«I’m a dreamer, but I’m not the only one».
John Lennon
Debo admitir que encuentro cierto placer en contraer deudas y si son literarias mucho más. Con mi mamá, por ejemplo, tengo una deuda impagable y vitalicia, con mis amigos son mutuas y a conciencia y con los autores de la literatura cubana, sobre todo, las he ido saldando de a poco. Uno de esos nombres con el que tengo compromiso personal es Bladimir Zamora Céspedes, el Blado (Cauto del Paso, Granma 1952- Bayamo, Granma 2016) poeta, periodista, investigador, crítico especializado en música popular cubana y promotor cultural.
Su libro Los olores del cuerpo llegó a mis manos por azar, me gusta decir que es un poemario que me encontró, precisamente, para saldar esa deuda. Estaba en la librería de Guanabacoa escondido en un estante de las editoriales territoriales, aunque la compilación, publicada en 2009, es fruto de la Editorial Abril.
Sobre el conjunto poético dice el propio Blado:
aquí están parte de mis poemas escritos desde la medianía de los ochenta, hasta el 2008. Aparecen ahora de forma conjunta, aunque no soy capaz de hacer un libro de poesía, ni he ideado nunca la arquitectura previa de un empeño como ese. Estas criaturas están unidas por haberlas tirado al aire o a la tierra una misma persona, por pura necesidad.
Lo sé, Blado, hablas de la necesidad del poeta genuino que construye criaturas sensibles sin siquiera proponérselo. Es cierto, en Los olores del cuerpo cada texto es una criatura que viene o va del dolor al amor y de la naturaleza, al ser humano y su corporalidad. Dialogan aquí la tierra mojada, el fango, el río, el polvo de los caminos y el viaje, el sudor, el sexo, las lágrimas, la desnudez, el sudor otra vez, la lluvia, la soledad, la compañía, el cansancio del cuerpo y nunca del espíritu. Este último se salva con cada verso, porque el Blado es (no me gusta hablar de él en pasado) un soñador, un hombre de trova, ron y amor, muchísimo amor.
El poemario está estructurado en cinco partes: «Sin puntos cardinales», «La flor de papel», «Debajo de la aguja», «La gota alzada» y, por último, «Los olores del cuerpo». Leyéndolo, advierto que es un homenaje singular a la amistad, a esos seres de luz que acompañaron al Blado en sus andanzas: el trovador Ray Fernández, Manuel Leiva, el poeta Rafael Alcides, Albis y Sigfredo Ariel, Adel, Javier Guerra y otro puñado que de manera explícita o sin decirlo habitan en los poemas. «La amistad es el crisol de la vida», el Blado lo sabe cuando escribe: «qué buen invento los amigos» y los celebra gustoso con su poesía.
En los textos, la naturaleza, aquella de su natal Cauto del Paso, con sus maravillas cotidianas que muchas veces pasan inadvertidas, se disfruta con ojos nuevos, se lee en comunión con los sentimientos humanos y con el lenguaje del cuerpo. Justamente, el cuerpo y su modo singular de comunicación es una de las piedras angulares del poemario.
Creo en un fogonazo barranca de agua fresca
pero no eran tus manos (…) te sentí abriendo mis arenas
pero al levantarme
de la misma garrocha de tus ojos
resbalo desnudo
y no hay nada que supere una clara rajadura
Hay en él altas dosis de erotismo sutil y más que sutil, elegante. Una sensualidad/sexualidad que sabe a placer silencioso, a juego mutuo, a noche eterna, a baile y a música. Hallo una lectura del cuerpo como entrega, soledad, espacio de cicatrices y de vacío, pero también de ternura, amor desmedido y sin prejuicios. Lo mejor, en mi criterio, de Los olores del cuerpo está en lo que no se dice, lo mejor está en la sugerencia, en las invitaciones a confiar, a salvarnos del tedio de lo cotidiano y a soñar.
En 185 páginas hay poemas que el Blado escribió en la Habana Vieja, seguramente en su casa refugio al que los amigos llaman «la gaveta», textos escritos en Xiloá, Nicaragua, en París, Francia, en Alamar y Río Cauto, Granma. Los olores… es un cuaderno, también, sobre la fragilidad. Cada verso tiene la atmósfera reflexiva que entrega la soledad y la fuerza impetuosa que emana de los amigos.
Por otro lado, la música está en todo el libro, como estuvo en la vida del Blado. Para él la música no fue solo parte de su profesión, fue su motivo de vivir. Los versos saben ir, con una voz poética contundente, de las canciones al silencio y viceversa. Todo el universo sonoro está en Los olores del cuerpo: géneros e instrumentos musicales, vibraciones, trovadores…
Y sí, digo más, aplaudo la combinación efectiva de poemas largos, con esos de apenas una línea o cuatro. «La soledad es un número redondo», dice el Blado. Asegura que
Toda frontera
es un tambor para el misterio.
Todo misterio
cabe en un puño.
Todo puño cerrado padece sin cesar de lo absoluto.
Yo me doy por satisfecha si he saldado esta deuda literaria con el poeta. Al menos espero haber estado un poco cerca de su luz. Sé que cuando la rutina quiera aplastarme la poesía, volveré al Blado, a este poemario y a los últimos versos a modo de epitafio «Llévenme apenas/con los olores del cuerpo». Tengo la certeza de que volveré a estas páginas, para salvarme.
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