Los abuelos somos, sin duda, los más fieles
enamorados. Así que irme, después de
conocerte, fue más difícil que esperar por verte.
No tenía consuelo…
¿A quién le cantaría las canciones que te
inventaba para dormir?
¿Dónde encontrar unos ojos como los tuyos,
llenos de tantas preguntas?
Cristina Obín
Los sentimientos de las personas sueñan siempre el camino de hacerse visibles para los demás, pero lamentablemente, en la vida cotidiana, casi nunca encuentran el mejor modo de expresarse. Hay barreras intangibles que nos separan a unos de otros, que nos hacen vernos como inaccesibles, lejanos, distantes, inalcanzables.
Quizás por eso mismo existan los escritores, por la necesidad que muchas personas tienen de expresarse y de que las entiendan los demás. Quizás esas barreras intangibles que nos separan sean justamente las que a muchos humanos nos lleven a la literatura. El desafío de romper la ineditez de una página en blanco a veces resulta ínfimo si nos imaginamos frente a la persona amada, soñada, inventada, contándole nuestros anhelos, nuestro modo de verles, nuestro imposible sueño de tenerlas cerca, estrecharlas y llevarlas, por siempre, junto a nosotros.
Hace algunos años, quizás cinco o seis, una autora que he venido siguiendo por lo original de su producción, me confió la primera lectura de La novia de Elpidio. María Cristina Piñeiro Obín es de esos seres, entrevistos desde la pequeña pantalla, a los que de niño soñé acercarme y luego la vida me la puso en el camino cuando tuve la tremenda experiencia de dirigir la editorial Gente Nueva. He contado que nuestra primera impresión al conocernos fue rotunda. Pero de ahí nació una gran amistad cimentada por miles de correos, lecturas compartidas, consejos, sentimientos que se entrecruzan y mucha confesión, de la linda, entre ambos.
Si yo tuviera una editorial, este no sería de los libros por los que apostaría para una venta segura, fácil, de esas que nos dejan ganancias pues sabemos que no vamos a satisfacer el lector medio que suele buscar textos entre lo muy impactantes o bien sencillos. Pero si también tuviera una editorial y a través de sus publicaciones deseara hacer que las personas sean cada vez más humanas, de inmediato les recomendaría, como hago ahora, la lectura de este libro original, edificado, ladrillo a ladrillo, párrafo a párrafo, letra a letra, idea tras idea, desde el sentimiento más genuino y evocador.
Cristina Obín, como en toda su obra precedente, hace de su nieta lejana —a veces en el sentimiento y generalmente desde la geografía— el objeto de su diálogo inteligente y apasionado como alter ego de sí misma, que se proyecta hacia el futuro. Sin que La novia de Elpidio pueda considerarse un libro de memorias en puridad de términos, tampoco deja de serlo. Apreciamos conmovidos la rica personalidad de una mujer que ha tenido una vida llena de experiencias disímiles, para quien el más genuino sentimiento de amor siempre ha constituido un motor que impulsa las razones o sinrazones de cada paso. Su existencia va desfilando, hilvanada entre poemas y recuerdos, desde las primeras páginas de esta obra que magníficamente ha ilustrado Yancarlos Perugorría y que tuvo el tino de editar Carlos Fuentes.
La infancia de una niña nacida en la justa mitad de la década de los años 50 del siglo XX desfila poco a poco: un origen humilde, una familia apenada por las carencias y que lucha por sobreponerse y dibujarle a la pequeña un entorno lo más ideal posible. Los primeros sueños, los reyes magos, las cartas ilusionadas pidiendo esto o aquello, los empleos de sus padres, la añoranza, la incomprensión, las carencias materiales o afectivas, el miedo, la soledad, lo imaginado, lo real, la pérdida de las ilusiones o el cifrarnos en ellas. El triunfo de la Revolución, la Alfabetización, el deseo de estudiar piano, canto, baile; La Coubre, los vecinos, el barrio, el hogar, la navidad, los concursos, los oficios de mamá, las pruebas, los programas, la cercanía de la TV, aparecer por vez primera ante muchos desconocidos diciendo un bocadillo, la ENA, las actuaciones, el primer amor, la beca, la escuela al campo, Pancho y Casilda, la sorpresa, el susto, las escapadas, la aventura de conocer…
La autora, entreteje para su destinataria ideal Analucía, un epistolario de amor cimentado desde los recuerdos más profundos hasta los sueños más acariciados. Evoca el ayer lejano, de la mano del ayer inmediato proyectándose hacia el futuro posible o el más incierto. Hay una toma y daca entre la realidad, lo onírico o lo deseado que hacen de este libro un confesionario de amor. Esta niña, que pese a hacerse adolescente, joven, mujer, abuela, nunca consigue crecer del todo —pues, como el primer día, con ella guarda siempre sus sentimientos más hondos y quizás hasta sus miedos más intensos—, nos va ganando con su vehemencia y desnudez impoluta a la hora de abrirnos su corazón de mujer que nunca renuncia a amar pese a todo. Poco importan las desilusiones, los miedos, los rechazos, las ausencias, las oscuridades de cualquier firmamento al que sus ojos se dirijan ilusionados buscando la luz de lo más soñado.
La mujer-niña-princesa que muy joven hizo soñar a toda una generación asomando su rostro de reina ante la pequeña pantalla de nuestros televisores y que sable en mano se batía contra la maldad y el opresor, es la misma abuela-hija-nieta-madre que con su lápiz en mano, cual espada de luz, traza sus mejores recuerdos para quienes considera más cercanos. Leonor de Éboli nos hizo soñar con que todos podríamos ser el León de Damasco o ese fiel El-Kadur que en silencio pena de amor. María Silvia, la novia de Elpidio, devenido héroe para los niños cubanos que le sonríen como al paladín de esas gestas que jamás terminan, también es la damisela cuya voz nos lleva de ensueño a ensueño. La imberbe Marisela, a quien admirábamos con asombro por su osadía, no tanto en desafiar en la escena a Doña Bárbara como a la actriz Raquel Revuelta, es la misma niña asustada que una vez cruzara el Olimpo de las actrices y actores cubanos al ascender las escaleras del mítico edificio de 23 y M… Muchos de esos recuerdos se han ido perdiendo con los años; tantos rostros que se desdibujaron en el éter de los tiempos idos para nunca regresar. La mejor virtud que tienen los libros como este es que, cual Biblioteca de Alejandría, atesoran un sumun de imágenes que de otro modo estarían condenadas a su desaparición definitiva.
Agradezcamos pues, a La novia de Elpidio, que devane para todos nosotros, sus fieles seguidores, ese hilo de Ariadna que da vida a tantos y tantos momentos y que, entre poema y poema, todos seamos un poco como esa Analucía soñada quien, tímida ante tanta grandeza, quizás se refugie en el mutismo de quienes aman en silencio, sin aspavientos, pero agradecidos, sobre todo cuando tienen el privilegio de disfrutar de una abuela-niña que con voz de novia eterna, nos acune con versos como estos:
Si la música encantada despierta a un hada dormida, cuenta sus sueños, bailando, convertida en bailarina. /…/ Si la música del viento despierta a un hada dormida, cuenta bailando, los cuentos más hermosos que imaginas.
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