I
Todo puede ser un sueño. Angustiosamente, para Calderón. Para Ángel Escobar (1957-1997), seguramente. Los hechos ocurrían ya hacia 1983 exactamente en un apartamento situado en un barrio en la periferia de Habana: Alamar. Pero no lo hubiéramos creído. Pensábamos que éramos felices o, al menos eso habíamos creído. Frente al balcón había una calle sembrada de almendros, sombreada de hojas…
Muchos años después, Ángel Escobar:
Yo pude haber tenido mejor puestos los pies.
Y el corazón, al menos el corazón.
¡No un almendro en el polvo podrido
Y bajo la locura de esta luz![1]
Y allí, en aquel apartamento de Alamar donde, guitarra en mano, fue que me dijo: «Por mi ventana se van los sueños».
II
Creo haber dicho en alguna parte que con la poesía el poeta busca, si no es que encuentra o crea, un acto de tensión. El poeta busca esa dimensión otra, la cual según escribió alguien, lo puedan conducir a él y a su poesía, a la sobrenaturaleza. Manera de acercarse a esa búsqueda (intensiva) que puede ser el otro.
Y a la simulación diríamos, y a la máscara: El otro era yo que me esperaba.
¿Formas oblicuas de ver el hecho?: «Lo esencial del hombre es su soledad y la sombra que va proyectando en el muro». (Lezama).
III
¿O es que ya había algo de premonitorio? La imagen (la idea) nos cubre, nos recubre. Vuelve, se hace ritornello y fuga y viaje. Se muestra y no, inaprehensible. Ya el escriba no es él, el Ángel, sino el otro.
Momento (espacio) para el corte. Para irnos acercando lenta, gradualmente, a un poema como «Otro texto sobre otra prueba y otra prueba», del libro Abuso de confianza.
Otro texto sobre otra prueba y otra prueba
Manuscrito helicoidal. Así lo llama René Francisco. Argumenta tener razones para ello. No las dice. Él lo encontró. Él me lo ha regalado. Razones que intuyo, si no suficientes, excesivas. Cuatro cosas me extrañaron en el texto: el autor se hace pasar por mí (?); procura reconstruir el monólogo de una conciencia en otra —antes lo intentó mejor Borges (aquí leído) y, antes de Borges, Browning, Dante, Platón, un hombre en Altamira—; la voz detrás de la voz del hablante no ve, sabe que no alcanza su objeto, en cambio cree posible que este, José Lezama Lima, sí vea su precaria grafomanía y lo desdeñe; hay, por último cierta compulsiva admiración por Lezama que no oculta reticencia ante lo crucial barroco —aprendida tal vez en otros—. Probablemente me equivoque, y sean otros hitos los que excusen mi oficiosidad —aun así, inútilmente, yo la duplicaría—. La del autor aparece dedicada a un tal Eduardo Ponjuán de la Coloma, tout trouvé. Es la que vale. Transcribo:
José Lezama Lima
Nada puedo argüir. Ya soy igual al igual
que intenté. Sé que no me justifican
esa Habana que construí en La Habana,
ni el ruido en que deambulo ni la urdimbre ciega
que soy. Sé que otro intentó mi soledad inútil:
Góngora. Y otro miró por mí en mis ojos a otro:
Mallarmé acaso, un griego o no francés.
Yo fui el que fui. Hay una noche que ignoro,
un día que me excluye. Una tarde y dos puertas
vuelven menos precaria mi modestia.
Ya no vuelvo a fingir sabiduría.
Me fascinó el vacío, y aquella espera, y nadie-
insisto que alguien tiene que llegar.
No tuve miedo. Detrás de una cláusula sola
cometí una biblioteca. Ahora fatiga
la prolijidad de la Isla en la Isla.
Dije que no.
Quién creerá rondar en la metamorfosis,
lo que digo y no digo. Nadie. Nada. Ausculto.
Evaporar al gallo ni mi a doble crepúsculo
consigo.
Solo es inmune el tiempo y el cero de los mayas.
De pronto una mañana desperté y fui
Calímaco. A la noche lloré mentado en casa
Por Beatriz. El olvido me está vedado.
El sol ahora es el sol, no embullo ni un símbolo.
No puedo escapar del conocimiento.
