George Sand, pseudónimo de Amantine (en ocasiones se deletrea Amandine) Aurore Lucile Dupin, baronesa de Dudevant (París, 1 de julio de 1804-Nohant, 8 de junio de 1876), fue una escritora francesa, hija de padre aristocrático y madre de la clase media. En 1822, contrajo matrimonio con el barón Casimir Dudevant, y tuvieron dos hijos, Maurice, nacido en 1823, y Solange, nacida en 1828. En 1831 se separó de su esposo, llevándose a sus dos hijos, y se instaló en París. Cinco años después obtuvo el divorcio.
Después de abandonar a su esposo, Aurore comenzó a preferir el uso de vestimentas masculinas, aunque continuaba vistiéndose con prendas femeninas en reuniones sociales. Este «disfraz» masculino le permitió circular más libremente en París, y obtuvo, de esta forma, un acceso a lugares que de otra manera habrían estado negados para una mujer de su condición social. Esta era una práctica excepcional para el siglo XIX, donde los códigos sociales, especialmente de las clases altas, eran de una gran importancia. Como consecuencia de esto, perdió parte de los privilegios que obtuvo al convertirse en baronesa.
Hoy compartimos algunas páginas de su autobiografía Historia de mi vida, un ejemplo esencial de su prolífica y diversa producción.
***
Llegué al mundo un 5 de julio de 1804, mientras mi padre tocaba el violín y mi madre llevaba un hermoso vestido rosa. Fue cosa de un minuto. Por lo menos tuve la suerte, que ya había pronosticado mi tía Lucie, de no hacer sufrir mucho tiempo a mi madre, Vine al mundo como hija legítima, lo cual por cierto no hubiera podido ocurrir sí mi padre no hubiese ignorado decididamente los prejuicios de su familia (y esto también fue una suerte, porque sin ese requisito mí abuela no se hubiera ocupado de mí con tanto amor tiempo después, y me habría encontrado despojada del pequeño caudal de ideas y conocimientos que ha sido mi consuelo en los momentos decisivos de mi vida).
Estaba muy bien formada, y durante mi infancia prometía convertirme en una belleza. Promesa que no se cumplió. Esto quizá fue culpa mía, porque en esa edad en que la belleza florece, me pasaba las noches leyendo y escribiendo. Siendo hija de dos personas de belleza perfecta, no debería haber degenerado, y mi pobre madre, que apreciaba la belleza más que ninguna otra cosa, a menudo me hacía cándidos reproches. En lo que a mí concierne, nunca pude demorarme en el cuidado de mi persona. Me gusta la limpieza. Pero los artificios femeninos siempre me parecieron inaguantables.
Abstenerse de trabajar para conservar unos ojos bellos, no corretear al sol cuando el buen sol de Dios nos atrae irresistiblemente, no usar zapatos cómodos por miedo a que se deforme el tobillo, llevar guantes, es decir: renunciar al uso y la fuerza de las manos, resignarse a una eterna torpeza, a una eterna flojedad, no cansarme nunca cuando todo nos incita a hacerlo, en suma, vivir bajo una campana para no quemarnos, resquebrajarnos ni marchitarnos antes de tiempo: todo esto nunca lo pude hacer. Mi abuela agregaba sus reproches a los de mi madre, y el tema de los sombreros y los guantes fue la tortura de mi niñez; pese a que no fui deliberadamente rebelde, la sumisión no me ganó. Llegué a tener un momento de frescura. Pero nunca belleza. Pese a todo, mis rasgos no eran toscos, aunque nunca me ocupó de pulirlos. El hábito de soñar, adquirido desde la cuna sin siquiera darme cuenta, me dio desde muy temprano un aire de boba. Uso semejante palabra porque toda mi vida, en la niñez, en el convento, en la intimidad de la familia, siempre me lo han dicho, y seguramente debe ser cierto.
Resumiendo: con cabellos, ojos, dientes y sin deformidades, no fui ni linda ni fea en mi juventud; esto es una ventaja que, desde mi punto de vista, creo importante, porque la fealdad inspira ciertas aprensiones en un sentido, y la belleza, en otro. Se espera mucho de una apariencia radiante, y se desconfía bastante de una que desagrada. Conviene mucho más tener un rostro que no eclipsa ni empequeñece a los que nos rodean; quizá por esto siempre me he sentido muy a gusto con sus amigos de uno y otro sexo.
