemplo y de sus doctrinas, y hacer menos crueles las penas del corazón con el bálsamo celestial de la melancolía. De cualquier manera, vamos a escribir para la isla de Cuba en que todavía en cierne las letras son más terribles las luchas de las opiniones, porque estamos poco avezado a la tolerancia.
Una falsa idea de la misión poética hizo a sus cultivadores doblar las rodillas envilecidos ante los monstruos que destruyeron a la humanidad; ¡y ni aun el rubor coloreaba sus mejillas! Sentóse como un axioma que la ficción era el elemento de la poesía, y los poetas mintieron en regla, y el arte cargó el oprobio que merecía la bajeza de sus almas de cieno. A tan funesta creencia se allegó fatal inversión de ideas entre los fines y los medios poéticos: agradar, dice un célebre escritor, es el medio de que se vale la poesía para conmover, y confundidas las ideas se hizo lo que era medio. De consiguiente se desmoralizó la poesía a los ojos de los hombres, se extravió la inspiración, y los filósofos alzaron el grito contra seres envilecidos y embusteros. Pero no, la poesía nunca mereció el anatema que lanzó la virtud contra sus cultivadores: ella es una emanación del cielo, una chispa del soplo divino que nos anima, y está lejos del alcance de los fallos que contra ella pronuncia una sociedad ilusa.
La historia de la poesía es la del hombre y de la sociedad: las madres entonan sobre nuestra cuna los cantares del país; el sacerdote eleva al cielo sus manos deprecatorias, y voces de expiación y de consuelo resuenan sobre nuestro ataúd: así en más amplia escala la sociedad colora con sus diversos matices los versos del poeta. Al principio las imágenes materiales tenían toda su novedad y reían a la presencia del hombre, cuando tal vez ni una mancha de sangre se advertía en el espacio de la creación. El poeta pudo entonces cantar sin dolores: de sus labios salían palabras mágicas, y los armónicos sones de su lira daban animación y vida a los objetos materiales: todo se removía bajo de sus plantas, andaba sobre su cabeza y conversaba con él en sus devaneos sublimes: el cielo, la tierra, el mar y los abismos se poblaron de habitantes. ¡Poder soberano del alma, hija predilecta de Dios que como él crea, que como él no muere nunca y como él se goza en sus obras y en la bondad de las cosas! Cantaba sin esfuerzos lo que veía. Después que ya fueron más extensos los conocimientos del hombre, también se extendió la esfera de su sensibilidad y la poesía no fue tan sencilla; el poeta aumentó las cuerdas de su lira. Dios y el hombre: la patria y la instrucción fueron entonces el objeto de su culto. La poesía griega y latina tuvo estos fundamentos, y ellos aparecen siempre al través del velo conque los cubren los siglos. Tales son las bases de toda literatura que no quiera ser un pálido reflejo de lo que debe; y en esta verdad se funda el acertado sistema de los románticos. En este sentido, tan racional fue lo que se llamó clasicismo para los romanos, como lo es para los modernos la escuela que han adoptado: tan poeta Homero como Dante. Aquel en su Odisea embelleció la religión de su país; la religión de Jesús embelleció las producciones del poeta italiano, y el infierno, el purgatorio y el paraíso le ofrecieron gran parte de las maravillas que la componen. El objeto del poeta no es mentir, es embellecer.
El cristianismo debió hacer surgir un género de ideas en literatura, que no necesitó de un nombre hasta que hubo oposición y fue preciso crearle como signo de reunión, como enseña de bandería. El verdadero signo fue la cruz, y a su sombra se reunieron los creyentes, los enemigos de las formas idólatras. La libertad del mundo que se desprendía de las garras de pasiones innobles, fue coetánea con la libertad del poeta.
