Rodolfo Usigli (Ciudad de México, 17 de noviembre de 1905 – Ib., 18 de junio de 1979) poeta, dramaturgo, escritor y diplomático mexicano. Es considerado el padre del teatro mexicano moderno. Entre sus obras teatrales destacan El Gesticulador escrita en 1938, en la cual hace una concienzuda crítica al régimen revolucionario mexicano de ese tiempo, debido a lo cual fue censurada por el gobierno. Así como los dramas Corona de sombra escrita en 1943, en que destaca la figura de Carlota de Bélgica, esposa de Maximiliano de Habsburgo, Emperador de México, obra a la que el propio Usigli calificó de antihistórica; Corona de Fuego, en 1960 y Corona de Luz en 1964, esta última, versa sobre la virgen de Guadalupe y su influencia en la cultura nacional mexicana.
Hoy les ofrecemos la primera escena del primer acto de Corona de sombras.
ESCENA PRIMERA
La escena representa un doble salón, comunicado y separado a la vez por una división de cristales. El fondo de la sección izquierda consiste en una puerta de cristales que lleva a una terraza, la que se supone comunica con un jardín por medio de una escalinata. En la pared divisoria de cristales hay una puerta al centro, que comunica los dos salones. Puerta a la derecha. Un balcón al fondo. Pocos muebles. En el lado derecho hay una consola con candelabros de cristal cortado, un costurero, un sillón, una mecedora y cortinajes. En el salón de la izquierda hay, además, dos puertas en primero y segundo términos, una gran mesa de mármol y dos sillones.
Al levantarse el telón la escena aparece desierta. Es de mañana y la luz del sol penetra tumultuosamente por el balcón y la terraza. Por la puerta de primer término izquierda entra un hombre. Es viejo y lleva un uniforme cuyo exceso de cordones dorados denuncia una posición enteramente subalterna. Mira en torno suyo, asoma por la terraza, y luego va a la pared de cristales para atisbar. Al satisfacerse de la absoluta ausencia de personas vuelve a la puerta de primer término izquierda, adelanta el brazo, asoma la cabeza y habla.
PORTERO.— Puede usted pasar.
Se aparta para dejar paso a un segundo hombre, que entra y mira en torno suyo a su vez, pero sin recelo o zozobra, con una moderada curiosidad. Es el profesor Erasmo Ramírez, historiador mexicano. De mediana estatura, que por un poco sería baja; de figura un tanto espesa y sólida, Erasmo Ramírez tiene por rostro una máscara de indudable origen zapoteca. Su pelo es negro, brillante y lacio, dividido por una raya al lado izquierdo. Viste de negro, con tal sencillez que su traje parece fuera de época: el saco es redondo y escotado, el chaleco cruzado y sin puntas, el pantalón más bien estrecho. Lleva un sombrero negro, de bola, un paraguas y un libro en la mano. Habla con lentitud pero con seguridad, sin muchos matices o inflexiones, y su voz es clara, pero sin brillo. Parece continuamente preocupado por algo que está dentro de su manga izquierda, cuyo puño mira con frecuencia mientras habla. Su corbata de lazo, anticuada y mal hecha, completa una imagen un tanto impresionista y vaga que juraría uno haber visto hace mucho tiempo.
ERASMO.— ¿Qué es esto?
PORTERO.— Es el salón.
ERASMO.— Eso parece, en efecto. ¿Y allá? (Señala la terraza.)
PORTERO.— Una terraza.
ERASMO.— También lo parece. Pero ¿allá, más lejos?
PORTERO.— El jardín.
Erasmo se acerca a la terraza y mira hacia fuera. El Portero da señales de nerviosidad. Tose para hablar. Erasmo se vuelve.
ERASMO.— También, visto desde aquí, parece un jardín. (El Portero tose.) ¿Tiene usted tos?
PORTERO.— Ya que lo ha visto usted todo, caballero, será mejor que nos vayamos.
ERASMO.— Desearía ver primero el otro salón.
PORTERO.— Imposible.
ERASMO.— ¿Por qué?
PORTERO.— Porque comunica con las habitaciones privadas.
ERASMO.— (Mira su reloj.) Tengo entendido que me dijo usted que a estas horas no hay nadie aquí. Tenemos tiempo. (Se dirige a la puerta del centro.)