Mi abuela apareció velozmente en París, con el propósito de romper el matrimonio de su hijo creyendo que él aceptaría, ya que nunca había sabido resistirse a sus lágrimas. Llegó a París sin que él lo supiera, sin haber anunciado el día de su partida, ni tampoco su llegada, como lo hacía habitualmente. Empezó por ir a consultar al señor Déseze acerca de la validez del matrimonio. Déseze juzgó que el caso era raro, como la legislación que lo posibilitaba. Llamó a otros dos famosos abogados, y el resultado de la consulta fue que en el famoso caso había materia para un proceso, porque siempre hay materia para un proceso en todos los casos de este mundo. Pero que el matrimonio tenía nueve probabilidades sobre diez de ser considerado válido ante la ley, que mi partida de nacimiento me proclamaba legítima, y que, aun citando se llegara a una anulación del casamiento, el deseo y el deber de mi padre serían, sin duda, ajustarse a las formalidades requeridas y volver a casarse con la madre de la criatura que había querido legitimar.
Es seguro que mi abuela no hubiera intentado nunca litigar contra su hijo. Por más que se le hubiera ocurrido el proyecto, no se habría animado.
Es probable que se haya sentido aliviada de la mitad de sus males cuando abandonó las hostilidades, porque la desdicha es muy grande cuando nos obliga a tratar con rigor a los que amamos. Pese a todo. Prefirió pasar unos días más sin ver a su hijo, no cabe duda de que con la intención de atenuar las resistencias de su propio espíritu y de obtener más información sobre su nuera. Pero mi padre se enteró de que su madre estaba en París; se dio cuenta de que lo había descubierto todo, y me «encargó» de solucionar el problema. Me alzó en sus brazos, subió a un coche de alquiler, se paró en la puerta de la casa en que vivía mi abuela, conquistó con pocas palabras la benevolencia de la portera y me confió a esta mujer, que cumplió su cometido del siguiente modo:
La mujer subió a la habitación de mi abuela y pidió hablar con ella, invocando cualquier pretexto. Una vez en su presencia, le habló no sé de qué cosas, y mientras lo hacía se atrevió a decirle:
—Vea, señora, qué nieta tan linda tengo. Hoy me la trajo la nodriza, y me siento tan feliz que no me puedo separar ni un minuto de ella.
—Sí, parece muy sana y robusta dijo mi abuela, mientras buscaba su bombonera.
La buena mujer, que desempeñaba su papel a las mil maravillas, me colocó inmediatamente en las rodillas de mi abuela, que me dio unas golosinas y empezó a mirarme con una mezcla de sorpresa y emoción. De pronto me apartó, exclamando:
―Usted me está mintiendo, esta niña no es suya: no es parecida a usted… ¡Ya sé, ya sé de quién es!
Asustada quizá por el gesto que me separó del regazo, me puse a llorar con grandes lágrimas que surtieron gran efecto.
Ven, mi pobre chiquita dijo la Dortera; aquí no te quieren y, por eso, nos vamos.
Mi pobre abuela se dio por vencida.
—¡Pobre criaturita, no tiene la culpa! ¿Quién la trajo?
-Su propio hijo señora; está abajo esperando; voy a devolverle la niña. Si la he ofendido, discúlpeme; no sabía nada, no sé nada. Pensé que le gustaría recibir una linda sorpresa…
―Vaya, vaya, querida, no la necesito más dijo mi abuela; vaya a buscar a mi hijo y déjeme la criatura.
Mi padre subió los escalones de dos en dos. Me encontró en la falda de mi abuela, que lloraba mientras trataba de hacerme reír. No me contaron qué pasó luego entre ellos, y como yo tenía apenas ocho o nueve meses, seguramente no me enteré de nada. Mi madre, que me contó esta primera aventura de mi vida, me dijo que cuando mi padre me llevó de vuelta a casa, tenía en mis manos un hermoso anillo con un gran rubí que mi querida abuela se había sacado, encargándome de ponérselo a mi madre, encargo que mi padre me hizo cumplir escrupulosamente.
