A veces, cuando despierto en la mañana, me pongo a repasar la historia de mi vida y algunos acontecimientos aún son increíbles para mí, hijo de una familia pobre, pues mi papá era analfabeto y mi mamá solo llegó a segundo grado.
Eso sí, durante mi infancia y parte de la adolescencia disfruté de las actividades de una Iglesia Bautista donde aprendí muchas cosas que luego me han servido para vivir. Allí estudié la Biblia de principio a fin —en la versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, que tiene un elegante lenguaje poético―, al punto de que aún recuerdo capítulos completos, muchos de ellos aparecidos en el libro de Proverbios de Salomón y en los Salmos de David.
Cierto es que la Revolución me abrió las puertas para mi desarrollo personal, y llegué a ser Licenciado en Historia de Cuba en la Universidad Central de Las Villas, convirtiéndome así en el primer graduado universitario de mi familia.
Uno de los acontecimientos más importantes para mí fueron los tres encuentros con Gabriel García Márquez.
Aún conservo el libro, carcomido por el pasar del tiempo, publicado por la editorial Casa de las Américas en su colección Honda. Cuando se abre la tapa se observan en la primera página unas frases manuscritas, que dicen: «Para Emilio, de Gabo», y debajo el número 81.
Es decir, han pasado muchos años de la primera vez que conversé con Gabriel García Márquez, aunque solo le dije «Gracias» y él me regaló una sonrisa pícara. El libro es Crónica de una muerte anunciada que, con solo 150 páginas, es una de las cúspides de la literatura contemporánea latinoamericana.
Nuestro segundo encuentro nos acercó aún más.
En la época en la que yo era director de Ediciones Unión, mi amigo Mario García Joya, uno de los grandes directores cinematográficos cubanos —director de fotografía de Titón y vicepresidente de la Asociación de Artistas Plásticos de la UNEAC en ese momento―, me invitó a una comida fraternal, en su casa, un pequeño local que había sido farmacia, y que Mayito y Marucha, su esposa, excelentes artistas los dos, habían convertido en un sitio amable donde no se dormía de noche, y solo cerraba sus puertas al amanecer de cada día y hasta la una de la tarde, cuando comenzaba de nuevo la vida.
La comida no la recuerdo, las conversaciones tampoco, solo me viene a la memoria el reflejo de ver brillando demasiado los ojos del Gabo cuando chocaron con los ojos verdes, «profundos como el mar», de Aurora, mi difunta compañera. De aquella reunión rememoro que, si bien me sorprendió la figura y la conversación del Gabo, con sus maneras nacidas en el Caribe colombiano, me fue de particular notoriedad la honda personalidad de Mercedes, su esposa, verdadera columna vertebral de aquella relación.
Conservo una foto de aquel día donde nunca se ve al Gabo y sí a Titón y a mí, comiendo junto a dos cineastas brasileros.
El otro encuentro fue particularmente más íntimo. Resulta que yo había ido a México al frente de una delegación artística para participar en el Festival Cultural que organizaba entonces el Partido Socialista Unificado de México (PSUM). Cuando el evento terminó, mis amigos Marrero y Zenaida, consejero político él y agregada cultural ella de la Embajada nuestra en México, me pidieron que me quedara unos días más en la capital azteca, porque había algunas cuestiones atrasadas en las que yo podía ayudar. Una tarde, con cierto sigilo, me dijeron que habían invitado a comer al Gabo y a Mercedes, es decir, solo estaríamos ellos, Marrero, Zenaida y yo. Esto era de la mayor intimidad. Después de obligar a mis amigos cubanos a prometer que nunca le dirían al Gabo que yo era escritor, nos preparamos para recibir a la pareja invitada.
Llegaron como a las nueve de la noche. Marrero, que tenía para mi delicia un bar muy bien surtido, abrió una botella de Havana Club Siete Años, y trató de brindarle al Gabo. Nunca olvidaré la enigmática frase con que se negó a aceptar el trago: «No —nos dijo―, ahora mismo estoy escribiendo y el alcohol me invierte los humores». Estaba terminando de escribir El amor en los tiempos del cólera.
Siempre he tenido muy mala memoria, y ahora con los años ello se ha hecho más evidente, por eso no puedo contarles cuántas cosas conversamos, de la vida y sus detalles, de política, de Cuba, de México y, por supuesto, de Colombia. Algo tarde en la noche se retiraron los invitados. Yo había ahogado en alcohol mis deseos de preguntarle al escritor algunas cosas que hubiera querido, por eso, cuando se me pasaron los tragos, caí en un profundo silencio que preocupó a mis anfitriones; pero no dije nada, solo un hasta luego que ahora sé, fue un adiós definitivo.
Hoy aquel hombre de Aracataca, dios creador de la región de Macondo, que fue a recibir el Nobel de Literatura vestido con un liqui liqui paisa, que declaró sin ruborizarse que él no tenía imaginación, que nada se le había ocurrido, que todo venía de la realidad; que luego de haber escrito Crónica de una muerte anunciada me empujó a convertirme en el escritor de fusión, en el «croniquero» que soy hoy, ese hombre, como en la historia martiana de la mora y la perla, es la joya que se nos ha ido a la mar y que nunca volverá por mucho que lo lloremos. Es cierto que queda el monumento de su obra, es verdad que «hasta después de muertos somos útiles» como decía Mella, pero aquí solo, ante la inmensidad luminosa de la pantalla de mi ordenador, ha vuelto a morir mi padre, ha muerto de nuevo Onelio, se ha vuelto a suicidar Hemingway, murió Cervantes enfermo de hidropesía, y Martí está ahora mismo cayendo en Dos Ríos.
Por eso las lágrimas.
Día 17 de abril del 2014 a las 23:26 de la noche.
Ver también: Gabo en Ziparicá: despertar de una vocación
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