Soy mi sola memoria, sin sorpresa:
El buscado esplendor: ni la extensión ni el Otro:
El Otro era yo que me esperaba. Vuelvo a escribir:
Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo.
Ya no seré aquellos que seré sin darme cuenta.
Vuelvo al retintín del diálogo entre Platón y Arturo.
Vuelvo a la pregunta, a la misma pared, al Tokonoma.
Los pasillos son los pasillos, el sueño es sueño,
el cazador es cazador. Shakespeare es Shakespeare;
antenas dictan y hay bombillas encendidas
en lo que llamé bosque congelado;
el tobogán desciende y la herrumbre
es la herrumbre del cuchillo del réprobo.
No hallaré ya otra relación. La misma utopía
vuelve. Vuelve el pro domo sua. La aridez
vuelve. Y este Ángel Escobar, de intolerables versos,
hace que vuelve a lo imposible del idioma
mi nombre que, como lento cuchillo al muslo,
no me deja.
Poema donde se produce ese ámbito anhelado, anhelante, del yo-en-el-otro. Del doble (doppelgänger) no el prójimo sino por el prójimo, el próximo, el escogido. La vida, parafraseando de alguna manera a Gómez de la Serna cuando nos ofrece su retrato de Gérard de Nerval, se le ha tomado demasiado en serio, lo que podríamos agregar, no podría ser (no-pudo-ser) de otra manera.
IV
Zonas de escrituras. Oposición y lucha contra sus fantasmas. Como estado procesual. Evento. Ereigni. Sabemos que hay algo que nos multiplica. Sabemos de esa interacción y «restos» e inmanencias. Instancias, escritura juego, enigma, engrane. Lo poliédrico de un poema como «Otro texto sobre otra prueba y otra prueba».
Lo que marca. Su estado, su ambivalencia. El autor no es el autor (?) del texto, sino René Francisco que se lo ha regalado ¿a quién? a Ángel Escobar. El texto en cuestión aparece dedicado a «un tal Eduardo Ponjuán de la Coloma». En la nota que precede al poema Escobar hace mención a «cosas» que le «extrañaron en el texto». Entre ellas que, «el autor se hace pasar por mí (?); procura reconstruir el monólogo de una conciencia en otra». Es decir, que el poema se lee, o debiera leerse —poco común en la historia de la literatura cubana y más aún de su poesía— como un gran caleidoscopio, o juego de espejos, o espacios para túneles. Sus referencias, alquimias, su ansiada metamorfosis: «antenas dictan y hay bombillas encendidas / en lo que llamé bosque congelado».
Recordemos de Lezama su «Pabellón del vacío»; ese último poema de Fragmentos a su imán, que no por gusto es el último poema del libro… Así, esta especie de Manuscrito —no olvidemos: helicoidal, como ha preferido llamarlo René Francisco— se ubica mucho después de poemas como «Desde el suelo» y «El escogido». Lezama: «los cuernos de los cazadores resuenan/ en el bosque congelado».
Y antes René Francisco (?), dialógico, referencial: «me fascinó el vacío, y aquella espera, y nadie/ insisto en que alguien tiene que llegar».
Lezama
Recorro con las manos
la solapa que me parecía fría
no espero a nadie
e insisto en que alguien tiene que llegar.
Resulta en definitiva a mi modo de ver el texto escobariano, como ya hemos dicho, el más rico de cuantos nos dejó. Sobre todo en intertextualidad. Capta R. F. (¿su alter ego?), o mejor, captura más que captar. Es Borges —«aquí leído»— y es Góngora, es Shakespeare, Calímaco, Dante, Martí, Platón… es Lezama. Y es ¿por qué no?, Ángel Escobar. ¿No decíamos o decía el propio A. E. que R. F. «se hace pasar por mí (?)» intentando «reconstruir el monólogo de una conciencia en otra»? Veamos:
No hallaré ya otra relación. La misma utopía
vuelve. Vuelve el pro domo sua. La aridez
vuelve. Y este Ángel Escobar de intolerables versos
hace que vuelve a lo imposible del idioma
mi nombre que, como lento cuchillo al muslo,
no me deja.
Lo que vendría a ser un texto además, donde, supuestamente, R. F. procuraría rescribir: «Y ciegan/ cuchillos que rechinan contra mí».
Visto en el poema «Desde el suelo», con los siguientes versos: «el tobogán desciende y la herrumbre/ es la herrumbre del cuchillo del réprobo».
