
I
Emily Dickinson nació el 10 de diciembre de 1830 en Amherst, Estados Unidos, en el seno de una familia influyente (su padre, abogado eminente, era diputado del Congreso de los Estados Unidos). Exceptuando breves estancias en Washington, Filadelfia y Boston, llevó una vida retirada y manteniendo una extensa correspondencia con amigos y tutores. Publicó 7 poemas en vida y escribió 1775. Murió en 1886.
Una fuerte nostalgia por su familia y el paisaje natal la llevaron a interrumpir sus estudios en el Seminario Femenino de Mount Holyrke en 1848. Nunca conoció el mar, y en sus poemas canta al mar, nunca vio un cerro. Y ella canta a un cerro.
Su obra póstuma, Poems fue publicada por uno de sus tutores: Thomas Entworth Higginson y su amiga Mabel Todd Lewis en 1890. Este breve volumen, en cuya cubierta aparecía, grabada en oro, la pipa india preferida por la autora, causó impresión a los jueces literarios de la época. Seis años después apareció un tomo con sus cartas.
La crítica ha afirmado que sus poemas, como los de Emerson, reflejan el momento de florecimiento de Nueva Inglaterra cuando las energías místicas inherentes a la tradición puritana finalmente estallaron más allá de restricciones duraderas de la Teología Puritana. Según los estudiosos ella manifiesta más originalidad cognitiva que ningún otro poeta desde Dante.
Un poeta tan desgarrador como Paul Celan sintió profunda fascinación por Dickinson, incluso hizo de ella traducciones admirables. Harold Bloom en su afamado libro El Canon Occidental afirma que su originalidad no ha sido igualada siquiera por la fuerza de sus descendientes poéticos.
II
Quien la lea, y no haya conocido antes a la poeta norteamericana, no dudará de calificarla como intensa. La escritora en su soledad establece los testigos mudos de su diálogo, que tanto han aguzado su mirada. Se expanden y se enrarecen sus sentidos, a un tiempo o alternativamente. Dickinson ahonda en los espacios de la experiencia: los fugaces y ciegos, que viven dentro de los permanentes, o siembra de nuevos presupuestos lo religioso, dislocando huesos con la celeridad que llevaría torcer la cuerda.
Sus elipsis son como icebergs. La insondable ambigüedad de sus antecedentes expande el territorio de su poesía. A la ausencia, al mensaje hacia dentro, se da la más calurosa bienvenida. En la elipsis se esconde el alimento. La contención se vuelve un alcance airado para expresar. Cómo destruye la omnipotencia en la fragilidad.
¿Qué se puede hacer cuando uno tiene que levantarse ante sí o simplemente se levanta ante sí? Cuando una imagen sugiere algo y a la vez lo contrario, qué menos hacer que imitar ese golpe en mi propio cerebro. Esa y no otra es la impotencia potente del lector. Los poemas reproducen mayormente espacios interiores donde a menudo se lucha y se disfruta. En ese entramado de huesos con corrientes predecibles e impredecibles, «excepto tú mismo, tal vez nadie puede ser tu enemigo —cautividad es conciencia— y también libertad». La libertad que mientras te destruye te hace sentirte armada. La insistencia de tus argumentos cercenados.
En sus poemas, transidos de extrañeza, lo tenso y lo intenso logran un equilibrio. Allí lo analógico sirve para rematar con realce. Religiosidad, ironía y temor antropológico se dan la mano en su ser que se me antoja de ninguna y todas las entradas. Como la dama de su poema, que no se atreve a levantar el velo por temor a la anulación de un deseo que su propia imagen satisface, es su poesía, siempre sutil, arrojada e invisiblemente rebelde.
Nos llaman la atención los caprichosos números y fechas que la Dickinson daba a cada poema, como dejando memoria estricta de la desmemoria y el silencio, y con la esperanza del seguro descubrimiento. Esa actitud es absurda en nosotros.
El afán de la solitaria de Amherst de despojar a las cosas de su nombre, como afirma Harold Bloom, para crearles a las cosas, más que apelativos, múltiples dependencias, quedó expresado en esa escrupulosa numeración.
Nunca una autobiografía del espíritu había sido más lacerante y precisa que en sus poemas. A veces una sola imagen plástica es una cosmovisión. Los esculpidos cristales de su prisma te mantienen en vilo: otra vez construyen la apariencia destrozada. Alzar un mundo ubérrimo en lo tortuoso es su más potente osadía. La espada ocre que guarda en su interior ciega a la espada de plata que aprieta entre sus manos. Uniendo las márgenes contrarias el grito alcanza al universo. Sus metáforas se adornan del secreto. A veces en el entramado caprichoso de sus imágenes es tan traviesa como un niño, o tan suspicaz como una mujer de mundo. Potenciar el significado no es hacerlo pródigo, sino descubrirlo. De momento no incurre en gesto extraño: pensar el mundo es padecerlo.
Algo tan agudo como describir los contrastes es, a otra escala de nuestras lecturas, natural, ahora es arduo. Detengámonos un momento en el casi único curioso signo de puntuación que la Dickinson utiliza en sus poemas: un guion corto que funciona a manera de dique contra la efusión o contra el secreto, como brújula ciega que permite se arme nuestro propio ritmo del discurso, nuestra jurisdicción.
La medida de su grandeza se trasparenta en el siguiente poema:
Nadie soy - ¿Quién eres tú? ¿Eres tú nadie, también? Entonces somos dos - ¡no lo digas! Nos han relegado, ¿sabes? ¡Qué triste ser alguien! Vulgar como una rana Que canta su nombre todo el santo día A un pantano que admira!
El texto anterior se relaciona con esta idea del poeta austríaco Ernst Jandl:
Hay en el pensamiento del adulto, cuando se considera como alguien hecho de una vez por todas, barreras que nada es capaz de romper, fortificaciones indestructibles que le dan el llamado carácter, un perfil interno inmutable. Para el arte, todo depende de llegar a los otros, sobre todo a personas de una edad en la cual impera todavía el movimiento interno, a niños, a jóvenes. El propio artista, siempre que aspire a lo nuevo, y en clara oposición a la mayoría de sus contemporáneos, no se sentirá como alguien hecho de una vez por todas, y debe defenderse contra toda tentación de llegar a serlo finalmente, pues esto no le haría avanzar, sino que lo llevaría al reposo y al disfrute de lo logrado, y por tanto a su final. En eso radica su oportunidad y su riesgo, en aventurarse a ser nunca alguien hecho de una vez por todas, contrariamente a todos aquellos cuya existencia se funda en serlo. Pudiera decirse que esta radical desviación de la norma ocasiona todas las demás desviaciones.
Así la inquisición de la escritora en su poema se vuelve la pregunta que perennemente y en silencio los poetas le hacemos al lector en esa especie de bondad transformativa:
«Nadie soy – ¿Quién eres tú?».
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