El exilio es un mal internacional; ese emigrar desde países subdesarrollados, desfavorecidos, donde la pobreza carcome e impide el desarrollo social e individual, hacia centros de poder económico, naciones del Primer Mundo con elevados índices en el nivel de vida, es una característica que enlaza a no pocos sitios, muchos de cuyos habitantes, solos o acompañados de parientes y amigos, emprenden ese arriesgado (también literalmente) viaje de descubrimiento.
América Latina figura entre las regiones con mayores índices de éxodos, y dentro de ella, Cuba reviste, como es sabido, características muy especiales, por las condiciones geopolíticas y socioeconómicas que han diferido desde hace más de sesenta años del resto de sus colegas en el área. Aunque esa diáspora se ha difuminado y asentado por/en todo el mundo, ha sido Estados Unidos el anfitrión más recurrente y sistemático, en una tensa relación que trascendió el período de la Guerra Fría cuando los dos sistemas representados por aquel y la Unión Soviética diseñaron una bipolaridad mundial, hace tiempo venida a menos, a favor de un capitalismo salvaje que ha tornado prácticamente único, o al menos abismalmente mayoritario desde que la caída del muro de Berlín emblematizó también la del «socialismo real», el mapamundi.
Lo cierto es que la partida definitiva de miles de ciudadanos desde la mayor isla caribeña hacia el llamado «Norte revuelto y brutal» ha signado más de sesenta años de Revolución cubana y de tensión en las relaciones entre ambas naciones, las cuales, con matices y especificidades según etapas del desarrollo sociopolítico históricamente concreto, se han mantenido a lo largo de estas décadas. Ello ha repercutido específicamente en la familia insular, que se ha visto fragmentada, vertebrada y escindida, no solo física sino espiritual y moralmente, lo cual han reflejado con vehemencia y visibilidad todas las manifestaciones del arte aquí y allá (dentro de Cuba, o fuera, en esos sitios de asentamiento, como hemos dicho, principalmente Estados Unidos).
El teatro en especial ha trasuntado, desde la singularidad de varios dramaturgos cubanos de diversas generaciones y estatus migratorios, con poéticas y enfoques diversos según sus experiencias personales, tales realidades, que han permitido diseñar toda una cartografía en las relaciones no solo individuales y familiares con ambos polos cronotópicos —en tiempos diferentes, en ambos espacios que significan puntos de partida y de llegada, y en algunos casos, viajes de ida/vuelta—, sino sociales y políticas en los más amplios sentidos de esos términos.
GRAN TEATRO PARA LA GRAN CUBA
Esas complejas relaciones, devenidas una no tan extensa pero sí intensa y reveladora literatura dramática concebida en ambas orillas, constituyen el objeto de estudio del reconocido dramaturgo, crítico e investigador Abel González Melo (La Habana, 1980), lo cual se convirtió en tesis de doctorado (cum laude) que a su vez se materializó en el libro Familia y exilio en la dramaturgia de la Gran Cuba. Una perspectiva dramatológica,[1] editado en 2018 en la colección Anejos de Revista de Literatura del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Madrid, donde hace tiempo reside el autor.
Desde su primaria faceta como escritor de ficciones, principalmente escénicas, González Melo ha trabajado el tema mediante títulos como Vendré mañana a despedirte, Adentro, Nevada, Sistema…, de modo que lo conoce a la perfección y por experiencia propia.[2] Sin embargo, la exhaustiva investigación que llevara a cabo durante toda una década para emprender el estudio que ahora nos ocupa desborda por supuesto esa experiencia y llena la del analista riguroso, el investigador profundo que ha generado anteriores ensayos: Cada vez que te digo lo que siento. Cercanías con Abelardo Estorino (2005), La ciudad sitiada. Teatro y palabra en Antón Arrufat (2006) y Festín de los patíbulos. Poéticas teatrales y tensión social (2009), reconocidos con importantes lauros.
