
Cuando en 1994 Rafael Guillén recibió el Premio Nacional de literatura de España por Los estados transparentes, ya se había consagrado como uno de los escritores más notables de la generación de los cincuenta. En su obra articula con habilidad el halo neoclásico al regusto por lo popular, mas no se limita al metro tradicional español y en Moheda, poemario publicado en 1979, muestra una soltura en la versificación que trasluce su considerable versatilidad como poeta.
Los temas recurrentes en su obra son el amor, lo erótico, la inevitabilidad del pasar del tiempo, que, aunque tópicos universales de la poesía, Guillén los vuelve únicos, tremendamente suyos. Sus Obras completas incluyen dos volúmenes de poesía y otro de narrativa y prosas varias.
Compartimos, entonces, cinco textos que pertenecen a distintos momentos del quehacer literario de Rafael Guillén. La invitación queda hecha:
Obra
Pronuncio amor
Vengo de no saber de dónde vengo para decir amor, sencillamente. Para pensar amor, sobre la frente sostengo qué sé yo lo que sostengo. Para no detener lo que detengo siembro en surcos y versos mi simiente. Para poder subir, contra corriente, tengo sujeto aquí, no sé qué tengo. Venir es un recuerdo, si se llega. Pensar es una huida, si se toca. Sembrar es una historia, si se siega. Sólo acierta en amor quien se equivoca y entrega mucho más de lo que entrega. Después, toda esperanza será poca.
Pensado otoño
Haciendo otoño vamos. Nos florece el otoño en la misma primavera. Esta primera hoja es la primera que al primer vendaval desaparece. La savia nueva empuja y reverdece la rama, y crece alta y altanera. Fuera mejor, quizás, que no creciera si para muerte y para viento crece. Haciendo otoño vamos. Cada día nuevo verdor en yemas, entreabiertas a un seguro destino de elegía. Pronto, las ramas se alzarán desiertas y el viento jugará, sin alegría, con la belleza de las hojas muertas.
Anclado en mi tristeza de profeta
Anclado en mi tristeza de profeta sé cuánto ha de valer lo que hoy recibo; cuánto valdrá después esto que vivo sujeto a este después que me sujeta. Mi plenitud en ti quedó incompleta y espera un no sé qué definitivo. Mientras, cerca de ti, escribo y escribo, poeta al fin, en tiempo de poeta. Sé cuánto ha de valer; eso es lo triste. Valdrá más que lo mucho que poseo el recordar lo mucho que me diste. Profetizado don, con que falseo esta presente gracia que me asiste y esa futura gracia que preveo.
Oración final
No tengo más que un gesto; ya lo has visto. Un gesto que no llega ni a postura. No me queda ya más de esta aventura que corro cuando pienso o cuando existo. Alguna vez vendrás. Por eso insisto, seca mi terquedad, casi locura: sólo me queda un gesto, en esta oscura conciencia que aún confía en lo imprevisto. Porque es cierta tu vuelta, me apresuro a decírtelo claro. Y es seguro que tú, como señor, no escuchas nada. Cuando llegues, aquí estaré: impasible. Sólo me queda un gesto y es posible que me lo rompas de una bofetada.
El origen
Yo sólo puedo hablar, amigos, cuando algo como una lluvia, desde dentro, pero también cayendo dentro, pone por mi manera de mirar, y pone por el cauce de entrada o de salida al exterior del sentimiento, un velo de agua, o luz, o niebla, o, yo diría, algo como una mano de agua, una mano lúcidamente opaca, que recoge suavemente las externas formas de ver, o de pensar, también las formas de ver, y las sitúa junto al mismo brocal a donde asoma de vez en cuando mi palabra. Entonces puedo decir: estoy lloviendo; yo estoy lloviendo, aquí. Esta es la hora del poema. Sucede que esta lluvia, o manera, o ser en sí que condiciona mi salida, nace de un océano extenso original al que vierte el dolor —porque el dolor también es agua— y nace de originales lagos diminutos, bajo los manantiales o cascadas de la dicha. En su doble, desigual procedencia, esta lluvia, o mano de agua, o fondo neblinoso que engendra la palabra, que es palabra anticipada a los sonidos o ecos que consigue de mi oquedad, ya hereda un más alto legado doloroso. Yo empiezo a hablar, o como quise decir, si tomo formas, modos de ver que me presenta el agua desde dentro, yo empiezo a llover, y contemplo cómo afuera, ajeno y lejos de este velo umbroso, el tema o el suceso toma cuerpo por sí mismo y se forma independiente de mi lluvia, pero sustentado por su humedad o aliento. Y puede ser que al cabo de una misma manera, que es la mía, de ponerme a mirar, siempre abrumado por el agua, los seres que se conforman a su amparo tengan distinto germen natural. Por eso, amigos, sólo puedo asegurar que algunas veces, pocas, estoy en situación de lluvia, estoy en personal estado de palabra. Luego llega el poema, si es que llega, por sí mismo; no siempre con una misma intensidad, o modo, o razón para ser. Y yo lo veo alejarse. Esto es todo.
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