Todavía hubo de pasar algún tiempo antes de que mi abuela aceptara conocer a su nuera; pero ya se corría la voz de que su hijo se había casado de modo inconveniente, y la negativa de verla debía forzosamente acarrear pensamientos enojosos para con mi madre, y, por lo tanto, también para con mi padre. Mi abuela se alarmó por el dolor que su rechazo podía causar a su hijo. Consintió en recibir a la temblorosa Sophie, que la desarmó con su cándida docilidad y sus tiernas caricias. Bajo la mirada de mi abuela se celebró el casamiento religioso, después del cual un almuerzo familiar selló oficialmente la aceptación de mi madre y la mía.
Más tarde, al evocar mis propios recuerdos, habrá de decir la impresión que estas dos mujeres, tan distintas por sus pensamientos y sus hábitos, se producían mutuamente. Por ahora será suficiente con saber que el trato fue inmejorable por ambas partes, que intercambiaron los dulces nombres de madre e hijo, y que si el matrimonio de mi padre generó un pequeño escándalo entre las personas de mayor intimidad, el mundo en que él se movía no le prestó la mínima atención y aceptó a mi madre sin indagar nunca por sus antepasados ni su fortuna. Pero ella nunca amó ese mundo, y tampoco fue presentada en la corte de Murat, a la cual estaba en cierto modo atada y obligada debido a los servicios que luego mi padre prestó a ese príncipe.
Mi madre nunca se sintió ni mortificada ni agradecida por hallarse entre personas que pudieran sentirse superiores a ella. Bromeaba con gracia, con el engreimiento de los tontos y la soberbia de los advenedizos; como se sabía plebeya hasta la punta de las uñas, creía ser más noble que todos los patricios y aristócratas de la tierra. Solía decir que los de su estirpe tenían la sangre más roja y las venas más largas que los demás, cosa que yo acabó por creer, porque si la supremacía de las razas consiste en verdad en esta fortaleza física y moral, es Innegable que tal fortaleza tiende a desaparecer en las razas que pierden el hábito del trabajo y el valor ante los sufrimientos. Esta afirmación no puede considerarse extraordinaria. Pero también se puede agregar que el exceso de trabajo y penurias debilitan la sociedad tanto como el exceso de ocio y deleites. Por otra parte, es verdad, en general, que la vida empieza en las bases de la sociedad y se va perdiendo a medida que asciende hacia la cima, como la savia en las plantas.
Mi madre no era de esas astutas intrigantes que tienen el secreto deseo de oponerse a los prejuicios de su tiempo y que piensan que se engrandecen al incorporarse, corriendo el riesgo de sufrir mil desdenes, a la falsa grandiosidad mundana. Era una y mil veces orgullosa en exceso como para exponerse a un desaire. Su conducta era tan reservada que parecía tímida. Pero si intentaban estimularla con aires protectores. Podía volverse aún más reservada, hasta mostrarse muda y glacial. Tenía excelentes relaciones con aquéllos a quienes respetaba justificadamente; en tales casos se mostraba amable y encantadora. Pero su verdadera naturaleza era alegre, movediza, activa, vibrante frente a lo que pretendía someterla. Los grandes banquetes, las largas veladas, las visitas triviales y aun el baile le parecían detestables. Era una mujer para quedarse junto al fuego o para corretear de modo juguetón; pero internamente y para sus cosas necesitaba intimidad, confianza, lazos absolutamente sinceros, total libertad de costumbres y en el uso de su tiempo. Por eso vivió siempre retirada. Preocupándose más por evitar conocimientos fastidiosos que por adquirirlos. El carácter de mi padre era, en el fondo, semejante, y por eso nunca hubo esposos mejor avenidos. No eran felices si no estaban en su hogar. Constantemente estaban tratando de disimular melancólicos bostezos cuando se hallaban en otra parte, y fueron ellos quienes me legaron esa secreta rebeldía que siempre me ha hecho sentir insufrible el mundo e indispensable el home.
Todos los trabajos que mi padre comenzó, aburrido, es necesario admitirlo, terminaron en la nada. Tuvo mil veces razón cuando afirmó que no estaba hecho para calzar espuelas en tiempos de paz, y las «guerrillas sociales» no le resultaban atractivas. Tan solo la guerra era capaz de hacerlo salir del ámbito de estado mayor.