Una lectura con detenimiento nos hace ver que es también el sujeto actuante de su poema quien intenta además hacer reconstruir la «conciencia» de Lezama, o el propio Borges en sí mismo. Por ello, ese in crescendo, ese repaso de zonas, de regreso, de afán (su afán) helicoidal.
V
¿Pentimento? Si leyéremos con atención el texto escobariano, veríamos que el poema en cuestión no se llama «Otro texto sobre otra prueba y otra prueba» y mucho menos «Manuscrito helicoidal» sino «José Lezama Lima». Y, notaríamos que el poema es de autoría anónima (?); ya que René más bien lo halló. Ángel Escobar bien al principio de la nota, se ocupa de aclarar: «Él [René F.] lo encontró. Él me lo ha regalado». Y esto aunque nos cause extrañeza el hecho de que, y con todo, el poema aparezca dedicado a «un tal Eduardo Ponjuán».
Y así, para no hacer más tediosa la multiplicación; para no hacer más tediosa las enumeraciones que por sí solas ya son (y, serán) visibles y rastreables en el texto, por otros. Solo apuntar que el «Pabellón del vacío» permite el discurso, los señalamientos, ubicar una energía y otra, o varias, allí, donde, «Otro texto sobre…» remita a su confluencia. Se superponen ambos textos y ambos se cruzan (se en-tre-cru-zan) se travestizan. Intuyen ellos —Lezama intuye, intuye Ángel Escobar— que algo (¿la vida?) ha sido rica, breve. Que ha sido y no un accidente. La misma angustia, la misma soledad o sentimiento de soledad, vaho, Splen, tedio, melancolía, saudade, o desesperanza. —«La mitad de los hombres ha pasado dormida sobre la faz de la tierra, comieron y bebieron, pero no supieron de sí». (José Martí)—. La vida pasa, solo que muy pocos se reconocen y lo reconocen. Que todo es nada. Que aunque las cosas nos rodeen y podamos tocarla, no podríamos en lo sustancial modificarlas. Sienten, ambos, la misma aridez, la misma sensación de corte, de vacío, de proximidad a lo desconocido. El uno, llega por el conocimiento hacia el final de sus días al tokonoma. El otro, aunque nos diga que como accidente acaba en el lenguaje, siente o sabe que siente que no puede escapar de ese conocimiento.
VI
¿Y la idea del doble?
VII
Todavía una imagen: se trata de la primera madrugada de este año (1998): fría, ventosa. Aún con estas páginas entre manos tuve este sueño: habían literas, muchas, muchísimas literas bajo techo. El local, no tendría paredes, las literas no estarían todas, absolutamente todas, bajo techo, es decir, que desbordaban el local más allá de hasta donde podría alcanzar nuestra vista. El paisaje era desértico, arenoso, la iluminación (exterior, interior) verde-amarilla o amarillo verdoso. Duermo bajo techo y despierto porque he creído o sentido que amanece, me incorporo para ponerme los zapatos y veo, la sombra gigantesca de algo, levanto la cabeza. Resulta que está oscuro. Noche cerrada. Una lluvia intensa ahora cae sobre el tejado. La sombra era la de un pájaro que sobrevuela (o, volaba sobre) las literas. Llueve pero —y ustedes saben cómo es ese asunto de los sueños, lo borrascoso que en ocasiones suelen comportarse— los que duermen a la intemperie no se mojan, el pájaro, blanco y de plumaje algo sucio, desaliñado, no sé si se moja. Imagino sea un águila (?). Espero que avance para comprobarlo. Finalmente lo veo, el pico tiene forma de hoz, sin embargo, ya estoy dormido. Una fuerte y terrible mordida (no picotazo) he sentido en el brazo al momento de despertarme, no en el sueño, sino, del sueño.
Ahora bien, no sé qué relación tiene el principio de este trabajo con lo hasta aquí leído… Sentí la necesidad o la angustia de compartir este sueño con alguien. Pero si me preguntan qué relación puede tener con la vida y la obra de A. E., respondería: la misma que podrían tener los hongos de John Cage con los escritos, y la música, y las conferencias del mismísimo John Cage.
[1] Desde el suelo Ángel Escobar: Poesía Completa, ediciones UNIÓN, La Habana 2006
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