Marlene E. García Pérez ha apostado por fijarse en los detalles nimios, microscópicos, por detener la lupa de la ficción en una humanidad que podría lucir como un bacilo frente al tamaño de los eventos que la sacuden. La guerra y sus decepciones son las columnas de humo —las bambalinas y los cimientos sobre los que se detiene la concepción del relato—, pero la autora no va hacia esos rumbos que podrían ser hasta cierto punto obvios, sino que se concentra en el giro dramático hacia lo humano, hacia la madre abandonada, hacia la mujer que acuna a la soledad en un brazo y al hijo en el otro.
Esta es una historia sobre la supervivencia, sobre el miedo y el instinto. La autora explora y explota esos ejes a lo largo de una serie de páginas donde se concentra mucho en poquísimo espacio —por su tono y ritmo, casi podría hablarse del inaugural capítulo de una novela más que de un cuento. La acción es cinematográfica y se focaliza en imágenes claras, que apuestan por develar las cortinas del pánico y las máscaras de la seguridad, en un escenario donde la muerte tiene la última palabra y la desnudez conclusiva.
La acción se concentra y se desliza a través de un velo que preconiza lo convulso y que se detiene —por instantes— en la mirada de la madre, esta mujer sin identidad, cuyos recuerdos deambulan de un lado al otro y ejercen su peso simbólico sobre los acontecimientos. La figura del hijo —su levedad, ya que la vida del pequeño cruza un hilo donde no hay nada definido entre la vida y la muerte— es el eje central que mueve las decisiones de la madre y que, de cierta forma, conduce la trama a través de la sucesión de la historia.
La imagen que cierra el relato, aunque puede haber sido prevista por el ojo avizor de algún lector, es solo la conclusión definitiva de la sumatoria de las acciones develadas en el cuento. La mujer ha cortado todas las hebras que la ataban a lo real. La madre solo ha buscado al hijo y lo ha encontrado. El resto —el mundo, el esposo, la vida, todo— ha perdido sentido al final de la senda. Incluso la deidad y las oraciones a las que se ha aferrado hasta entonces se han convertido en ecos menores, resonancias sin forma. El personaje es un temblor. El personaje se ríe en su locura. El personaje ha perdido todas las cuerdas que la ataban a la costa y, bajo el microscopio desde donde la autora la contempla, luce más que nunca como una bacteria; una bacteria atacada por algún remedio fulminante, a la que solo le queda una opción: la espera y la resignación.
Con el hijo en brazos, el personaje se transforma en la metáfora de lo que es desolado.
No le ha quedado más.
Con un lenguaje sin grandes florituras verbales, que no acude a vericuetos simbólicos, se cuenta la historia, se desenreda el relato desde el nudo hasta la punta, desde la punta hasta un nuevo lazo. Y es que en esa soledad definitiva, en ese grito transformado en risa y en locura, se encuentra el centro del personaje, su epidermis: la madre ha perdido la piel, la han desollado metafóricamente. Solo le queda el hijo, el niño consumido por la fiebre.
Esta es una historia sobre el dolor y sus nudos. Esta es una historia sobre las máscaras de la desolación. La madre y el niño, bajo el microscopio del relato, se han convertido en la única torre que ha sobrevivido al desastre, a la convulsión, al terremoto. Pero la torre es inestable, está inclinada. Se acerca al peligro de la entropía.
Y la entropía, de alguna manera, tiene el rostro del autor.
MARLENE E. GARCÍA PÉREZ (Cabaiguán, Cuba, 1965). Escritora y editora. Licenciada en Letras por la Universidad Central de Las Villas en 1988. Tiene publicados varios libros de investigación lingüística y ha realizado antologías de poesía y cuento, principalmente de autores cabaiguanenses. Como narradora, han aparecido sus novelas A solas con Casandra (Luminaria, 2000; Globo, España, 2001; E-Madeira, Portugal, 2011 como ebook; Unión, Cuba, 2012; Ediciones Adalba, Canadá, 2018), con la que, en 1999, obtuvo el premio Miguel Ángel Bécquer, Primera mención en el Concurso nacional Fernandina de Jagua y finalista del Concurso Salvador García Aguilar en Alicante, España; La Canaria o La mitad de la sombra (Benchomo, 2001; Letras Cubanas, Cuba, 2012; y Editorial Guantanamera, 2017), ganadora de la Beca de Creación Literaria del Centro Provincial del Libro de Sancti Spíritus, 2000; y A-Mar (Luminaria, 2009; y Aguere-Idea, España, 2011) Premio de la Ciudad de Sancti Spíritus, 2008; así como el libro Cristóbal Afonso: el regreso a Icod (Benchomo, 2008) con Jorge Amauri Afonso, Premio Nacional de Testimonio Benito Pérez Galdós, 2007. Obtuvo el Premio Nacional La enorme hoguera de investigación, 2007, y los Benito Pérez Galdós de testimonio y novela. Cuentos suyos han sido premiados en el Concurso Internacional de relato de Granadilla de Abona 2009 y 2011 (Primer Premio) y 2010 (Segundo Premio); y obtuvo accésit en el Trinidad Arroyo en Palencia, España, 2010. Ha impartido conferencias en universidades y centros culturales de Cuba, Chile y España. Ha trabajado como correctora, editora y diseñadora de libros en las editoriales Luminaria (Cuba); en España en Benchomo, Globo, Aguere-Idea, Tahoro Libros y Centro del Libro de Islas Canarias; y Ediciones Adalba, Canadá.