PORTERO.— Podría venir alguien. No me atrevo. (Tose.)
ERASMO.— (Sacando metódicamente una cartera y de ella un billete). Esto le curará la tos. Es una medicina infalible.
PORTERO.— (Tomando el billete). No debería yo… No debería…
Erasmo empuja sencillamente la puerta de la pared divisoria y pasa al salón de la derecha. Mira en torno suyo. El Portero lo sigue después de mirar a todos lados.
ERASMO.— Esto parece un costurero.
PORTERO.— Lo es.
ERASMO.— ¿Esa puerta?
PORTERO.— Da a la recámara; después hay un baño y la recámara de la dama de compañía, al fondo del pasillo.
Erasmo deposita su sombrero, su paraguas y su libro en el sillón, saca una libreta de notas y un lápiz y hace anotaciones mientras va preguntando.
ERASMO.— ¿Usted la ve a menudo?
PORTERO.— Muy poco, caballero. Claro que la he visto muchas veces, pero a distancia.
ERASMO.— ¿Y habla con usted?
PORTERO.— No. Nunca. Ayer nada menos…
ERASMO.— ¿Hay alguien con quien hable? ¿Podría yo hablar con esa persona?
PORTERO.— No. No lo creo. Quizás hable con la dama de compañía, o con el doctor. No sé. Pero sé que habla siempre. Ayer precisamente…
ERASMO.— No habla nunca, pero habla siempre. No entiendo.
PORTERO.— Es decir que ayer, por ejemplo…
ERASMO.— (Interrumpiéndolo otra vez.) ¿Por qué no acaba usted? ¿Quiere decir que ayer le dijo algo?
PORTERO.— No, pero…
ERASMO.— (Distraído otra vez.) ¿Hace alguna labor de costura?
PORTERO.— No, ella no, la dama de compañía. Pero ayer dijo algo. (Erasmo alza la cabeza.) Y es curioso, porque dijo la misma frase que le oí decir cuando vine aquí por primera vez, hace treinta años. (Erasmo espera.) Dijo: «¡Todo está tan oscuro!».
ERASMO.— ¿Qué hora era?
PORTERO.— Las diez de la mañana, caballero, y había más sol que hoy. Da dolor, usted comprende, es una enfermedad inventada por el diablo. Se lo dije a la dama de compañía: ¿Por qué le parece oscuro todo cuando hay tanto sol? Y ella se afligió mucho y me dijo: Sí, ayer precisamente pidió luces toda la mañana. Hubo que encender la luz eléctrica, pero ella misma prendió unas bujías…
ERASMO.— (Señalando.) ¿Éstas?
PORTERO.— (Asiente.)… y se las acercó a los ojos a tal grado que parecía que iba a quemárselos. Y siguió pidiendo luces toda la mañana.
ERASMO.— Extraño. Tiene ochenta y siete años, ¿verdad?
PORTERO.— No lo sé. Parece tener más de cien. ¿Se ha fijado usted, caballero, que los viejos nos encogemos primeramente, pero que, si seguimos viviendo, volvemos a crecer? Le pasó a mi abuelo, que murió a los ciento siete años y era tieso como un hueso. Le pasa a ella. No sé, pero da un gran dolor todo esto. (Se sobresalta como si hubiera oído algo.) Por favor, salgamos ya, caballero. Me hará usted sus preguntas afuera. Pueden venir…
ERASMO.— (Mirando en torno.) ¿Ningún retrato de su marido?
PORTERO.— No, no, no. Usted comprende. Desde aquella horrible desgracia no…
ERASMO.— ¿Sabe usted si habla de él a veces?
PORTERO.— No lo sé. Yo he oído decir que nunca. Se lo ruego, caballero, vayámonos.
ERASMO.— Me gustaría ver su alcoba.
PORTERO.— Oh, no, no. Es imposible, caballero. Por favor. Me siento como si estuviera cometiendo un crimen, una deslealtad.
ERASMO.— (Interesado.) ¿Siente usted eso? ¿Por qué?
PORTERO.— Si alguien se enterara de que lo he hecho entrar a usted aquí, ¡a un mexicano! (Desesperado.) No me perdonaré nunca. ¿Por qué ha venido usted aquí?
