Crece y se diversifica la obra de Carlos Esquivel, recién aumentada mediante La guagua de Babel, premio de poesía Nicolás Guillén 2023.
Volumen de esencia singular donde se impone la voz del poeta —«Me mudo a un edificio coloreado…», «Sé que puedo reencarnar en Cristo…», «Pienso que he ido demasiado lejos…»— que quiere (querría) reconstruir un universo acaso imposible desde figuras como Stalin, Breton, Diderot o Reinaldo Arenas, a las cuales apremia en su modo de decir, casi cual si fuera un hermano mayor impositivo y nunca distante. Sus (llamémosle así, aunque parezca escolar) motivos literarios se proyectan desde una escritura que se hace dueña de la palabra y donde es válido lo que es y lo que no es mediante una prosa ¿poética? que encadena lo mayor y lo menor, expuestos en relaciones interhumanas expresadas como unidades de contrarios, en una especie de círculo que no es vicioso, sino contradictorio (solo a veces) y otras como expresión de configuraciones aleatorias.
A diferencia del «huir, huir. Huir» de los Poemas humanos de César Vallejo. Esquivel nos propone una estrategia discursiva que parte de un pensamiento crítico donde se impone lo que llamo «una línea de sucesión» confiable, para brindarnos una oleada de vida desde cuya singularidad se advierte el beligerante espíritu del poeta confrontando los destinos del hombre.
La guagua de Babel se proyecta desde la libertad del pensamiento, pero lo viste, lo disfraza, lo altera entre lo que es y nunca será, dando lugar a la duda en el destino de sus héroes, ese Flaubert —es solo un ejemplo— que:
Algún día vi […] por las calles llenándolas de globos y carteles con incitaciones porno. Debí imaginar que estaba loco porque vestía como un guerrillero (africano) y hablaba de morirse y luego despertar en un país maravilloso que, sabemos, no existe.
Este decir lúdrico libera al poeta de sus propios humores de diversa naturaleza, desde una particular capacidad de observación que revela intuiciones nacidas desde un modo peculiar de ser antidogmático y de ser expresión (sus poemas) de lo perfectamente incompleto, transitando por un camino difícil pero necesario.
La guagua de Babel no resulta un poemario «hijo de su tiempo», sino de todos los tiempos posibles siempre preñados, precisamente, de posibles e imposibles que responden a mecanismos subjetivos. Tampoco encontramos eso que ha dado en llamarse «motivos de inspiración», porque Esquivel confía solo en su voz y en sus potenciales lectores, desde un decir directo y seco, sin adornos que entorpezcan su prosa ¿poética? Las ochenta y cinco breves propuestas que lo integran se me prefiguran tal si fueran esqueletos de un decir que será, pero con recurrencias estilísticas que lo premian. No encontramos propuestas mediante un orden feliz, sino un compendio de creaciones lingüísticas poderosas atravesadas por una voz autoral que crece en solitario, como desenvolviéndose un aparente desorden que no es tal, sino que se establece una lógica que no resulta cuestionable.
De «novela poética» califica Leymen Pérez, en una de las dos notas de contracubierta, a este libro marcado por una sensibilidad muy especial y cuya narrativa se violenta frente a la realidad plasmada. Veamos un ejemplo que se identifica con el número LXXXV:
El más irlandés de los caminos de Shelley no nos lleva a otra parte que no sea tu casa. Al menos que se expliquen mejor los excesos. No tienes casa. Te llamas Shelley. Irlanda no existe. De cualquier modo, siempre los caminos nos llevan donde no queremos ir.
Ese lenguaje directo, ríspido a veces, que a modo de soliloquio desanda estas páginas lo percibo como una búsqueda tenaz de tentativas posibles, buscando articulaciones que explican esta extraña propuesta tendenciosa como pocas, pero también humanista, lograda con estilo maduro y definitivo y donde el intelecto comprometido de Esquivel se comparte con un sentimiento cuasi visionario de la intención humana. Por otra parte, La guagua de Babel carece de sublimación espiritual, o acaso la presenta escondida, y no en el centro mismo de la expresión lírica, aunque de un lirismo acaso secreto, sublimado.
Sentarnos con los instrumentos de una indomable materia: convertir los sentidos en una fábrica de cosas falsas
(XL).
Me pasé tres horas sobre el muro de Berlín mirando a todas partes y no vi a una sola persona que se pareciera a mí
(LX).
Se lo digo a A.R. Ammons: La forma más fácil, y rápida, de ignorar al mundo es esperar a que otro lo haga por ti
(LXXXIV).
Son tres ejemplos de esa poética profunda que exhibe el autor, un vivir narrable que muere y renace en el laberinto de su mente que se me muestra como una especie de galería insondable, pero cuando se traspasa el umbral todo queda expuesto. Es como si la memoria se confundiera con un sueño a veces procaz, a veces tan claro como la luz del día. En La guagua de Babel se borran las fronteras entre poesía y narrativa y todo queda atrapado en un universo que lleva la marca de la ambigüedad, pero donde nada se empobrece ni se tiraniza.
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