El ensayista parte de nociones muy específicas y perfiladas, de imprescindible conocimiento para entender las coordenadas de su texto; primeramente, la noción de Gran Cuba, que implica la isla trascendiendo sus límites geográficos y se expande a esos territorios —sobre todo Estados Unidos, como ya hemos dicho— donde se han asentado (temporal o definitivamente) los dramaturgos a los cuales pertenecen varias de las piezas que analizará, en un período que abarca los primeros cinco decenios de la Revolución cubana (1959-2009). Ello lo hará mediante un método que ya anuncia desde el subtítulo: la dramatología, partiendo de su plasmación y desarrollo en artículos y libros completos de José Luis García Barrientos, y que nuestro autor aplica a su investigación al comprobar la empatía que establecía el célebre profesor español con sus inquietudes desde sus tempranos estudios de teatrología en Cuba «en materia de deconstrucción dramática, integración y contraste de saberes».[3]
Sentados esos principios teóricos, el estudioso se dispone a demostrar «cómo los vínculos que acercan la dramaturgia de las dos orillas son fundamentales para entender el arte y la vida de la Cuba contemporánea»,[4] lo cual trasciende incluso el objeto de estudio específico para invadir territorios mucho más extensos y complejos, lo cual, dígase desde ya, creo logra en buena lid.
González Melo atraviesa para su investigación el teatro de esa temática durante el tiempo y espacio(s) referidos «para poner en perspectiva los puentes entre ellos y establecer coincidencias y disidencias».[5] Elige entonces seis piezas representativas, de autores pertenecientes a generaciones y experiencias diferentes respecto a esos viajes de «ida/vuelta» entre Cuba y Estados Unidos (excepto un caso, final, donde la vivencia es europea): Los siete contra Tebas de Antón Arrufat, escrita en Cuba a fines de los años 60; El súper de Iván Acosta, en los 70; Sanguivin en Union City, de Manuel Martín Jr., de una época tan significativa dentro de la historia del exilio cubano: los 80; Nadie se va del todo de Pedro R. Monge Rafuls, un decenio después; y ya en pleno siglo XXI, Cartas de Cuba de María Irene Fornés, todas concebidas en Estados Unidos, algunas incluso en inglés o de manera bilingüe, empleando el code-switching. A ellas se sumó la sexta obra, Retratos, de Lilian Susel Zaldívar de los Reyes, que en una especie de cierre cíclico vuelve, como el origen que significa la obra de Arrufat, a la isla, no solo en su proceso escritural sino diegético —como quiera que significa también un retorno, en este caso no desde Norteamérica sino desde Londres (aunque las implicaciones respecto al supratema de la familia y el exilio que atraviesa y alimenta el libro no cambien esencialmente).
EXHAUSTIVIDAD Y ENJUNDIA
Lo primero que salta a la vista cuando se recorren la más de trescientas páginas del libro es que lo escolta una sólida documentación y el auxilio de herramientas teóricas muy consistentes que el autor maneja con soltura y eficacia, nunca esclavizado a ellas sino poniéndolas en función de sus criterios y emprendimientos analíticos; sabe que la teoría pura de poco sirve si no está supeditada a un pensamiento recio y convincente, y así procede en longitud y hondura a través de una sumersión profunda en cada obra que elige no solo para el despiece particular, mediante lúcido proceder inmanentista, sino, sobre todo, para calzar su tesis, que de este modo queda debidamente asentada y desarrollada a lo largo del volumen.
Además de su entrañable y admirado profesor García Barrientos, González Melo se apoya en el modelo actancial de Greimas (desglosado en imprescindibles textos como Semántica estructural o En torno al sentido), que aplica con destreza y conocimiento de causa a las piezas elegidas, así como en teóricos de diversas escuelas cuyos hallazgos y aportes se acomodan a sus pesquisas y conceptualizaciones (Lotman, Jakobson, Lesky…), junto a investigadores que han descollado específicamente en el estudio de la zona focalizada por él aquí (Lillian Manzor, Linda Hutcheon, Mari Lauret…), sin olvidar a colegas que se han acercado puntualmente a algunos de los textos analizados (Norge Espinosa, Esther Suárez, Amado del Pino…), a los cuales emplaza o apoya, siempre con respeto y fundamentación en los juicios.
Investido por tal armadura teórica y conceptual, y el apoyo en fuentes siempre confiables y respetables, González Melo emprende zambullidas profundas y pormenorizadas en cada obra, abordándolas desde los diversos costados susceptibles de un análisis sistémico que marcha del detalle a lo general, de la particularidad a la visión de conjunto: escritura, acción, tiempo, espacio y personaje, todo precedido por introducción y aterrizando en conclusiones, informan los abordajes, pletóricos de cuanta nota, referencia o diálogos extrapolados de los textos enriquezcan el análisis.