ERASMO.— Ya se lo he dicho. Soy historiador, he querido ver este lugar histórico, esta tumba; pero no por pura curiosidad, sino porque era necesario para el libro que preparo.
PORTERO.— No me perdonaré nunca.
Erasmo saca filosóficamente otro billete de su cartera, pero el Portero lo rechaza con dignidad. Cobrando valor, saca de su bolsa dos o tres billetes más, y los devuelve a Erasmo, que rehúsa.
PORTERO.— Por favor, tómelos, para que pueda yo perdonarme. Y ojalá Dios y ella me perdonen también.
Erasmo recoge su paraguas, su sombrero y su libro.
PORTERO.— ¿No hablará usted mal de ella, por lo menos, en ese libro? ¡Dígame! ¿No hablará mal de ella?
ERASMO.— Yo soy historiador, amigo. La historia no habla mal de nadie, a menos que se trate de alguien malo. Esta mujer era una ambiciosa, causó la muerte de su esposo y acarreó muchas enormes desgracias. Era orgullosa y mala.
PORTERO.— (Ofendido.) Tendrá usted que irse en seguida.
ERASMO.— (Mirándose la manga.) Me gustaría hablar con ella, hacerle preguntas; pero está peor que muerta. (Con súbita decisión.) Hablaré con ella.
PORTERO.— Señor, me echarán de aquí. Soy un viejo. (Transición.) Un viejo imbécil y desleal.
ERASMO.— Ayudará usted a la historia, habrá hecho un servicio al mundo civilizado, mejor que su gobierno, que me negó el permiso. Le prometo que nadie se enterará de que usted me hizo entrar. Déjeme aquí.
PORTERO.— Eso nunca, señor. Prefiero que me despidan, prefiero morirme.
ERASMO.— ¿La quiere usted?
PORTERO.— No es más que una anciana mayor que yo, pero la quiero como a nadie. Y usted me engañó. Primero me dijo que la admiraba mucho, y ahora la llama ambiciosa y mala.
ERASMO.— La admiro. ¿Cómo no admirarla si todavía hay un hombre que quiere morir por ella cuando es ya nonagenaria? Tengo que hablarle, no tiene remedio.
PORTERO.— Señor, por Dios vivo, váyase de aquí.
Erasmo pasa tranquilamente al salón de la izquierda, deja su sombrero y su paraguas, se instala en un sillón y abre su libro.
PORTERO.— (Que lo ha seguido.) En ese caso llamaré a la guardia.
ERASMO.— Y entonces pasará usted por un desleal, por un traidor. Lo echarán ignominiosamente a prisión. Váyase de aquí y déjeme.
PORTERO.— No, señor. Correré todos los riesgos, pero usted saldrá de aquí.
Se prepara al ataque. En este momento se oye, detrás de la segunda puerta izquierda, un ruido de pasos.
LA VOZ DE LA DAMA DE COMPAÑÍA.— Si Vuestra Majestad quiere esperar aquí, yo lo traeré.
Erasmo alza un rostro transfigurado por la expectación. El Portero junta las manos. Erasmo se levanta y los dos salen rápida y sigilosamente por la terraza. Casi en seguida, la Dama de compañía, mujer de aspecto distinguido y de unos cincuenta años, entra en el salón, busca en la mesa, luego pasa al salón de la derecha y sigue buscando algo, sin encontrarlo. Entre tanto entra en el salón izquierdo Carlota Amalia. Es alta, delgada y derecha. Viste un traje de color pardo y lleva descubierta la magnífica cabellera blanca en un peinado muy alto. No habla. Va lentamente al sillón donde estuvo sentado Erasmo, apoyándose en un alto bastón con cordones de seda. Mira el sillón y recoge de él el libro olvidado por Erasmo. Sonríe, toma el libro y abre varias veces la boca sin emitir sonido alguno. Se sienta con el libro en la mano. La Dama de compañía regresa.
DAMA DE COMPAÑÍA.— Vuestra Majestad debe de haberlo dejado en el jardín. (Carlota no contesta. En su mano descarnada levanta el libro y sonríe. La Dama de compañía lo toma.) ¿No prefiere Vuestra Majestad leer en el costurero? ¡Hay tanto sol aquí!
