Tradicionalmente no ha sido muy fácil hacerse amigo del diccionario: por lo general es voluminoso, se hace preciso tomarlo con las dos manos y nos cae “pesado”. Pero hoy, con la tecnología digital, el diccionario ha dejado de “pesar” y accedemos a él solo con un click. Así es que no hay razón para no apelar a él. Además, es conveniente hacerlo, y útil adoptarlo como insustituible consultor. No le quepa duda, aunque después −arbitrariamente− le endose a la palabra el significado que más le plazca.
El diccionario (del latín dictionarium, que a su vez deriva de diction, palabra) tiene una larga historia que contar. Se ha comprobado que varios siglos antes de nuestra era, los asirios y los babilonios tenían ya este tipo de obra, que por entonces no agrupaba palabras, sino signos.
Los griegos elaboraron los suyos y uno de los primeros que se conoce es el Léxico de voces empleadas por Homero. Es poco lo que se conserva de aquellos primeros intentos del hombre por explicar la significación de las palabras.
También “históricos” —por integrar la hornada de los pioneros— son el Léxico de las palabras de Platón, del sofista Temeo. En Roma, en la época del emperador Augusto, a principios de nuestra era, Verrio Flaco redactó su De significatione verborum, trabajo extenso del cual solo existen referencias, pues no se ha encontrado.
La invención y difusión de las bondades de la imprenta motivó a los nuevos lexicógrafos. Ya en 1460 aparece en Maguncia un diccionario latino con el nombre de Catholicon o Summa, al que suceden otros.
En Italia se publicó el Vocabulario de Ascarigi en 1643; en Alemania, Pictorius irrumpió con el suyo en 1561; en Francia el diccionario apareció en 1606; en Inglaterra, Samuel Johnson —sin ser el primero— descolló por sus trabajos lexicógrafos del siglo XVIII.
En España se conocía el Tesoro de la Lengua, de Sebastián de Covarrubias, desde 1611, pero el primer diccionario de la Real Academia, integrado por 6 tomos, data del período comprendido entre los años 1726 y 1739.
Es así como llegamos a Cuba. En 1836 publicó la Imprenta de la Real Marina de la ciudad de Matanzas, el Diccionario provincial casi-razonado de vozes cubanas (sic), del abogado de profesión Esteban Pichardo y Tapia. Fue este el primer diccionario de la América hispanohablante, empeñado en la recopilación de las voces —de la flora, la fauna y las costumbres— de una región geográfica, en este caso, Cuba.
Con el desarrollo de las ciencias y la técnica, el diccionario se ha convertido cada vez más en asiduo compañero de la mesa de trabajo del investigador. También, a su vez, el diccionario ha ganado en especialización y en profundidad. Insustituible es para los trabajos de traducción —aun cuando se trate de un diccionario electrónico— y en general para la comunicación entre los hablantes de lenguas distintas.
Para el escritor, puede llegar a ser el mejor amigo, y tomándolo como obligada referencia, todo aquel que escribe —sea por placer, como profesión o por necesidad de sus quehaceres en las diversas ramas del saber— debe utilizarlo con frecuencia. Entonces, y a partir de él, puede el escritor recrearse con el lenguaje, hacerlo metafórico y expresivo en el grado que quiera… y pueda.
“No hay placer como el de saber de dónde viene cada palabra que se usa y a cuánto alcanza; ni hay nada mejor para agrandar y robustecer la mente que el estudio esmerado y la aplicación oportuna del lenguaje”, expresó José Martí.
Créame, si aceptamos que el perro es el mejor amigo del hombre, nada de extraño tiene que el diccionario lo sea del estudioso, del escritor y lo que es más, del lector en general.
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