Empero la afición de los literatos a las formas de la antigua escuela torció las inteligencias del verdadero camino de la naturaleza. El espíritu de las academias levantó del polvo de las ruinas a los dioses de una religión que ya no era, y a la que el crucificado Jesús había lanzado para siempre del templo de la verdad y desconceptuado a los ojos de los hombres. Sin prestigios ni verdad la antigua escuela estaba muerta y enterrada, y en vano el talento quiso darle vida. Ellos eran la forma y el cristianismo es todo espiritual, sublime, célico, y el cristianismo es la religión del mundo civilizado. Esa religión social como la obra del autor de la sociedad que considera un hermano en cada hombre y formando estrecha alianza entre el cielo y la tierra en maravillosa armonía, hace depender de la práctica de las virtudes el venidero galardón de la beatífica gloria. Sin embargo, la verdadera poesía, la poesía del cristianismo estuvo largo tiempo oscurecida, como vergonzante, con momentos de bienandanza alguna vez. Del cristianismo decimos, porque la mayor parte de los antiguos escritores más hicieron alarde de mitológicas alusiones, más bien cantaron mezquinos y fabulosos hechos de fantásticos personajes, que enaltecieron los preciosos objetos que pudieron ser el asunto de su aplicación para gloria perdurable de su inteligencia y honor y prez de la época en que vivieron. Nosotros tuvimos al célebre Calderón, Inglaterra a Shakespeare, Italia a Dante, y según asegura madama Stäel, que dio las primeras noticias del sistema romántico en Francia, en Alemania se cultivó con más decisión.
En España siempre hemos seguido las inspiraciones francesas, y fuimos nimiamente clásicos, como ahora adoptamos de ellos las verdades de la nueva escuela. El origen de ella es común y bastara que nos ocupemos de su nacimiento en Francia.
La libertad poética fue proclamada como sistema después de la revolución francesa.
Los académicos se estremecieron al grito de alarma que lanzaron los jóvenes de la restauración cristiana. Entonces se calumnió al romanticismo, se le atribuyeron también los errores de los que usurparon su nombre, y se dijo que sus reglas eran no tener ninguna, ¡como si la poesía de la naturaleza renegase de las reglas naturales!
Según observa Víctor Hugo, «las revoluciones políticas tienen una relación muy estrecha con las épocas literarias. A la destrucción de Troya sucede Homero: Dante aparece entre los güelfos y gibelinos, y finalmente Chateaubriand después de la revolución más extraordinaria que han sufrido todas las naciones». La antigua Francia al sepultarse en el siglo XVIII se envolvió en un paño fúnebre latino; y en el lago de sangre en que se ahogó sobrenadaron estatuas de sátiros y bacantes desnudas, y aun las sillas curules de sus ediles y la toga de sus cónsules y tribunos.
Ese sacudimiento terrible que cambió las ideas del universo, hizo nacer en los hombres un deseo de espiritualismo que invadió a todos los ramos del saber. La secta clásica estudió las formas, la romántica la idea, el pensamiento. Los dioses del paganismo se adornaban de flores, y como ha dicho Esquiroz, Venus era adorada porque era hermosa; el cristianismo cifra su belleza en la pureza del alma, la beatitud del cielo y su Dios está coronado de espinas. El clasicismo veía un Dios en cada objeto y el mar fue Neptuno, la guerra Marte, el comercio Mercurio: el cristianismo personificó las pasiones y embelleció los seres sin necesidad de ponerles un nombre, sin necesidad de una alusión fabulosa, porque comprendió en ellos un modo de existir indefinido y sublime. ¿Y pudo quedar inerte el poeta en su misión? ¿El ser privilegiado a quien dio el cielo el poder de arrebatar y conducir al corazón del hombre? No, el poeta acompañó con el arpa de David sus canticos proféticos, y maldijo la sociedad corrompida como resuena en medio de los huracanes el tañido religioso de la campana que convoca a los fieles a la oración sirviendo de santo reclamo para sostén de la fe en la providencia de Dios. Así el escritor dejó de ser un anacronismo porque cantó inspirado por las creencias que guían al hombre a la virtud. Cada época tiene sus necesidades morales, su modo de ver y sentir y el escritor es un intérprete de estas circunstancias: ¡mala hora para el que rompa esa admirable cadena que liga a la humanidad! Ni todos los poetas modernos han tenido a raya las inspiraciones del mal: vocería de libertinaje y de inmoralidad, pensamiento de maldición resuenan en los teatros y en el mundo. Pero ¿esto es romanticismo? Pigaut-Lebrun, gesto impuro de la literatura corrompida del siglo XVIII, es una prueba de que no es la escuela sino el hombre lo que pervierte la bondad del talento.
