Una toma de conciencia del mundo por la poesía: así se nos presenta la tarea acometida por Roberto Fernández Retamar en una obra que avanza con su vida y los grandes o pequeños acontecimientos, los encuentros, los comercios humanos que le dan un sentido. Esta obra es todo lo contrario de una búsqueda del misterio. Aquí las cosas, los hombres, los trabajos y los días son realidades en busca de una revelación de sí mismas que el poeta percibe «con las mismas manos» —las que acarician a la mujer y construyen la escuela— que son, por vocación, por oficio, manos de vidente. Todo existe, pero hace falta el poema para detener el tiempo de las metamorfosis, de las transmutaciones, de las sublimaciones: para apoderarse del objeto en un instante dado de su afirmación, de su radiación, y fijarlo gracias al lenguaje poético. Así, el árbol solitario, inadvertido, no revelado, a pesar de su espléndido atuendo «con flor rosada», que no existe quizás «sin el ojo/ que al mirarla, alegrándose, / la haga de veras». Entonces, «Uno escribe un poema»: el árbol, la flor, se convierten en poema que no se quiere cargado de imágenes ni barroco; árbol flor, a los que bastan las palabras, «árbol», «flor», para definirse en una poesía cuyo despojo verbal, el uso estricto de las palabras, constituyen caso de excepción en la literatura contemporánea de la América Latina.
En vísperas de grandes acontecimientos que darían un nuevo sentido a su vida, el poeta viaja, inquieto, del gran mar de los griegos que evocan nuestro Mediterráneo del Caribe constelado de islas innumerables, al París del «flâneur de deux rives»; y es poco después la espera ansiosa de lo que exigirá, por su reafirmación misma, una toma de conciencia de realidades nuevas, largo tiempo queridas. Atento a las palabras dichas a media voz, escuchando las puertas, descifrando los signos que se hacen apremiantes, el poeta percibe la epopeya que se construye a lo lejos en un desencadenamiento de gritos bajados de las montañas —«Qué extraños graznidos de pájaro agonizante»—, cuyo eco nos llega a través de cartas que, escritas allá, cerca «de las hogueras / que en la noche empalidecen las estrellas», le hablan del «territorio libre […] De la batalla cercana apenas interrumpida, / de las mudadas en medio de lo azaroso». Remontando el curso del tiempo, el poeta —tal como lo hacía con el árbol y su flor— parte del descubrimiento del «capitán» lejano, buscándolo, antes de la acción acometida después, en su «Tienda de calle oscura» de antes, donde «desgarbado y tímido / vendía zapatos». «Yo lo conocí», dice el poeta, evocando lo que fue el combatiente de hoy —quizás un héroe— en tiempos sombríos, llenos sin embargo de sentido, perdidos para siempre sin el poema que nos lo restituye. Y es entonces la canción de la Isla Recuperada —«El caballo, la mariposa, el marinero, el gato»— anunciando una meditación, en el alba de la victoria revolucionaria, sobre los hombres caídos en lo más duro de la lucha. Pero ahora estamos también ante las ruinas; que ostentan en exergo el verso de Paul Éluard: «Regardez travailler les bâtisseurs de ruines»; y aquí, como ante el árbol, Roberto Fernández Retamar inscribe en el poema las ruinas de la Isla recuperada, transfigurada por la Revolución, y, gracias al poema, por la operación misma de la poesía, toma conciencia del sentido profundo de esas nuevas ruinas que «No tapó esta vez la luz exagerada / de la isla»: ruina familiar «que conoció el horror para que alimentara la esperanza». Ruinas diferentes de tantas otras ruinas abandonadas a su muerte, apenas alzadas al borde de caminos que conducen a parte alguna, a la manera de desechos privados de todo sentido.
Pero aquí las ruinas tienen un sentido: un sentido que le darán los escombradores deslumbrados por la «belleza de una nueva constelación centelleando en la noche», encima de la inmensa llamarada semejante a «un bosque de terribles catedrales azules». Y es junto a esas ruinas próximas a ser barridas del mundo, que los vigilantes, los acechantes —el hombre y la mujer en defensa de lo suyo— se hablan en la sombra, en espera de los mismos peligros. Marchan de noche «bajo las estrellas, bajo la lluvia» llevando esas «mismas manos» grávidas de porvenir, hechas para reconstruir el mundo, levantar la escuela y acariciar, pensando, ahora que el Acontecimiento sucedió, que habían estado lejos de las cosas verdaderas —de las cosas verdaderas que se diseñan ya, en formas sólidas más allá de las ruinas irrisorias, simples jalones de una lucha que fue necesaria.