Regresó con Dúpont al campo de Montreuil. Mi madre lo siguió en la primavera de 1805 y estuvo dos meses con él, durante los cuales mi tía Lucie se encargó de mi hermana y de mí. Más tarde hablaré de esta hermana cuya existencia ya he indicado, y que no era hija de mi padre. Era cinco o seis años mayor que yo y se llamaba Caroline. Mi buena y pequeña tía Lucie, que ya he nombrado, se había casado con el señor Maréchal, un oficial retirado, en la misma época en que mi madre se casó con mi padre. De ese casamiento nació una niña, unos cinco o seis meses después de mi nacimiento: es mi querida prima Clotilde, quizá la mejor amiga que he tenido. Mi tía vivía en aquel tiempo en Chaillot, donde tío había comprado una casita. Entonces estaba en pleno campo. Pero actualmente estaría en medio de la ciudad. Para sacarnos a pasear, alquilaba un asno a un jardinero vecino. Nos ponía en los canastos recubiertos de heno que servían para llevar la fruta y las verduras al mercado: Caroline iba en uno, Clotilde y yo en el otro. Parece que ese modo de pasear nos gustaba muchísimo.
Mi madre se ocupó muy pronto de mi educación, y mi mente no puso ninguna resistencia. Pero tampoco progresó mucho; si la hubieran dejado en paz, con toda certeza hubiera sido bastante lenta. A los diez meses caminaba; empecé a hablar bastante tarde. Pero apenas comencé a decir algunas palabras, aprendí todas rápidamente, y a los cuatro años sabía leer muy bien. Igual pasó con mi prima Clotilde, quien, como yo, fue educada alternativamente por su madre y la mía. También nos enseñaban oraciones, y recuerdo que yo las decía de memoria desde el principio al fin, sin entender nada, salvo las palabras que nos hacían decir cuando poníamos la cabeza en la almohada: “Dios mío, te entrego mi corazón”. No sé por qué entendí esta plegaria mejor que el resto, dado que en estas pocas palabras hay mucha metafísica; pero lo cierto es que yo comprendía lo que significaba y era el único trozo de la oración que me brindaba una idea sobre Dios y sobre mí misma.
En la calle Grange-Bateliére, tuve en mis manos un antiguo manual de mitología que todavía poseo, con enormes ilustraciones de lo más cómicas que se pueda imaginar. Cuando recuerdo con qué interés y admiración miraba yo estas estampas grotescas, todavía me parece verlas con los ojos de aquella época. Sin leer el texto, comprendí rápidamente gracias a las imágenes los principales episodios de las fábulas antiguas, y todo eso me atraía poderosamente. Algunas veces me llevaban a ver las sombras chinescas del eterno Séraphin y las obras del circo. Mi madre y mi hermana me contaban cuentos de Pérrault, y cuando se les acababa el repertorio no tenían empacho en inventar otros que a mí me parecían tan buenos y aun mejores que los primeros. Me hablaban del paraíso y me obsequiaban con las cosas más bellas de la religión católica. Pero, en mi cabeza, los ángeles y los cupidos, la Santa Virgen y la fe, los títeres y los magos, los diablillos del teatro y los santos de la iglesia, todo se mezclaba y me producía el más estrafalario desbarajuste poético que se pueda imaginar.
Mi madre tenía firmes convicciones religiosas, en las que nunca ingresó la duda, ya que no se detenía a analizarlas. Ni siquiera se molestaba en explicarme si los rudimentos que me inculcaba a manos llenas eran verdaderos o alegóricos, ya que, siendo ella misma artista y poeta sin saberlo, y creyente de su religión en lo que tenía de bueno y de bello, al tiempo que rechazaba todo lo que era sombrío y amenazador, me hablaba de las tres gracias y de las nueve musas con tanta seriedad como si se refiriera a las virtudes teologales o a las vírgenes santas.