LA TORRE
—¡A la torre, a la torre! —gritaba el alamín.
Los campesinos mudéjares levantaron la vista del sembrado y se miraron entre sí. Aquello duró un segundo; recogieron sus herramientas y echaron a correr. Otro año en el que perderían sus cosechas. Otro año en el que pasarían hambre. Primero estaba conservar la vida.
Salieron en desbandada, los niños un poco retrasados, pero un impulso los guiaba hacia la salvación, esa pequeña puerta en la parte norte de la torre de Alguazas. No estaba lejos, pero había que dar un ligero rodeo para subir el montículo sobre el que se encuentra, y desde allí se observa la confluencia de los ríos Mula y Segura, y todo el campo con sus cultivos en flor. El alamín y los funcionarios empujaron a los retrasados con sus caballos. Una madre cayó al suelo con su pequeño hijo atado al pecho, eludió algunas patas de animales que le pasaron cerca. De pronto se hizo el silencio, trató de incorporarse y no pudo: el dolor en el tobillo se lo impedía. Realizó un nuevo esfuerzo y tampoco consiguió levantarse. La puerta de la torre seguía abierta, pero la separaba mucha distancia, le dolía un pie, al parecer se le había torcido. Se incorporó con dificultad, se recogió los bajos de la almexia, observó el rostro asustado del pequeño. Ella misma lo estaba, pero lo arrulló y él le regaló su sonrisa.
¿Qué hacer? Estaba sola, inmensamente abandonada en medio del campo. A lo lejos solo veía el polvo levantado por las piernas de los que huían. Siempre que el alamín alertaba, a los pocos minutos, aparecían los enemigos y algunos quedaban a merced de sus armas, como ella había quedado ahora. Sintió un estremecimiento y sus pies temblequearon. Su corazón se agitó: estaban perdidos. Ella y su hijo estaban muertos, a merced de los moros, de sus curvas espadas, de sus manos registrándole cada pedazo de su joven cuerpo. La llevarían prisionera si lograba sobrevivir. Su hijo no vería otro sol que el que se mostraba desafiante en el cenit. Lo apretó contra su pecho, intentó volver a sonreírle, pero sus labios se abrieron en un callado grito de pavor.
¿A dónde iría? Su casa sería saqueada junto con las otras, le prenderían fuego y la destruirían. Eso ocurriría después de intentar penetrar en la torre, después de días de exigencias, de sobresaltos, de quererles comprar una libertad que tenían en el encierro voluntario de la Torre. Sus hermanos se habían adelantado. Su esposo servía en una de las aspilleras, era funcionario de la aljama. Seguramente estaba ocupado observando más allá de donde se encontraba ella con su hijo, oteaba el horizonte para ver a los moros; ellos también eran moros, pero como se habían asentado hacía mucho tiempo eran considerados mudéjares. Pateó la piedra que la había hecho caer. Se remangó la kameze; el calor le atenazaba el alma. Era joven. Si hubiera alcanzado la entrada, ahora estaría junto con las demás mujeres implorando ayuda, que Alá no permitiera que los muros cedieran y que una vez más los enemigos se retiraran, abandonaran un sitio que se haría eterno. Esta vez iba a ser diferente. Un olor a chamusquina en el aire la sobrecogió. Imploró a Agar, quien siempre la había protegido. Ella nunca la olvidaba, ni cuando estuvo a punto de morir en el parto, ni cuando comenzó a perder fuerzas y a sangrar. Le pidió por su hijo, que le diera la vida, que, por favor, ahora tampoco la abandonara. Y como Agar sabía lo que era la desidia del grupo, la acompañó en ese momento tan difícil.
