La grandeza, importancia y significación de don Benito Pérez Galdós tanto para las letras españolas como hispanoamericanas en general, y aún para la literatura universal, están suficientemente establecidas, lo cual incluye por cierto el entendimiento de que el escritor canario trascendió y aportó no solo a la narrativa y teatro del siglo XIX, sino del XX, esto es, devino un clásico decimonónico pero también un relevante autor contemporáneo en concepciones y técnicas artísticas, de estirpe cercana a la de los más reconocidos innovadores literarios que hicieron de las letras en el XX un fenómeno de especialísimas connotaciones. No es este el espacio —ni el momento— para ahondar en tales aseveraciones, por demás ya hoy aceptadas en la comunidad académica, la crítica y por muchísimos lectores. Por ello, y para ilustrar, solo me permitiría remitir a novelas como Misericordia, Miau, El amigo Manso o El caballero encantado, y a obras dramáticas como El abuelo.
Mencionado el asunto a modo de introducción, y dado que intentamos evocar «desde Cuba» o, mejor —como he señalado en el título— de proceder a «una evocación cubana» del emblemático escritor, se hace imprescindible asumir la poco habitual perspectiva de «la otra orilla». La fecunda y abundante «galdosística» internacional ha sido especialmente ajena al fenómeno, por razones diversas aunque, en mi opinión, debido en lo esencial a enfoques no periféricos en dichos estudios, focalizados estos más bien en visiones metropolitanas. Así, queda casi siempre la impronta de un Galdós con actitudes progresistas, crítico de España y sus circunstancias, de su decadencia, y movido por un afán regenerador hacia su país. Todo ello es absolutamente cierto, pero también hay que señalar cómo desde esa única mirada se pierde la comprensión de cuán estrecho y conservador fue el pensamiento de Don Benito con respecto a las colonias, sus problemáticas y destino. En rigor, tampoco se trata de denostar implacablemente al escritor español, puesto que se avenía a concepciones compartidas por la gran mayoría de los intelectuales europeos (y la casi totalidad de los españoles) de la época, para quienes su cultura era la real «civilización» y resultaba superior a las demás.
Unos pocos ejemplos serán de gran ayuda. El 22 de agosto de 1871 —como se sabe, en plena Guerra de los Diez Años en Cuba—, Galdós publicó en El Debate un artículo titulado «Furor colonial y otros furores», donde se lee:
Hoy no se trata ya solo de la conservación para España de sus provincias de Cuba y Puerto Rico, sino de impedir que se pierdan también para la civilización, siendo presa de la raza de color que amenaza a la blanca con el exterminio.
Como se constata, la «civilización», tal cual es interpretada por Don Benito, implica un poderoso componente racista. Más adelante señala, llevando este a extremos lamentables:
De esta vez, tenedlo por cierto, la salvaje África, la más ignota y ruda de las partes del mundo, entrará en las vías de la civilización. En toda la costa se establecen factorías. El inmenso continente poblado de negros indómitos, de monos que parecen personas y de hombres emparentados con los brutos, se ve atacado por todas partes, acariciado, solicitado por los europeos, que lo explotarán y lo domesticarán, vistiendo a los bozales, enseñándoles a beber vino y cerveza, instruyéndolos en el uso de la pólvora e iniciándoles en el regalo de nuestras costumbres.
Los puntos de vista sustentados en el artículo no dejan de manifestarse en su literatura, desde las «novelas de la primera época», en los años setenta, y en las posteriores. De modo especial, Cuba ocupa sitio relevante. En un trabajo de gran interés aparecido en la revista Casa con el título «Cuba en Galdós: la función de las colonias en el discurso metropolitano» [i], el investigador y profesor estadounidense John H. Sinnigen apunta cómo para los narradores galdosianos la función de las colonias es sustancial, aun sin observar estos la experiencia de los personajes allí directamente. A seguidas, afirma:
En La familia de León Rochy en La desheredada, Cuba simboliza la riqueza, el esclavismo, la corrupción y una guerra imperial desastrosa; en Fortunata y Jacinta el mantón de Manila, aquella prenda tan característicamente nacional, es un producto del comercio colonial; en La loca de la casa la riqueza, la rudeza y la energía que simboliza Cruz están marcadas por su experiencia en México. En cada caso la aportación de la experiencia colonial es fundamental, pero su lugar en el texto es una función de lo que contribuye a la indagación de la cultura nacional. En cuanto a la resistencia colonial, apenas está presente aunque se trata de novelas escritas en el período de los veinte años que precedieron a la pérdida definitiva de las colonias de ultramar.