Sea por la educación. Por lo que me enseñaron, o por predisposición, lo cierto es que el amor por la novela se posesionó violentamente de mí antes de que hubiera acabado de aprender a leer. Y fue así: yo todavía no entendía la lectura de los cuentos de hadas. Las palabras impresas, aun en la forma más simple, no tenían mucho sentido para mí. Llegué a entender lo que me daban a leer, repitiendo. Yo no leía por mi cuenta; era dé temperamento indolente y sólo podía superarlo a costa de grandes esfuerzos. En los libros buscaba tan sólo figuras; pero todo lo que aprehendía con los ojos y con los oídos penetraba desordenadamente en mi cabecita, y caía en ensoñaciones hasta el punto de perder con frecuencia la noción de la realidad que me rodeaba. Como durante mucho tiempo tuve la costumbre de revolver el fuego con el atizador, mi madre, que no tenía criada y que según recuerdo estaba siempre ocupada en coser o en cuidar la comida, no podía librarse de mí a menos que me recluyera en la prisión que ella misma había inventado, y que consistía en cuatro sillas con un calientapiés apagado en el medio. Para que me sentara cuando me fatigase, ya que no teníamos el lujo de un almohadón. Las sillas eran de paja, y yo me entretenía en sacársela con las uñas: se ve claramente que las habían sacrificado para mi uso personal. Recuerdo que para dedicarme a este juego tenía que subirme sobre el calientapiés; entonces podía apoyar los codos en los asientos y jugar a que tenía garras, con una paciencia maravillosa; pero cediendo al impulso de tener mis manos ocupadas en algo, impulso que siempre me ha acompañado, no se me ocurría pensar que de esa manera rompía la paja de las sillas. También Inventaba en voz alta cuentos interminables que mi madre llamaba mis novelas. No me acuerdo para nada de estas creaciones; mi madre me habló mil veces de ellas, mucho antes de que se me ocurriera escribir. Ella las consideraba sumamente aburridas, tanto por la extensión como por el desenlace que yo adjudicaba a las historias. Es un defecto que conservo, según parece; y me doy cuenta de que algunas veces no tengo la menor idea de lo que hago, y aún ahora se apodera de mí, como cuando tenía cuatro años, la necesidad de dejar correr la pluma en este tipo de composición.
Parece que mis historias eran una verdadera mezcla de todo cuanto atraía a mi pequeña cabecita. Siempre tenían un argumento básico al estilo de los cuentos de hadas, un príncipe bueno y una princesa encantada. Había unos pocos personajes malvados. Pero nunca bandidos. Todo estaba regido por la Impronta de un pensamiento infantil jovial y optimista. Lo que tenían de peculiar era la extensión, y cierta tendencia a la continuidad, porque yo retomaba el hilo del relato exactamente en el mismo lugar donde lo había dejado el día antes. Es posible que mi madre, que debía escuchar necesariamente y casi sin querer estas Interminables divagaciones, me incitara a reanudarlo de esa manera. Mi tía también se acuerda de esos relatos, y se entretiene recordándolos. Me decía con frecuencia:
—¿Qué tal, Aurora?, ¿todavía no salió tu príncipe del bosque?, ¿cuándo terminará tu princesa de ponerse su traje de cola y su corona de oro?
—Déjala en paz contestaba mi madre, no puede trabajar tranquila si no está inventando sus novelas entre cuatro sillas.
Recuerdo con más claridad el entusiasmo con que me dedicaba a los juegos que implican verdadera acción. Yo era caprichosa. Cuando venía mi hermana, o la hija mayor del vidriero, y me invitaban a los juegos tradicionales, ninguno me venía bien o me aburría muy pronto. Pero con mi prima Clotilde o con otros chicos de mi edad me volcaba por completo a los juegos que inventaba mi imaginación. Representábamos batallas y fugas a través de espesos bosques, que impresionaban vivamente mi fantasía. Después, alguna de nosotras se extraviaba, y las otras la buscaban, llamándola. Por lo común se había quedado dormida en un árbol, o sea en un sofá. Íbamos a socorrerla; una de nosotras era la madre de las demás, o bien un general, porque la vida exterior llegaba a penetrar en nuestro refugio, y así fue como más de una vez fui emperador y conduje las acciones del campo de batalla. Hacíamos pedazos las muñecas, los muñecos, las casitas, y parece que mi padre se impresionaba fácilmente, porque esta representación en pequeño de los horrores que él mismo presenciaba en la guerra le resultaba intolerable. Entonces decía a mi madre:
―Haz el favor de barrer el campo de batalla de estos chicos; parecerá ridículo. Pero me pone mal ver todos esos brazos, piernas y despojos desparramados por el piso.