El niño comenzó a lloriquear. El sol le daba de lleno en el rostro y la hacía entrecerrar los ojos. La madre le cubrió la cabeza con un paño de lino. ¿Qué sería de sus vidas? ¿Cuántos minutos la separaban del suplicio? Sus pies flaquearon y cayó de rodillas. El niño se removió en su pecho, la brusquedad del desplome lo había sobresaltado. La madre apoyó la mano derecha en el suelo; su cuerpo se estremeció en un sollozo. Estaba sola, abandonada por todos: su familia, sus vecinos, los vigías de las aspilleras, su esposo y por un instante se sintió Agar. Pero presintió que no tendrían la misma suerte: ella no sobreviviría; su hijo tampoco.
Acarició la hierba que crecía a su alrededor con su mano izquierda y alisó el suelo. Después levantó ambas manos implorando a un cielo intenso de tan azul y, al ver que ni una nube la ocultaría de las miradas de los soldados, las dejó caer con fuerza contra la tierra. Sintió que el suelo cedía por la parte derecha, perdió el equilibrio y su cuerpo se deslizó por un agujero escondido entre los hierbajos. Cayó de lado, aplastó un poco al niño, que se puso a gemir. Estaba en una trampa de pastores para las alimañas que atacaban a las ovejas. Se fue dejando caer hasta el fondo; colocó de nuevo la enredadera que cubría le entrada y la protegería de las miradas. No había acabado de acomodarse cuando escuchó el galope de muchos caballos. Un miedo atroz la golpeó en pleno rostro. Sintió que la ligera cubierta que la protegía se desplomaría de un momento a otro y la turbia faz de un moro asomaría por el hueco. Pensó en los otros. ¿Les habría dado tiempo a entrar en la torre? ¿Resistirían? Se deshizo de las telas que sujetaban a su hijo, se abrió la kameze, desnudó un seno y lo alimentó. Así se dormiría, estaría en silencio a la espera del desarrollo del ataque.
Desde su posición se oyeron gritos. Siguiendo la pared derecha del agujero se acercó al agua del Segura que fluía impasible, ajena a los perturbadores sucesos que se cernían sobre ellos. Bebió en el cuenco de su mano; después separó los arbustos y comprobó que al otro lado del río había calma. Volvió al lado de su hijo y lo sintió agitado. Unos escalofríos recorrían su pequeño cuerpo. Su frente ardía. Buscó entre sus ropas el remedio para esas recurrentes fiebres de verano. Pero debió haberlo perdido en la carrera; tendría que salir, recorrer el campo en su búsqueda. Asomó la cabeza por el agujero y vio las catapultas desde las que los asaltantes lanzaban enormes piedras que hacían saltar parte de los muros de la torre; los arqueros disparaban flechas con fuego en la punta; varias columnas de humo se elevaban desde el interior del recinto. La torre no iba a resistir tanto, seguro caería al amanecer, porque de noche no se combatiría, todos repondrían fuerza para, con las primeras luces, iniciar un despiadado ataque.
Esperó a que la luna se escondiera tras una de las tantas nubes negras que cubrían el firmamento. Salió del agujero y trató de orientarse hacia el lugar donde habían estado trabajando. Iba agachada, removía las hierbas y sus manos se laceraban con los espinos. Entonces sintió un ruido de caballos al galope que venían del pueblo. Se tendió en el suelo; seguro la habían visto y, si era así, se la llevarían presa, la violarían, pedirían un rescate que su esposo no podría pagar y entonces la venderían como esclava. ¿Y su hijo? Un profundo dolor aprisionó su pecho. Tenía que correr, despistar a los perseguidores. No podía seguir en aquella tierra que no quería devolverle el remedio de la fiebre de su hijo. Se agachó y, volviendo el rostro hacia la torre, vio tres jinetes con antorchas que estaban a poca distancia. No podía retroceder. Lo mejor era correr hacia el río, allí se lanzaría desde la barranca. Sus pies se enredaron en los hierbajos, sentía los cascos de los caballos a la par de los latidos de su corazón. Necesitaba salvarse porque ella era la única que sabía dónde estaba su niño enfermo. Bajo sus pies estaba el río. Se dio vuelta para enfrentar a los moros, pero no los vio. En la distancia la silueta de los jinetes se proyectaba contra una luna nítida que había salido del escondite de la nube.