En consecuencia, son diversas y muy diversas las dos escuelas.
En la parte lírica los clásicos no podían entender el romanticismo porque limitaron la acción de la escuela a la ruptura de las reglas. Félix Romani ha dicho muy bien que los elementos de la lírica son la religión, la patria y la civilización. El romanticismo es literario no solo poético-dramático. El célebre Canos Nadier ha llamado fantástica la moderna literatura; pero este nombre no conviene a la idea que debe presentar a nuestra mente la tendencia y objeto a que se encamina. La mayor o menor exactitud en la aplicación de un nombre no es cosa insignificante: no es todo fantástico en la literatura romántica.
Sin embargo, aunque en el nombre me aparte de la opinión, y aunque no conciba como él la cuna de la escuela, Nadier proclama su necesidad: «los grandes maestros del decir, Byron, Walter Scott, Lamartine y Hugo se precipitaron, dice, en pos del idealismo como si el órgano de profecías que la naturaleza dio al poeta les hubiera hecho presentir que el soplo de vida positiva estaba para extinguirse en la organización caduca de los pueblos».
En la necesidad de clasificar la escuela moderna se le ha llamado Romanticismo. Es sabido que no hay definición exacta hablando en rigor lógico, así pues los que buscan una acerca de este particular no en vano tildan al género indefinido. La más conveniente es la dada por un escritor célebre: «La libertad en literatura».
Un periodista español ha dicho explicándola: «Entretener la imaginación, sorprenderla, y conmover profundamente el corazón del hombre por otros medios que los hasta ahora usados, es a nuestro modo de ver la definición más exacta de este género naciente». Así comprendo yo la tendencia de la literatura romántica hacia los monumentos y hábitos del feudalismo como medio, no como fin. No es culpa suya si al remover las ruinas de los góticos palacios de sus señores encuentra osamentas humanas y las huellas de crímenes que dormían en el polvo de la tierra, las consejas de los ancianos y en las páginas de la severa historia: más adelante volveré a este punto.
El Romanticismo es una necesidad de esta época de civilización: el mundo racional ha formulado en teoría una antigua verdad que como todas se confunde en el seno de la verdad eterna. Preceptos inútiles cayeron divididos en pedazos, y el poeta volvió a serlo. No se acuse de absurda esta emancipación del entendimiento, pues Delavigne, Lamartine, Hugo y otros muchos, son los hijos queridos de esta libertad poética.
Y ya que analíticamente hemos llegado a este punto, me será permitido contestar brevemente a algunas objeciones que a la escuela moderna se hacen. Redúcense a tres:
- No es un género sino el caos: no tiene fin que no le dispute el clasicismo
- Se alimenta de crímenes.
- Su tendencia es melancólica.
La primera objeción esta contestada anteriormente en las ideas que he emitido acerca de la existencia de la escuela moderna. Sin embargo, al confundir al romanticismo con el caos, el impugnador quiere aludir a las reglas aristotélicas sobre la tragedia y comedia, porque según su creencia la cuestión es dramática. Esta acusación es más rigurosa para aquellos que supongan a la poesía un arte, que se somete a las reglas del escritor como la piedra a la escuadra del arquitecto.
Los que ven en la misión del poeta moderno la confusión y el caos, ni han reflexionado sobre la inutilidad de algunas reglas, ni han visto que puede tenerse un bien útil sin necesidad de escuadra y compas. Lean los que así piensan el interesante prólogo de
Angelo, allí verán que un caudillo del romanticismo francés conoce y proclama la verdad de que el arte corresponda a las necesidades de la sociedad principalmente en el drama: «darse, dice, deben a las penas ocultas un bálsamo, a cada hombre un consejo; a todos, una ley».
Para que la práctica corresponda a la teoría es necesario despedir de nuestra alma toda idea no limpia o antisocial: el hombre que ha nacido poeta que ponga en su corazón el deseo de moralizar su país o respetar sus buenos hábitos cuando cante sus castos amores, sus bellezas, sus esmaltados conceptos: ¡cuánto placer ocasionara a sus semejantes! ¡Qué corona de inmortalidad adornara sus sienes! Echemos una rápida ojeada sobre las reglas que tanto se encomian.