El trayecto puede resultar a veces un tanto árido para un lector no avezado, dado el uso de una terminología altamente especializada, de un lenguaje técnico que signa los análisis parciales harto minuciosos; no hay dudas de que el público ideal para este libro es el experto, el conocedor. Sin embargo, pasando por sobre ello, la esencia de los hallazgos y conclusiones que el estudioso conquista como verdadero fin pueden ser de gran interés para quienes sin demasiada cultura teatral, literaria o teórica se interesen por un asunto que, sin lugar a dudas, atañe a muchos.
Volviendo al proceder metodológico, el ensayista no discrimina escuelas filológicas, dominios anexos al método elegido —como vimos, el análisis dramatológico— tales como la narratología o la lingüística, para «entrarle» a cada texto y exprimir sus más recónditas esencias, los zumos variados que conduzcan a cimentar una tesis expuesta y desarrollada con argumentaciones convincentes, que pueden traer o no —como todas las basadas en temas complejos y polémicos, y este bien se sabe que lo es— disensos y refutaciones, pero sobre las cuales nadie podrá reprochar falta de seriedad y fundamentación sólida. Incluso, como había apuntado, el alcance del estudio llega a trascender el marco específicamente artístico para invadir terrenos más generales y amplios. Algo así como que:
La historia de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos es también la tejida entre quienes se quedaron y quienes se fueron, y en ambos casos cabría separar a quienes lo hicieron por decisión propia y a quienes fueron obligados —por sus familias, por el gobierno—, tanto a quedarse en la isla como a salir de ella.[6]
Finalmente llegamos a un imprescindible capítulo-resumen titulado «Visión de conjunto» donde se establecen vasos comunicantes, nexos y también diferencias desde varios niveles de focalización respecto a las obras estudiadas, en acertada perspectiva comparatística, y se desgranan conclusiones que visibilizan de manera resumida y más concreta los rubros de la tesis que se ha ido armando durante el trayecto.
Tras este, más como complemento y reafirmación que como anexo, se concluye con la perla de la corona: las «Entrevistas» que sostuvo el autor con cuatro de los dramaturgos responsables de las seis obras-objetos de estudio, sometidos a un cuestionario idéntico, y cuyas respuestas enriquecen y legitiman muchos de los asertos a los cuales asistimos en el segmento anterior y a lo largo del libro.
Libro que, huelga quizá decirlo, resulta imprescindible desde ya para el conocimiento no solo del trascendental asunto que investiga, sino para el estudio mucho más general sobre el teatro cubano que, en consonancia con el concepto que alimenta el texto, desborda las fronteras geográficas para conformar un espacio múltiple, simbólico, ausente de barreras artificiales gracias a las cuales, sin embargo, existe, como existe —siguiendo una de las conclusiones a que arriba el estudioso— «una dramatización de la familia como microcosmos —o lo que es lo mismo, una dramatización del eje individuo-familia-sociedad— en la dramaturgia de la Gran Cuba, vertebrada por la fractura que el exilio ha provocado»,[7] en revelador oxímoron.
Este libro es una contribución inestimable al sentir y concebir la patria desde una óptica trasnacional; una mirada diferente a la insularidad —desbordada, crecida, multiplicada—, esa de la que también habló tan sabiamente otro gran estudioso, Rine Leal, cuando nos recordó que «la isla será siempre una puerta abierta pero que puede no conducir a parte alguna, pues el mar carece de señales, de signos, de caminos, de límites».[8]
Notas.
[1] Todas las citas se harán por esta edición.
[2] Si bien no de manera definitiva, González Melo ha vivido en España durante los últimos quince años, aunque viajando regularmente a la isla y manteniendo con las instituciones culturales un vínculo estrecho, como miembro de la Asociación de Artistas Escénicos de la Uneac, por ejemplo, y estrenando de manera sistemática sus obras y las de otros autores (específicamente de su segunda patria) en la compañía Argos Teatro.
[3] Ob. cit., p. 18.
[4] Ob. cit, p. 16.
[5] Ibídem.
[6] Ob. cit., p. 27.
[7] Ob. cit., p. 297.
[8] Citado por el autor en ob. cit., p. 308.
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