Carlota mueve negativamente la cabeza. La Dama de compañía se dirige al otro sillón, lo acerca un poco y se instala, abriendo el libro. En seguida levanta la cabeza, extrañada.
DAMA DE COMPAÑÍA.— ¿Qué libro es éste? (Lee trabajosamente.) Historia de México.
CARLOTA.— (Muy bajo.) México… (Sube la voz.) México… (Colérica de pronto.) ¡México!
DAMA DE COMPAÑÍA.— (Levantándose.) Aseguro a Vuestra Majestad que no entiendo…
CARLOTA.— Luces, ¡pronto! ¡Luces!
La Dama de compañía mueve la cabeza con azoro. El sol entra a raudales.
CARLOTA.— ¡Tan oscuro, tan oscuro! ¡Luces!
La Dama de compañía corre a la puerta de la terraza y deja caer las cortinas. Pasa rápidamente al costurero, busca cerillos en una bolsa de costura, corre las cortinas del balcón, enciende las velas de un candelabro y pasa al salón izquierda. Deposita el candelabro cerca de Carlota, sobre la mesa.
CARLOTA.— ¡Luces!
La Dama de compañía sale precipitadamente por la segunda puerta izquierda. Carlota se levanta y se acerca a la mesa apoyándose en su bastón. Alza su mano libre y la pasa cerca de las llamas de los velones, mirándolos, como fascinada. Deja caer el bastón y aproxima sus dos manos a las velas, como acariciando las llamas. De pronto algo parece resonar en su memoria. Busca el libro dejado por la Dama de compañía sobre la mesa, lo acerca a las luces y lo abre.
CARLOTA.— (Leyendo.) Historia de México. (Repite muy bajo.) México… México…
De pronto se lleva la mano a la boca con un gesto de horror. Sus ojos se dilatan. Hace un terrible esfuerzo, echando la cabeza hacia atrás. Al fin puede articular y lanza un grito horrendo y desgarrado.
CARLOTA.— ¡Max!
Se tambalea y, falta de apoyo, cae. Su mano levantada derriba el candelabro.
Un hombre entra. Es de edad madura y usa una levita de la preguerra. Tras él viene la Dama de compañía. Una ojeada basta al hombre para comprender la situación. Se acerca a Carlota, arrodillándose, y le toma el pulso.
DAMA DE COMPAÑÍA.— (Viendo a Carlota tirada en el suelo.) ¡Majestad!
DOCTOR.— Deme usted pronto el aceite alcanforado, la jeringa hipodérmica, el alcohol, el algodón.
La Dama de compañía va rápidamente al salón derecha y desaparece por la puerta de la derecha. Entre tanto, el Doctor levanta el candelabro y reenciende las velas. Ve el libro, lo abre y mira con extrañeza al aire. La Dama de compañía regresa con los objetos pedidos.
DOCTOR.— Ayúdeme usted a levantar a Su Majestad.
Entre los dos acomodan el cuerpo de Carlota en un sillón, detrás de la mesa, hablando siempre.
DOCTOR.— ¿Qué fue exactamente lo que ocurrió?
DAMA DE COMPAÑÍA.— Su Majestad me ordenó que le leyera la historia de Bélgica. En realidad nunca atiende a la lectura, pero usted me ha dado órdenes de no contradecirla, doctor.
Metódicamente, el Doctor pone a hervir la jeringa. Mientras lo hace, y mientras el agua hierve, sigue el diálogo.
DOCTOR.— ¿Y luego?
DAMA DE COMPAÑÍA.— Busqué el libro, pero Su Majestad debe de haberlo olvidado o escondido en el jardín, como hace a veces. Pasé al salón de al lado, y cuando volví ella tenía este libro en las manos. Lo tomé, pensando que era el otro, y resultó ser algo de México…
DOCTOR.— (Preparando la ampolleta para cargar la jeringa.) ¿Y cómo vino a dar aquí ese libro?
DAMA DE COMPAÑÍA.— No lo sé. Entonces gritó México tres veces. Parecía enfadada. Y pidió luces, a pesar del sol. Como usted me lo ordenó, corrí las cortinas y encendí estas bujías.