Nosotros no percibíamos nuestra crueldad, puesto que los muñecos y muñecas padecían dócilmente la carnicería. Pero al galopar sobre nuestros corceles imaginarios y batirnos con nuestras espadas invisibles contra muebles y juguetes, nos envolvía un entusiasmo febril. Nos recriminaban por nuestros juegos de varones, y es verdad que tanto mi prima como yo sentíamos verdadera avidez por las emociones viriles. Recuerdo especialmente un día otoñal, en que ya habían servido la cena y había caído la noche en el cuarto. No estábamos en mi casa sino en Chaillot, en casa de mi tía, me parece, porque había doseles en las camas, y en mi casa no los había. Clotilde y yo nos perseguíamos por entre los árboles, es decir, entre los pliegues de los cortinados del dosel; el cuarto ya no existía para nosotras, y nos sentíamos realmente en medio de una naturaleza sombría, de la que se iba posesionando la oscuridad de la noche. Nos llamaron para cenar. Pero nada oímos. Mi madre vino a alzarme para llevarme a la mesa, y siempre recordaré mi estupefacción al ver las luces, la mesa y los objetos reales que estaban a mi alrededor. Evidentemente salía de una total alucinación, y me resultaba difícil abandonarla tan bruscamente. Muchas veces estaba en Chaillot y creía estar en mi casa, y viceversa. A menudo tenía que hacer un esfuerzo para cerciorarme de que estaba en tal o cual lugar, y he vuelto a ver en mi hija la vivencia de esta ensoñación, de manera muy marcada.
Me parece que a partir de 1808 no volví a ver la casa de Chaillot, porque después del viaje a España ya no dejé Nohant, y por esa época mi tío vendió su pequeña propiedad al Estado, ya que estaba situada en el sitio destinado al palacio del Rey de Roma. No estoy segura de ser precisa. Pero contará algo acerca de esta casa, que en ese tiempo era una casa de campo. Pues Chaillot no era como ahora.
Era una casa muy modesta; de esto me doy cuenta ahora, cuando veo el valor real de los objetos que se aparecen en mi memoria. Pero a la edad que yo tenía en esa época, me parecía el paraíso. Podría dibujar el plano de la casa y el jardín, hasta tal punto han quedado grabados en mí. Por sobre todas las cosas, el jardín era para mí un lugar lleno de delicias, quizá porque era el único que conocía. Mi madre, pese a los informes que daban a mi abuela acerca de ella, vivía en una condición muy próxima a la pobreza, con una economía y un trabajo doméstico propios de una mujer del pueblo. No me llevaba a las Tullerías para que no viesen las ropas que usábamos, o para que no me malcriase jugando al aro o saltando a la cuerda bajo la mirada de los curiosos. Sólo salíamos de nuestro pobre refugio para ir de vez en cuando al teatro, que a mi madre le gustaba tanto como a mí, y con más frecuencia, a Chaillot, donde siempre nos recibían con gran regocijo. El trayecto a pie y el tener que pasar por el cuartel de bomberos me fastidiaba. Pero apenas pisaba el Jardín, me parecía estar en la isla encantada de los cuentos. Clotilde, que podía pasarse todo el día al sol, estaba más lozana y con mejores colores que yo. Me hacía los honores de su paraíso con la generosidad y la sana alegría que nunca la han abandonado. Era la mejor de nosotras dos, la más franca y la menos antojadiza: yo la adoraba. Pese a las salidas intempestivas que yo misma provocaba, en las que siempre me replicaba con burlas que eran mortificantes para mí. Cuando estaba enojada conmigo hacía un juego con mi nombre, Aurore, y me llamaba Horreur, insulto que me llenaba de irritación. Pero, ¿podía quedarme largo rato enfurruñada, teniendo ante mí una alfombra de césped verde y una terraza rodeada con macetas llenas de flores? Allí fue donde vi los primeros hilos de la virgen, blancos y relucientes bajo el sol otoñal; ese día estaba también mi hermana, que me explicó gravemente que la virgen santa devanaba ella misma esos hermosos hilos en una rueca de marfil. No me animaba a cortarlos, y trataba de agacharme para pasar por debajo.
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