Si al cerrar un libro se siente la necesidad de compartir la experiencia con otras personas; si no deseamos desprendernos de las fuerzas humanas que las páginas nos develaron; si rondamos incesantemente sobre esas palabras que alguien sopesó en silencio, si creemos que sirven para incitar a la humanidad, si sirven para elevar la condición sinérgica de la lengua, entonces podemos recomendar su lectura, podemos unir los puntos que van desde la intención del escritor a la autonomía del texto y de este a nosotros, los testigos que en silencio reconstruimos la historia. Eso ha sucedido con Une los puntos y verás (Editorial Oriente, 2018), de Ariel Fonseca Rivero (1986), narrador y poeta que antes había publicado El circo invisible (2014), un texto que anunciaba su vocación por las cuestiones que subyacen en lo visible y, al evocarse con humanismo auténtico, dejan datos que permiten asociarnos y meditar en el tipo de ser que somos, como individuos y sociedad.
En esta ocasión se trata de una prosa de comunicación inmediata, escritura de complejidad no visible y, por eso mismo, hermosa. La fábula es una representación articulada con buen gusto, un testimonio convincente, centrado en una relación en la que sintaxis y sucesos se tornan precisos, eficaces, armónicos. En ese sentido es notable la configuración del cuaderno, que utiliza como referente lo lúdicro. A partir de un juego (DIBUJE UN AMIGO) se enhebra un discurso que eleva sus niveles en la conjugación de los sucesos, con una síntesis que presupone un iceberg y sostiene su peso a lo largo de la narración. Ya los crucigramas, las sopas de palabras, no serán solo un entretenimiento, porque se adaptan a la idea de conocer/se, de pensar/se, como parte de un contexto en el que vale la pena ser sin exagerar o excluir nada.
El narrador-personaje que protagoniza la historia, dibuja un serie de pautas, hechos, dígase puntos, a través de los que, como niño, va al descubrimiento de sus anhelos, desde la soledad del monólogo interior. En ese deslizarse por los laberintos de los juegos, salta a su nueva edad, deja entre la luz de un día y otro, al niño que ha sido y va hacia la adolescencia. Comienzan a importarle los amigos, le preocupa lo que es en el grupo, descubre —más allá del juego mismo—, el valor de la amistad y el amor; se conduce hacia espacios espirituales que se van integrando a un cuerpo social en el que hay solo un misterio, el de ser, más allá de todas las señales que lo común nos impone desde la llegada al mundo.
Une los puntos y verás tiene también el agregado de sus ilustraciones, una serie de foto-dibujos que no solo acompañan sino que se erigen como fuentes de contenido orgánicas, unidas a la narración, puestas al servicio del discurso con un fino sentido de la coherencia y cohesión; pero también con independencia, como obras de arte que pueden ser apreciadas dentro y fuera del texto, con una autonomía admirable.
En el relato un niño es, sabiamente, colocado detrás de los hechos, para guiarnos por un antiquísimo dilema, ser o no ser. El primer cuento se titula «Buscar un amigo», y de eso se trata. El personaje necesita, como cualquier ser humano, solidaridad, comprensión, apoyo en los momentos de duda, de dolor. Las diferencias generacionales entre él y su madre se erigen como fronteras que ella sabe salvar de manera sutil. Le regala nuevos conocimientos y emociones, le regala un libro. Aquí el protagonista recibe el primer don para vencer obstáculos que le provocan miedo, pero a su vez el poder de la decisión para ir en busca de su identidad.
En el cuento «Hoy es martes (día de lectura)», se revela una de las bajas pasiones humanas, la envidia. Su exquisita manera de leer provoca la admiración en la maestra (personaje diseñado con pinzas, sin exceso de protagonismo y sin menosprecio de su rol), en Olivia, en su amigo Alejandro; pero, en otros, como Pedro y sus «secuaces» (Emilio y Tony), la envidia domina y les lleva a cometer el pecado de ir contra un semejante, que es igual que ir contra su propia naturaleza. Hay en el desarrollo de la narración un fiel tratamiento de esa vieja y no superada reacción de no pocos seres humanos ante la virtud, ante lo distinto. En este caso, ante un especial modo del triunfo, no acelerado por condiciones externas relacionadas con lo económico o el poder, que siempre guarda relación con lo primero, sino por su propia condición y por la ayuda de una madre que sabe sugerirle a su hijo el camino hacia sí mismo, sin otro artificio que el de dejarle preguntas, desde la sombra, una tierna sombra protectora, de cualidades aquilatadas por ese valor esencial que es el amor.