Rió, lloró, se mordió la boca para no gritar, para no delatarse. Regresó sobre sus pasos. ¿Dónde estaba el agujero? Tendría que orientarse; sabía que estaba cerca de una de las curvas del Segura. La nube volvió a ocupar su sitio en el cielo y la oscuridad volvió. Se dejó caer de rodillas e imploró a Agar que la guiara en aquella soledad. Este es mi desierto. Agar, por favor, ayúdame. Alzó los brazos al cielo. Estuvo así mucho tiempo, los ojos cerrados, el cuerpo tenso: todas sus energías concentradas en la plegaria, hasta que dejó caer los brazos lentamente. El aire le trajo el olor de las hogueras, de la carne asada. La Luna seguía escondida. Un silencio abrasador le estrujó la garganta. Ya daba igual que regresaran los moros; ya daba igual todo. Su hijo no aguantaría una noche solo sin alimentarse, sin los cuidados de su madre. La Luna dejó esparcir un poco de luz entre las renegridas nubes. Trató de orientarse. Dirigió su mirada al pueblo. Vislumbró la torre; allí estaba su esposo que a esa hora descansaba. Él tenía fe ciega en aquellos muros, pensaba que resistirían cualquier embate.
Sintió que el dolor en las piernas no le permitiría seguir deambulando; tenía hambre, sed. La noche se aclaraba por ratos. La llegada del día era inminente. Seguro la descubrirían y no había árboles donde refugiarse, solo hierbajos. Agar la había abandonado; su hijo debía de estar muerto, agotado por el hambre y la perniciosa fiebre. Nada tendría sentido en lo adelante. No podía reunirse con su esposo, porque estaba prisionero en su propia torre. No encontraba el agujero donde su hijo reposaba y ella no tenía a nadie más, solo a Agar, pero ella la había abandonado, no había escuchado sus plegarias. Poco a poco las tinieblas cedieron espacio a la luz. El silencio invadió el campo, el río, la torre. Se puso en pie. Nada importaba.
El día planeaba como un águila por el campo, por las abruptas márgenes del Segura y del Mula, por la torre y sus sitiadores. Un silencio premonitorio de desgracia invadía los espacios que fueron suyos. Su mano se aferró al kameze y se escuchó un lamento. Se llevó las manos sucias a los oídos: alguien estaba cerca. Se arrodilló e intentó oír entre tanta mudez. Entonces sintió ruidos de caballos, espadas que entrechocaban, carretas que se ponían en marcha, voces que daban órdenes; pero tenue, cercano, seguía el lamento.
Se movió en dirección al río. Ahora el llanto era más audible. Corrió y vio un retazo de su kameze en uno de los arbustos. Comenzó a reír, alzó las mando al cielo y dio las gracias a Agar por guiarla hasta el agujero. El niño se había desplazado unos metros, como buscando la claridad. La fiebre continuaba, la carita enrojecida y las manos en el aire, como si quisieran atrapar algo. La madre lo apretó contra su pecho. Las lágrimas cayeron sobre el pequeño que había callado. Comenzó a alimentarlo, mientras con su mano derecha separaba los sudados cabellos y le hacía líneas imaginarias en la frente, recorría el lóbulo de su oreja, tomaba los deditos entre los suyos y los apretaba con cariñosa desesperación. Fuera se escuchaba el impacto de las piedras de las catapultas contra los muros de las torres, las carreras de los caballos, los gritos de los jinetes. Un profundo olor a pez invadió la planicie y penetró por la entrada del agujero. Estaban quemándolos vivos, malditos. Después, gritos de dolor, desamparo, silencio.
Puso el niño en el suelo y trepó por una de las laderas. No sabía cómo, pero las puertas estaban abiertas y una gran desolación invadía la torre y sus alrededores. Los saqueadores estaban haciendo lo suyo; cargaban en sus caballos lo que podían y a los pobladores se los llevaban cautivos. Era un ejército, y al frente estaba el propio Muhammad XI, El Chico; lo reconoció por sus ropas, por la barba negra, por su talante fiero, la espada de mando levantada y la voz atronadora que daba órdenes. Lo había visto una vez en su vida y, no sabía por qué, pero le había causado una terrible impresión.
Se imaginó en aquella fila de campesinos mudéjares, en los golpes que recibirían camino a otros lugares. La torre no los había resguardado. Entonces, vio las antorchas, observó cómo empezaban a arder las pequeñas casas. Algunos hombres a caballo se despegaron de la masa humana que avanzaba con rumbo incierto. Llevaban teas y comenzaron a quemar los campos, a destruir las cosechas. Lloró, llevó sus manos a los labios y sofocó un grito.
—Malditos, malditos —su voz se ahogaba.
Estaba segura en ese lugar, no creía que el fuego llegara tan cerca del río, y, además, el viento ahora batía en contra. Cerró los ojos y rezó por los suyos, rezó porque al menos vivieran, porque sabía que no se encontraría de nuevo con ellos. Miró al fondo del agujero. El niño dormía plácidamente, ajeno a la destrucción que se cernía sobre su estirpe. Entonces se acordó de Agar, de su soledad en el desierto, de su desesperación cuando la expulsaron y la dejaron abandonada. A gritos le dio las gracias y después rió con una risa insana e incontrolable.
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