Desde mi punto de vista, la importancia que alcanza Cuba en varias de sus obras se debe a variados motivos. Nuestro país representaba uno de los últimos reductos del otrora poderoso imperio y —como pudo advertirse en la cita reproducida del artículo aparecido en El Debate —, la conservación de la isla (junto con Puerto Rico y Filipinas) era de hecho asunto de principio, casi de honor para la metrópoli. Su pérdida sería la constatación del golpe de gracia. Pero además, vencida ya España en la guerra hispano-cubano-norteamericana, el peso de la isla se multiplica para la novelística galdosiana, en particular el proyecto, diseño y trayectoria de los Episodios Nacionales. El ciclo iniciado con la derrota ante los británicos en los comienzos del siglo XIX, recogida como esencia de Trafalgar, se cierra —o se hubiera concluido de haber sido publicada— con la novela Cuba (que Don Benito preparaba y de la cual tenía escritas bastantes notas, según su propio testimonio, pero el deterioro de la salud y luego el fallecimiento del escritor aún mantienen inédita), en el colofón de la centuria. Es decir, los Episodios Nacionales devienen la crónica novelesca del XIX español y su decadencia imperial irreversible, enmarcado por las dos derrotas en Trafalgar y Cuba respectivamente.
La presencia de nuestro país en la literatura galdosiana se explica, además, por la amplitud de relaciones de la isla con las Canarias, dadas en lo fundamental a través del comercio, la emigración y la cultura, lo cual por cierto incluye en el caso de Don Benito un componente biográfico y familiar, pues ciertos familiares del escritor se radicaron en nuestro país e incluso alcanzaron importancia en su vida. A los estudios de Galdós en Madrid contribuyeron sustancialmente fondos procedentes de Cuba, y aquí vivió uno de los grandes amores que en él marcaron profunda huella. Desde 1956 el profesor e investigador Salvador Bueno publicó el artículo «La novia cubana de Galdós» en la prestigiosa revista habanera Carteles del 23 de marzo, hoy casi desconocido (u olvidado), donde aborda el tema.
En El amigo Manso, Cuba y lo cubano emergen de manera explícita como en ninguna otra de sus obras publicadas, si bien —como se ha señalado antes—mediante su incorporación social a la metrópoli. Pero tal vez uno de los más interesantes aspectos se halle, además, en la coincidencia con elementos autobiográficos. Carezco aquí del espacio suficiente para analizar el tema de conjunto, pero me limitaré a subrayar que la perspectiva —con matices diferenciadores, por supuesto— no se aleja demasiado del enfoque sustentado por Galdós en su artículo periodístico de 1871, a pesar de que esta novela ve la luz en 1882.
Al menos tres insignes intelectuales cubanos coetáneos de Galdós, aun admirando la grandeza de su obra, percibieron los sombríos tonos con que el autor canario nos enfocó: Cirilo Villaverde, José Martí y Fernando Ortiz.
El 11 de abril de 1883, Cirilo Villaverde, el novelista cubano más importante del siglo XIX, había dedicado y remitido a Galdós un ejemplar de su novela Cecilia Valdés, poco antes impresa en Nueva York: «Al primer novelista español D. Benito Pérez Galdós, El autor», y firma «C. Villaverde». El libro iba acompañado de una breve misiva donde le declara su admiración y respeto. Ambos se conservan en la biblioteca y archivo de la Casa Museo Pérez Galdós en Las Palmas de Gran Canaria. Al responderle, Don Benito agradece el gesto y llama «hermosa novela» a Cecilia Valdés. Y a seguidas expresa haberla leído «con tanto placer como sorpresa, porque a la verdad (lo digo sinceramente, esperando no lo interpretará V. mal), no creí que un cubano escribiese una cosa tan buena». Destaca Galdós en su carta cómo «aquel acabado cuadro de costumbres cubanas honra el idioma en que está escrito». Por último, se declara «admirador y amigo» de Villaverde a pesar de reconocer que «enormes diferencias separan su pensar de V. del mío en cuestiones de nacionalidad».
