La noticia no pasó a los periódicos. Los más íntimos, al conocer del hecho, se conjuraron, de modo tácito, en una suerte de pacto de silencio. Solo muchos años después el poeta dominicano Osvaldo Bazil, entonces representante diplomático de su país en Cuba, contaría el incidente: Rubén Darío, en 1910, intentó suicidarse en La Habana.
Ida y vuelta
Ocupaba el autor de Azul la habitación 203 del hotel Sevilla. El gobierno nicaragüense lo había designado como su representante en las fiestas por el centenario del Grito de Dolores, pero se vio impedido de cumplir su misión cuando el presidente que extendió el nombramiento fue derrocado y quedar, ya en Veracruz, sin ningún respaldo oficial. Debió el poeta regresar a La Habana, donde hiciera escala en su viaje hacía México, en el mismo barco que llevó a ese país, ocasión en que intelectuales cubanos lo agasajaron con un banquete en el hotel Inglaterra.
Me ocurría algo bizantino. El gobernador civil me decía que podía permanecer en territorio mexicano unos cuantos días, esperando que partiese la delegación de Estados Unidos para su país, y que entonces yo podría ir a la capital; y el gobernador militar, a quien yo tenía mis razones para creer más, me daba a entender que aprobaba la idea mía de retornar en el mismo vapor para La Habana (…) Hice esto último.
Venía muy deprimido, moralmente derrotado, presa de gran tortura espiritual y escaso, muy escaso, de fondos. Ahogaba sus penas en alcohol; se entregaba, dice el poeta Osvaldo Bazil, «al demonio de todos los alcoholes y a las furias de todas las tempestades de la dipsomanía».
Precisa:
Rubén era presa de una profunda depresión moral, que según nos contaron había tratado de ahogar en libaciones espirituosas. Pudo contestar, sin embargo, con bastante serenidad y reposo, las preguntas que le hizo Paco Sierra sobre la situación política de Nicaragua, para una entrevista que se publicó en La Discusión. Pero cuando abandonamos el barco, su rostro revelaba una gran tortura mental y su paso era vacilante. Seguimos con él hasta instalarlo junto con sus acompañantes en el hotel Sevilla, y allí cayó de súbito en hondo sopor. A veces lanzaba roncos quejidos (…)
Hubo que buscarle con urgencia un médico. Darío, que era un niño grande, fue atendido en esa ocasión por un médico de niños. Mejoró su salud, pero su estancia habanera transcurriría hasta el final —dos meses después― lejos de fiestas y compromisos. Era su cuarta visita a la capital cubana, «la ciudad más cara del mundo», diría en una crónica.
Paseos
«Bajo un sol abrasante en un cielo claro y de azul milagroso —admira el poeta― La Habana antigua, semicolonial, semimoruna, y la ciudad moderna que al final de la curva cinta del Malecón crecía en El Vedado».
En una de las crónicas sobre La Habana que publicó en el diario La Nación, de Buenos Aires, no pasa por alto la influencia norteamericana que denota la urbe.
Los tranvías, los automóviles, los hoteles de primer orden, el aseo de ciertas partes de la ciudad demuestra la excelencia del dólar y de la muñeca norteamericana. El gran Martí que tanto combatiera el peligro de ojos azules, no sabe qué hacer en su mármol mediocre, en una plaza pública (…) La prensa cuenta con dos diarios en lengua inglesa. Los supermillonarios yanquis suelen venir a pasar el invierno en la Isla. El antiguo señorío hispano criollo, o vive en Europa o se mantiene aislado.
Al comienzo de su crónica recuerda el poeta un fragmento de una vieja coplilla española:
A La Habana me voy te lo vengo a decir, que me han hecho sargento de la guardia civil.
Y concluye: «¡Cuán lejos todo esto!»
Pasea Darío en automóvil. Cena en el Miramar Graden. Tiene una que otra cita galante. Lo acompañan buenos amigos. Pero las crisis alcohólicas se repiten y una tarde, en el hotel Sevilla, quiere lanzarse por el balcón hacía la calle. Lucha con él, a brazo partido, Bazil por impedírselo; está Darío a punto de lograr su propósito, pero en ayuda del dominicano acuden el secretario de Rubén y un empleado de la instalación. Consiguen por fin reducirlo y meterlo en la cama.
«Aseguradas todas las puertas, cerradas todas las ventanas, respiré tranquilo» —recuerda Bazil―. El poeta seguía ingiriendo whisky, desde su cama, de modo incesante. Después de tres litros de whisky estaba como loco, y no me atrevía a dejarlo solo. Me pasé la noche a su lado. Él no dormía nada. Así, amaneció. Continuaba bebiendo. Visitas que no pueden ser recibidas. Flores de fina galantería llegaban al hotel.
Darío al fin recupera el juicio, la inteligencia y el buen humor. Atiende sus compromisos periodísticos, escribe poemas. Está en la tumba de su amigo el poeta Julián del Casal en el aniversario de su muerte. Lo inquieta la abultada cuenta del hotel, pero la revista habanera El Fígaro asume todos los gastos, y lo instala en la Maison Dorée, una pensión francesa de El Vedado, junto a su secretario, y el pintor mexicano Ramos Martínez, que lo ha acompañado desde México. El poeta se siente encantado en su retiro.
Negro honorario
Una noche en que bebió copiosamente en compañía de Bazil y el poeta Mondello, embajador italiano en Cuba, abandona, sin dar cuenta de ello, a sus acompañantes. Se le ve aparecer, radiante, a la mañana siguiente.
«Vengo de un círculo de hombres de color adonde entré porque era el único sitio donde vi luz en la madrugada y me han tratado admirablemente. Me obsequiaron con champagne, y me nombraron negro honorario», confiesa Darío a Bazil y le muestra, con regocijo, el curioso diploma. Acota Bazil: «A él le supo siempre bien esta aventura, y la recordaba muchas veces como una de sus más simpáticas travesuras habaneras».
Quiere el poeta irse de Cuba, pero carece del dinero necesario para el pasaje. Sin revelar su propósito, lo pide aquí y allá, cablegrafía a amigos poderosos que pueden girárselo desde el exterior. Recupera sus bríos y sus brillos. El barco partiría a las dos la tarde del 8 de noviembre de 1910, y hasta la una permanece Darío en la redacción de la revista El Fígaro en espera de las remesas cablegráficas que le llegan en abundancia y puede cobrar en su totalidad. Reúne una bonita suma de dinero, pues solo Fontoura Xavier, embajador brasileño en La Habana, le entrega 500 dólares —con pena de no poder ser más extenso en la dádiva―.
Ignorante de la partida del poeta, abandonado a su suerte y sin un centavo, quedaba en La Habana el pintor Ramos Martínez. Rubén Darío era egoísta como los niños, comenta Osvaldo Bazil: «era un niño completo cuando se enfrentaba a la vida».
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