Pero regresemos a la fábula, un libro, misteriosamente, amanece en la mesita de noche y, al abrirlo, resulta que es uno de esos pasatiempos tan frecuentes en el panorama editorial, a los que el autor hace un guiño. Mientras el protagonista se deja llevar por el juego de DIBUJE A SU AMIGO, crea ese personaje que le acompañará, Jarry, una silueta, un reflejo que denota un componente que el escritor maneja con sabiduría, sin maniqueísmo, lo lúdicro. El alter ego creado pondrá luz en el camino. Ante cada disyuntiva será ese amigo el que en toda ocasión le dará una respuesta o le pondrá ante nuevas preguntas, siempre para llagar a un término donde su búsqueda interior le dará soluciones. Pero hay aquí otro ardid que vale la pena señalar, Jarry y Alejandro representan una dualidad no enunciada, pero que cobra forma cuando las caracterizaciones de los personajes se definen, se unen.
Hay en el libro tres entornos principales, el familiar, la escuela (el ambiente escolar) y la comunidad como espacio social más amplio en el que se reúnen los conflictos sociales a los que el niño ha de enfrentarse; entre los que no faltan los propios de la vida, como lo es su antítesis, la muerte. El tratamiento a este punto álgido se torna eficaz; porque se asume su naturaleza y en ningún momento se manipula, es sencillamente un hecho que impacta al más cercano y conmueve a sus semejantes, pero sin morbosidad alguna, sin lágrimas falsas. Nada humano les es ajeno a estos personajes, tan reales como llegar de un vientre, convivir con los de su tiempo e ir hacia la creación de un ser colorado con los matices de los días y noches correspondientes.
En la fábula, la muerte de la madre de Pedro no es un suceso más, implica consecuencias como el dolor y los traumas situacionales que le provocan la distorsión de conducta y, lógicamente, la incomprensión de sus colegas que, luego de saber la causa, saben hacer una nueva lectura de los desenlaces de la pérdida de un ser tan querido. En estas escenas no falta el tono melodramático, pero el escritor ofrece una solución aguda y consistente. El cuento revelador del dato (SER FUERTE) y el que sirve para desenlazar ese fragmento (ALGO MÁS RARO) contienen una mirada audaz y comedida sobre este tema que cierra con un bellísimo título (SIN HABLAR), como mismo queda el personaje, bajo un almendro. Provoca de este modo la transición de un tema y un personaje que regresa a la realidad con su alma transida por un gran dolor, pero iluminada por la capacidad de asumir y comprender la realidad, sin creer que el mundo está en contra.
El contrapunteo entre el bien y el mal se enuncia con tino, sin los desvaríos frecuentes en obras para niños, en las que el caos toma el mando y no permite que haya un diálogo productivo entre personajes y realidad. Y he aquí otro componente discursivo sopesado con cautela, la ruptura de los límites realidad/fantasía se produce sin tremendismos, sin rimbombancia, sin disparates a ultranza, con una suerte de disuasión en la que pareciera que el narrador pide disculpas por ese matiz tan necesario y, por eso mismo, dotado de una natural belleza compositiva.
Luchar contra la timidez, el miedo, mostrarse tal cual, se convierten en asuntos cotidianos en la vida escolar. Mostrar el uso de la fuerza, la burla, como vicios que la infancia hereda de los «mayores», suelen ser motivos primordiales de este conjunto. Pero aún eso se debe mirar como pretexto, pues la verdadera proyección se asienta en la delineación de un espíritu lírico, de una sensibilidad que no abunda en la sociedad moderna, en la era del pragmatismo, de las modas, de las marcas, la fuerza bruta de los que están arriba.
Este personaje une los puntos de su realidad de manera que deja entrever la conexión entre lo bello y lo cierto. En cada fábula hay un notable afán por hacer un amigo, por extender su visión del amor como acto de fe en el otro y en la naturaleza como dimensión más amplia del ser. El amor de Olivia no es solo el que le confirma su grandeza sino el que le muestra otra parte de su existencia.
El protagonista, el niño apenas nombrado, es una suerte de metáfora de los caminos posibles. Como es harto conocido, para un niño el juego es la refracción de su realidad y en estos pasatiempos hay una representación simbólica que deja en escena el universo del que busca un amigo y logra la comunión con sus colegas, con su entorno. El logro de la eficacia se debe, además, a un preciso manejo del lenguaje. Quizá el mayor elogio lo debe cargar el hecho de que se trata de un monólogo interior que logra una variedad de puntos de vista, de matices humanos, gracias a los diálogos, numerosos y exactos.
Lo lírico transversa cada palabra, sin dejar oscuridad alguna. Con ese hallazgo, Ariel Fonseca Rivero suma un relato que aporta sinceridad y frescura, denuncia y afecto, color y certeza. Es este un libro que los lectores agradecerán y los adultos, orientadores de las ansias de lectura de los niños, deben correr a buscar, a compartir. En Une los puntos y verás se toma el pasatiempos como buen ardid, un pretexto para determinar el tiempo narrativo, pues con el hallazgo del libro, la crisis existencial del personaje protagónico comienza a delinearse. Este suceso principal es marcado por el juego, pero su verdadero eje transversal es la búsqueda de la comunión que ocurre en el párrafo final, cuando ha dibujado el conejo que es y va donde está Pedro para ver cuán difícil (les) resultará el ejercicio de matemáticas y le hace señas a Olivia, que junto al lector sonríe, con una gratitud enorme.
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