Uno de los preceptos sobre la tragedia fue que en ella no intervinieran personajes plebeyos, sino dioses, príncipes o héroes. El malogrado Fígaro al hablar de este particular dice: «¿Son por ventura los príncipes únicos capaces de pasiones? Los hombres no se afectan sino por simpatía: mal puede pues aprovechar el ejemplo y escarmiento de la representación al espectador, cuando no puede suponerse nunca en las mismas circunstancias».
Sobre el antiguo teatro se levantó con toda la lozanía de la juventud el drama histórico y romántico. La historia le ofreció un venero de acciones y caracteres que explotar: la verdad de los hechos hizo imposible la observancia de las unidades, y conocida su inutilidad fueron despreciadas; el hombre fue otro objeto del estudio del poeta, el hombre en esta cualidad solamente, con solo su corazón y sus pasiones. Delavigne buscó ese hombre y le halló entre los parias, la raza más degradada, más envilecida de la sociedad. Los preceptistas lloraron; pero el pueblo gozó: El Paria, La Torre de Nesle, el Don Álvaro o la fuerza del sino, El Macías, El Trovador, Los amantes de Teruel, ostentaron bellezas que penetran nuestro corazón. En estas piezas ¿quién no siente? ¿Quién no siente al ver el juego de estas pasiones vehementes ya históricas, ya fantásticas?
El público no en vano aplaude con entusiasmo tan bellas producciones, y sus bravos sofocan la impotente voz del despotismo literario. Carlos Nadier ha dicho: «Un grito de cólera ignorante se alzó contra el peligro que amenazaba a las bellas formas clásicas: no era extraño que la traba pueril de las tontas unidades de la retórica se relajase, cuando la inmensa unidad del mundo social se rompía por todas partes».
No todas las composiciones citadas, ni siempre sus autores desempeñaron su misión de profetas y sacerdotes sociales, según antes indicamos: agitan, conmueven, pero tal vez quitado el velo de blondas y las lindísimas flores, feo e inmundo esqueleto, asquerosas llagas hieren nuestra vista sin que el entendimiento perciba la lección que se intenta dar a los espectadores. Este defecto es común a todos los géneros. Y ¿quién lanzara desacertado anatema contra el principio en que se funda la moderna literatura, por algún descarrío de sus partidarios? ¿Negara nadie que el vigor de la poesía es hoy mayor cuando se le ensanchan los límites del pensamiento? Roma llegó a poner en conflicto tal a los poetas, que como dice Félix Romani, no pudieron más que valerse de la adulación para poder cantar, melando, per cosidire, gliorli del base.
La razón y la conveniencia son reglas que dirigen al literato, y la ciencia no es responsable de algunos descarríos de sus cultivadores. La juventud más entendida de Europa y de América se ha alistado en las banderas de la nueva escuela: basta citar entre nosotros los hombres ya conocidos de Fígaro, Espronceda, Ochoa, Zorilla, etc.
La segunda objeción consiste en que se alimenta de crímenes. Nuestras costumbres sí ofrecen abundante mies a las observaciones del escritor satírico, es preciso confesar que nada tienen de poéticas: la historia, los recuerdos y tradiciones fueron los medios de que se ha valido el poeta para dar novedad a sus producciones. En la historia encontró lecciones terribles que dar a los mortales, y la fantasía fingió monstruos, ideó crímenes que manifestaron al vicio en toda su fealdad; en vez de ocultar en bosquecillos de flores los excesos de impuros amoríos, al placer de los criminales siguió el escarmiento, la muerte: «He aquí los efectos del descarrío de las pasiones».
De igual modo el clasicismo puso un puñal en manos de Melpómene, y el veneno profusamente propinado era el término regular de los dramas trágicos; el destino con los ojos vendados perseguía los días del buen Edipo, y el precito odiado de los dioses era inocente y moría devorado por los dolores que solo debían aquejar al criminal en sus remordimientos: Orestes asesinaba a su propia madre; y Tieste destrozaba y comía los miembros de su hermano.
