Desde su acta de nacimiento Graziella Pogolotti Jacobson ha trazado una hoja de vida que, por original, no deja de reconocerla como cubana y universal, criolla y cosmopolita. En enero del venidero año cumplirá noventa de haber nacido en París, que según la leyenda con la que nos sugestionaron nuestras abuelitas, es el origen común de la especie humana; aunque la ciencia después nos demostrara con perdón de nuestros antepasados y sus estereotipos occidentales, que todos somos afrodescendientes.
Nieta de Dino, un piamontés que hace más de un siglo fundara el popular barrio que lleva con orgullo la impronta de su apellido; hija de Sonia, judía de origen lituano y mujer vital imbuida del espíritu de la cultura rusa; y de Marcelo, uno de los intelectuales más sobresalientes de la vanguardia cubana del siglo xx, llega a la Isla con su familia por primera vez cuando el barco que los transportaba entró a la rada habanera, con los primeros relámpagos de la Segunda Guerra Mundial a sus espaldas de niña, en aquel —ahora muy lejano— 1939.
Recuerdo una emotiva crónica de Graziella, cuya idea original yo retomara con ella para publicar en La Gaceta de Cuba. Allí se solaza con la agitada recepción del puerto, la batahola orquestada por los que serían sus futuros compatriotas, que generó en la pequeña el desasosiego y el deslumbramiento que marcarían su primer día como cubana. «El ruido me golpeó como una violenta llamarada. Desde entonces, me ha perseguido siempre. […] Los ruidos cobraron formas. Se convirtieron en pregones, en música propalada desde la mañana hasta tarde en la noche a través de la radio, en voces de los vecinos…».[1] Pues el ruido, como la luz rotunda del trópico, es inseparable de la ciudad en que vivimos, y llama la atención, y a veces abruma y alarma, al que nos visita por primera vez.
Alguna vez pensó, partiendo de ese imborrable desembarco, titular a sus memorias —escritas a retazos—, como «La bulla», reclamo asociado con el espíritu gregario y extrovertido del Caribe. En más de una ocasión hicimos bromas sobre eso, recuerdo cuando le pregunté cómo cabía bajo esa etiqueta la Revolución, y me respondió sin dudarlo, con un dejo humorístico: «Una bulla armada». Igual comentamos que, en cuanto a esa reverberación sonora en nuestro ambiente natural, el carnaval y el estadio de pelota son dos de sus emblemas. Porque bulliciosas han sido nuestras calles, nuestra cultura, nuestra historia, y la bulla nos acompaña hasta en el último aliento en los rituales fúnebres, cuando «el muerto se va de rumba». Después saldrían publicadas sus memorias con otro nombre, rubricándolas con el provocador Dinosauria soy, cifrado de su posición rebelde y consecuente de siempre, más allá de los obstáculos que le impuso la vida.
Y ya que de libros se trata, los llamados de algunos de los volúmenes imprescindibles que ha publicado como Examen de conciencia, El camino de los maestros, El oficio de leer, constituyen expresión de una voz duradera donde se complementa la experiencia del testimonio palpitante del devenir cotidiano, con el ejercicio de la cátedra antidogmática y descolonizadora, atenta a la apropiación creativa del legado universal y de la tradición nacional, en las decisivas prácticas políticas, económicas, sociales y culturales que le han tocado como hija de su época. Y todo esto lo suscribo casi con sus propias palabras.
Desde hace algunos años la doctora Pogolotti mantiene en la prensa cubana, replicada semanalmente en su dos principales medios, una columna que es una consecuencia perseverante de los postulados antes enunciados. En una de las más recientes, a tenor de las seis décadas de la constitución de la UNEAC —de la que es fundadora—, en el venidero agosto, escribió:
Sometidos siempre a la premura del acontecer, al cabo de sesenta años se impone un alto en el camino, acudir a las fuentes documentales de un proceso histórico complejo, frecuentemente tergiversado por la sistemática manipulación subversiva.
El punto en el que nos encontramos, plagado de dificultades, exige el sereno ejercicio de la lucidez. No es hora de frívola irresponsabilidad, porque a pesar de los innumerables escollos interpuestos, disponemos de una obra realizada y de una irrenunciable aspiración emancipadora. En el reconocimiento cabal de lo que somos, habremos de encontrar los medios para combatir los males que ahora enturbien nuestra realidad.[2]
Aquí registramos varias de las claves que ha hecho suyas, pues «al cabo de noventa años se impone un alto en el camino» de su magisterio, vocación de enseñanza que le es consustancial, no por gusto amigos o simples conocidos le seguimos llamando «la doctora».
Cuando publicara Polémicas culturales de los 60, lectura apasionante como una buena novela y título que se agotara con rapidez, más de la mitad de los textos que ahí compila, unos cuarenta y tantos, aparecieron por primera vez en La Gaceta... Esta curaduría, y las polémicas puntualmente examinadas, revelan su compromiso en reconocer lo que era la revista en los sesenta en el ámbito dinámico de las controversias culturales —período al que llamó con justicia como «la otra década crítica», en clara alusión a la de los veinte, bautizada en su momento con ese axioma por Juan Marinello—.