Hasta el presente Roberto Fernández Retamar había tomado conciencia de los hombres que actuaban, de las luchas subterráneas de la ciudad, de las vigilias ansiosas, de las exigencias del acción: ahora, con plena conciencia poética de lo suyo, se dirige al poeta Fayad Jamís en un tono familiar, describiendo un camino que es el de su acercamiento al despertar de «esta guitarra limpia», toda rumorosa hoy día, en que la noticia traída por el periódico de cada mañana se confunde con el poema… De la misma vena es la carta. Eugenio Evtushenko y Pavel Grushkó, profesión de fe en la poesía —en la solidaridad de la poesía— expresada en frases directas, cortadas, ritmadas, según la inflexión misma del lenguaje hablado.
Todo el proceso poético de Roberto Fernández Retamar se encuentra como resumido en los poemas —«A quien pueda interesar»— que cierren esta colección.[i] Aquí, después de muchas angustias, de solicitaciones arrojadas a la noche, de miradas lanzadas a los mismos peligros, la paz renace, la alegría arte:
A lo largo de toda la isla, somos menos que los que diariamente
deambulan por una gran ciudad.
Somos menos: un puñado de hombres sobre una cinta de tierra
Batida por el mar. Pero
Hemos construido una alegría olvidada.
Una mañana, «ante el mar que empezaba a ser astillado por el sol, / llegó el extraño sentimiento de ser dueños de todo». El poeta exulta. Sus palabras tienen un vuelo, un tono sin precedentes en la poesía cubana contemporánea. Son las palabras de la época que vivimos; las palabras de nuestra realidad —«Siento crecer mi vida como un fuego soplado»— los gestos de nuestras manos reales todavía sorprendidas por tantos descubrimientos, maduradas por muchas pruebas sobrepasadas para saber, al fin que
[…] lo que nos pasa coincide con lo que pasa. Ahora entiendo que nuestra historia es la Historia.
Ninguna oscuridad, ninguna variedad en la poesía de Roberto Fernández Retamar. Su toma de conciencia de las cosas, de los hombres, del mundo se hace de manera directa con las palabras de todos los días, adoptando a menudo el tono del diálogo familiar. El lector francés está habituado desde Apollinaire —a quien Roberto Fernández Retamar aprecia particularmente—, a un lenguaje poético así. Pero en la América Latina está habla cotidiana, simple, sin énfasis, que renuncia a las posibilidades de un barroco verbal siempre ofrecido por la lengua, adquiere una significación singular. Una poesía en que incluso el adjetivo se hacen frecuente para dejar sitio a la palabra desnuda, a un discurso que prescinde de metáforas, es un caso de excepción, entre no pocas obras que le son contemporáneas. Roberto Fernández Retamar rompe con el barroco, las lacerías, los huevos de vocabulario siempre posibles en español, para llamar las cosas por su nombre, tomando conciencia del peso real de los objetos con sus «mismas manos», manos siempre en busca de lo real, de la revelación de lo real, con frecuencia enmascarado por las apariencias. El escritor hispanoamericano estaba habituado, desde el estudio de sus clásicos del siglo XVIII, a buscar la imagen, y también de las posibilidades de expresión de los riquísimos recursos de una lengua que se prestaba a todos los excesos —incluso a una a una justificación de la incongruencia…—. La obra de Roberto Fernández Retamar, con su justeza de acento, su visión directa a las cosas, aporta a la poesía cubana contemporánea el tono nuevo de una nueva época vivida por sus poetas. Imagen en sí mismo, el Acontecimiento prescinde de imágenes. Y los hombres del Acontecimiento que ha dado un nuevo sentido a sus vidas, se vuelven a encontrar en las palabras enteramente simples, y sin embargo reveladoras, que ha escrito para ellos un poeta militante que a menudo, en la noche, fusil al hombro, ha contemplado con ellos las mismas estrellas en el cielo de la Isla al fin reconquistada.
[i] Se refiere a Roberto Fernández Retamar: Avec les mêmes main. Traducción y prólogo de René Depestre, epílogo de Alejo Carpentier. París, Ed. P. J. Oswald, 1969.
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