El clasicismo es verdad que procuró que en el teatro no hubiera escenas sangrientas, aunque el público comprendía los funestos fines de los héroes de sus tragedias; pero esto fue un coquetismo literario, semejante al de las matronas romanas que querían que al caer muerto los gladiadores en el circo lo hicieron en una actitud graciosa. Si tenemos que poner en acción pasiones terribles, la hipocresía no es el medio de quitarle su horror, quizás cumple alguna vez al poeta que el público sea testigo de escenas de sangre y mortandad.
Comparando el uso que de las escenas susodichas han hecho los poetas de las dos escuelas, yo no sé de parte de quien se inclinara la balanza. Al escribir Hugo en su Han de Islandia el coloquio de su héroe con el canciller conde de Ahlefeld en la Ruina de Arbar hizo decir al monstruo que tenía entre su mano la del conde: «Si nuestras almas se desprendieran de nuestros cuerpos en este momento, creo que Satanás se vería apurado para decidir cuál de las dos es la del monstruo». ¡Los crímenes de Ahlefeld cubiertos de hipocresía con los modales de la corte causan horror… y desprecio! que siempre lo exigen los medios rastreros: su corazón bajo las insignias que adornaban su pecho no era menos vil, menos sanguinario que el de Han que latía cubierto con la piel sangrienta del lobo que aun goteaba sangre. La esencia de las cosas no la hacen los modos diversos con que puede existir.
El tercer óbice que se pone a la escuela es su tendencia melancólica. Este es el carácter de la poesía en las sociedades envejecidas en cuya situación la esfera de la sensibilidad es más extensa, y por el hábito no se encuentra novedad en los objetos materiales. Para un recuerdo que excite su alegría ¿cuántos no le piden sino lagrimas? El salvaje siente más dolores que penas: sus facultades físicas absorben las intelectuales. El odio que le inspira su enemigo levanta rencores en su pecho que no acallan ni la tumba: la cabellera del vencido se la pone aun húmeda el guerrero de los bosques, y en vez de un suspiro, entona el himno de guerra sobre los restos de su víctima. El salvaje canta cuando el hombre de las ciudades llora; pero su llanto no es el llanto del salvaje.
Un escritor ha dicho que la Eneida comparada con la Odisea es una elegía; porque Homero escribió en una época mucho más atrasada.
La religión, la iglesia cristiana considerando al mundo como un valle de lágrimas, ha expresado poéticamente una de las verdades más patentes de la naturaleza. Si el hombre no puede siempre ser feliz la poesía del sentimiento, que al hombre se dirige debe encontrar más simpatía en su corazón que otro algún género.
Cuando la sociedad desfallecida a consecuencia de males que la han trabajado cesa de luchar, cuando las exageraciones de los partidos callan y dejan observar la realidad de los hechos, de las cosas, entonces la experiencia con la fuerza de la demostración le hace ver escrito en la mayor parte de los objetos: ―¡«Ilusión! ¡Quimera!»― La alegría de la niñez desaparece, y se torna melancólica como la misma existencia.
Si el canto del poeta sobre las tumbas si el sonido del arpa cuando la naturaleza duerme, si la luz de la luna iluminando una frente de beldad no despertaron en vuestra alma sentimientos dulces, inefables ¿qué clase de objetos podrán inmutaros? Tal vez en las pláticas de amor, tal vez en la animación de un festín, os habréis reído delirante de alegría; pero un recuerdo amargo surcara vuestra mente, y una lágrima vuestra mejilla.
Una lágrima corre en su mejilla Que detiene el deleite en su carrera.
Sí, la dulce melancolía es un ángel del Señor que calma las turbulencias del espíritu, ella sigue al pesar como el sol aparece después de las tormentas. Sus lágrimas ¡cuán dulces! son lágrimas de virtud, como son amargas las que arranca de nuestros ojos la desesperación.
Tal es pues mi sentir sobre el Romanticismo, y al ver que en La Habana encuentra partidarios me he atrevido a escribir estos renglones: cressa non careat pulchra dies nota.
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