Ese espacio de debate y diversidad que Graziella reivindica y sintetiza cuando apunta que:
(…) en renovadas etapas sucesivas La Gaceta de Cuba constituye una de las fuentes indispensables para el estudio de los procesos culturales de la Revolución cubana […]. Así, en los tumultuosos años sesenta, la publicación recogió algunas de las más importantes polémicas culturales de la época. Tomó el pulso a la actualidad con encuestas que rendían cuenta de las tendencias artísticas dominantes en una clara toma de partido a favor de la vanguardia. No permaneció incólume ante el viraje hacia el dogmatismo siguiente. Recobró el aliento renovador al término de los años ochenta, apegada a una historia que seguimos contando por décadas.[3]
En mi experiencia personal ha sido durante décadas la imprescindible interlocutora de La Gaceta de Cuba. Identificados con ella hemos sostenido un diálogo permanente, con sus coincidencias y discrepancias —como todo diálogo que se respete—, donde se han sembrado las inquietudes, aciertos y escaramuzas —«y atravesado pequeños huracanes» en su meridiano decir—, que ha consolidado una relación donde se han removido el dogma, los prejuicios y tabúes, participando activamente en pensar el presente recordando el pasado, que como ella escribiera alguna vez a propósito de La Gaceta, habrá de constituir, sin dudas, fuente documental indispensable para el investigador del futuro. Por eso tal vez hace años, recordando sus orígenes religados al sincretismo criollo, la bauticé como nuestra «madrina cartesiana».
Fue fundamental la sinergia que se estableció entre el equipo gestor de la revista y sucesivos directivos institucionales que encontraron en la Pogolotti el fiel de la balanza, lo cual posibilitó que, a diferencia de otros periodos, la publicación funcionase sobre un fundamento más o menos consensuado de inquietudes, intereses, prácticas y criterios.
A fines del pasado milenio se le organizó un homenaje en la sala Martínez Villena de la UNEAC, no recuerdo el motivo pero al que asistió a regañadientes, pues cualquiera que la conoce sabe, con pleno convencimiento, que estos eventos para nada son de su agrado, ya que las fechas festivas no se registran en su calendario. Allí amigos, colegas, discípulos como Luisa Campuzano, Helmo Hernández, Rafael Hernández, Jorge Luis Arcos, entre otros afines de larga data, rememoraron vínculos afectivos y profesionales. Algunos se detuvieron en un momento de su vida cuando, gracias a ella, pudieron realizar un provechoso reajuste laboral. Yo pensé entonces que, en mi caso, la doctora nunca me consiguió empleo —o «colocación» como bromeamos—, pero sí me ha ayudado hasta hoy a conservar el que tengo, con dosis de sabiduría, paciencia, solidaridad, y sobre todo con una reciedumbre ética que le es auténtica.
Con esta interlocutora natural que es Graziella se hace valedero el principio de que se descubra el revés y el envés del diálogo. Ningún tema humano, y cubano, le es ajeno. Puede ser sobre la pelota, aunque para nada se declara aficionada y menos conocedora, pero ha escrito sobre el beisbol algunas líneas imprescindibles. Como cuando, para ejemplificar una deuda más entre la cultura y el deporte nacional, escribiera hace años sobre las narraciones de Bobby Salamanca, y la dramaturgia en su locución que recuerdan aficionados y especialistas, con todos los ingredientes de un argumento o guion que asume el beisbol como espectáculo; o su texto varias veces reproducido sobre «la pelota, como el fenómeno cultural de más arraigo en Cuba», algo que alcanza un significado particular en estos tiempos cuando por fin es reconocida como «patrimonio nacional». O como cuando una mañana llegué conmovido a su casa, a unas horas del fallecimiento de ese gran músico y cubano que fue Juan Formell, y le comenté el impacto doloroso que había percibido en la calle enlutada. Ella me contestó con voz queda: «son momentos en que se ve el alma de la nación».
Este puñado de ideas solo aspiran a constituir una evocación, sentida y agradecida, de quien me ha acompañado por más de treinta años como una cómplice lúcida y entrañable. Por eso no encuentro mejor manera de terminar que la propia voz de esa conocedora legítima y sagaz de nuestra cultura, cuando escribió sobre su apreciado Abelardo Estorino, y recuerda cómo en él se produce «[…] esa ruptura, indispensable para la plena emancipación humana, (que) debe producirse desde el interior del entramado social mediante la revelación de la verdad subyacente». Y en otro momento agrega:
La sociedad, en efecto, es la casa compartida por todos, artistas y espectadores, atravesada por el tiempo y por la historia, hecha por nuestras manos y gastada por ellas, portadora de la pesada carga del pasado y animada por el persistente reclamo de aires renovadores.[4]
Creo que así se sintetiza el perfil de la «educación sentimental» y su proyección sabia y generosa en nuestra sociedad, de esta cubana universal —«una cubana muy especial», la llamaría un buen amigo que tanto la admira como Abel Prieto—, criolla y cosmopolita, que sigue dando pelea entre nosotros.
[1] Citada en: Norberto Codina: Caligrafía rápida, Editorial José Martí, La Habana, 2010, p. 183.
[2] Pogolotti, Graziella: «La fundación de la UNEAC», periódico digital Granma, 7 de febrero de 2021.
[3] Citada en: Norberto Codina: Ob. cit., p. 132.
[4] Pogolotti, Graziella: «Una educación sentimental», prólogo a Abelardo Estorino. Teatro completo, Ediciones Alarcos, La Habana, 2006.
***
Texto publicado originalmente en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, no. 1, enero-junio 2021, pp. 170-173.
Visitas: 189
Deja un comentario