A Villaverde han de haberle agradado los juicios literarios galdosianos sobre Cecilia Valdés, no así su incredulidad ante las potencialidades de un cubano para escribir obra de tan alto vuelo, ni tampoco lo que Galdós denomina cuestiones de nacionalidad y Villaverde entiende, juiciosamente, como consideraciones políticas. En carta desde Nueva York a su amigo Julio Rosas (Francisco Puig de la Puente) el 5 de septiembre del propio año 1883, escribe Villaverde:
En la política fui más osado porque sobre este punto me alentó la esperanza de prestar un servicio al buen nombre de mi esclavizada patria. En Madrid me tildaron de esto y yo en secreto me congratulo de haber acertado, al menos bajo este punto. Tanto Pérez Galdós como Los Dos Mundos me censuran de enemigo de la administración española en la época pintada en la novela; que no desconocerá V. fue cuanto despótica, corruptora y mala pudo ser para cubanos y españoles.
El escozor causado por las palabras del español fue compartido por José Martí. También El Apóstol se había confesado varias veces —antes del incidente con Villaverde— admirador —mas no acrítico— de Don Benito. Existen juicios martianos que así lo prueban. Conociendo las palabras de Galdós al novelista cubano, escribe en uno de sus Apuntes (de fecha no precisada aunque, por su contenido, nunca anterior a 1884), y cuyo contexto es la presencia de cubanos en novelas españolas —El amigo Manso en este caso—:
A nosotros que tenemos a América por nuestra, no nos da mucho que Pérez Galdós, tan glorioso y nuevo en aquello que conocemos, se muestre de aquella ignorancia de N cosas que es menester para decir, como si se tratase de M. ¿No creía que era cubana cosa tan buena? ¿Qué sabe él, ni España qué sabe, de lo que los cubanos son y escriben?
En cuanto a Fernando Ortiz, otro admirador de Don Benito, su lectura de la novela El caballero encantado (1909), motivó que de manera inmediata se sintiese urgido de escribir una «versión libre y americana», y en 1910 (primero por partes en la revista Bimestre Cubana y al año siguiente integrando el libro La reconquista de América; reflexiones sobre el panhispanismo) publica El caballero encantado y la moza esquiva. En ella, el sabio cubano dialoga con Pérez Galdós, a veces coincidiendo y otras polemizando. Don Fernando establece su interpretación sobre la colonia y sus secuelas. En particular, alerta al lector sobre propósitos trasnochados de algunos intelectuales españoles, los panhispanistas, de reintentar la colonización americana, ahora por otras vías. Su libro es un valioso texto, imprescindible para el análisis y comprensión de las relaciones cubano-españolas, donde evalúa medulares aspectos en torno a diversos asuntos y problemas que, a su modo, incidían sobre ambos países. Sospechó Ortiz que en el libro de Galdós se encontraban al menos matices que hacían el juego al panhispanismo.
Pienso que Galdós al cabo comprendió la entraña imperial española cuando, ya en los últimos años de su vida, apuntaba cómo la suma de injusticias y arbitrariedades en América —específicamente estaba refiriéndose a Cuba y Puerto Rico— provocó «la pérdida de las colonias». En 1914 escribió una carta a Manuel Serafín Pichardo, director de la revista habanera El Fígaro, publicada fragmentariamente, donde se refiere a Cuba de manera encomiástica y declara su deseo de viajar acá. Igualmente, en 1916, entrevistado en Santander por periodistas de La Montaña —una publicación de cántabros editada en La Habana— reiteró esos anhelos. Su mirada a nuestro país era fraterna y respetuosa. Gestos positivos y una muestra de la evolución de su pensamiento, que apenas alcanzan a modificar la matriz con que su literatura y otros escritos fueron concebidos.
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Tomado de Portal Cubarte.
[i] Casa de las Américas, Nº 212, julio-septiembre de 1998, pp. 115-121
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