DOCTOR.— (Procediendo a cargar la jeringa.) ¿Oyó usted el grito de Su Majestad cuando llegábamos?
DAMA DE COMPAÑÍA.— Sí, doctor. ¡Me asustó tanto!
DOCTOR.— ¿Qué fue lo que gritó?
DAMA DE COMPAÑÍA.— Me pareció que gritaba: ¡Max! Pero es imposible. No ha pronunciado ese nombre en los veinte años que llevo cuidándola. Nunca. Probablemente oí mal.
DOCTOR.— Yo oí lo mismo. Probablemente también oí mal. Tenga usted la bondad de ayudarme.
Los dos cubren a Carlota y el médico aplica la inyección. Callan. El Doctor vuelve a tomar el pulso de la emperatriz.
DAMA DE COMPAÑÍA.— (Recogiendo los objetos de la mesa.) ¿Vive, doctor, vive?
DOCTOR.— Vive. Quizás éste sea el último ataque, la crisis definitiva. Toda resistencia tiene un límite. Me pregunto quién puede haber traído aquí ese libro.
Volviéndose a mirar a Carlota una vez más, la Dama de compañía cruza el salón derecha, sale por el fondo, llevando los objetos, y vuelve un instante después. Los dos observan atentamente a Carlota. La Dama de compañía cruza las manos y baja la cabeza, como si rezara. El Doctor espera con intensidad. Carlota hace uno, dos, tres movimientos como de pájaro. Abre los ojos y se incorpora lentamente.
CARLOTA.— Más luces.
La Dama de compañía pasa al salón derecha y regresa con otro candelabro. El Doctor la ayuda a encender los velones. Carlota mira en torno, se yergue. A la luz de las velas sus cabellos blancos parecen resplandecer.
CARLOTA.— Eso es, claro. ¡Todo está claro ahora!
DAMA DE COMPAÑÍA.— ¿Se siente mejor Vuestra Majestad?
CARLOTA.— Haced decir a Su Majestad que debo verlo en seguida. En seguida.
DAMA DE COMPAÑÍA.— ¿A Su Majestad el Rey de…?
El Doctor la hace callar con un signo negativo.
CARLOTA.— Haced decir a Su Majestad el Emperador que tengo que hablarle con urgencia.
El Doctor hace una señal afirmativa.
DAMA DE COMPAÑÍA.— Sí, Majestad.
CARLOTA.— Esperad un instante. (Se lleva las manos a la frente.) ¿Por qué estoy fatigada? ¡Oh, claro! Ese viaje tan largo. Debo de estar espantosa. (Se toca los cabellos.) Haced decir a Su Majestad el Emperador que me vea dentro de media hora. (Mira su traje pardo.) Debo quitarme primero este horrible traje de viaje… peinarme un poco. Pero decidle que es importante que no hable con ninguno de los ministros hasta que me vea. Nadie debe saber que he regresado. Nadie.
Se levanta. La Dama de compañía y el Doctor la ayudan.
CARLOTA.— Creí que no llegaría nunca. Quiero mi traje azul más reciente.
La Dama de compañía mira con desaliento al Doctor, que le hace seña de seguir adelante. Carlota, hablando siempre, se dirige al salón derecha. El Doctor toma uno de los candelabros.
CARLOTA.— Por fortuna llego a tiempo. Ahora veremos. Decid a Su Majestad que… (Se detiene.) No, no; se lo diré yo misma. El traje azul estará bien. ¿Habéis desempacado ya todo?
DAMA DE COMPAÑÍA.— (Alentada por el doctor.) Sí, Majestad. Todo está listo.
CARLOTA.— Luces. Traed más luces.
El Doctor entrega a la Dama de compañía el candelabro que lleva, pasa al salón izquierda y regresa con el otro.
CARLOTA.— Sobre todo, que nadie se entere de mi regreso más que el Emperador. Y que venga dentro de media hora. No tardaré más. Sólo mi traje azul y un retoque en el pelo. Y mis peinetas de carey con rubíes. Mi traje azul y mis cabellos. Me disgusta sentir así mis cabellos. Es la brisa del mar. (Sale.)
DAMA DE COMPAÑÍA.— Es espantoso, doctor. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué haremos?
DOCTOR.— ¿Se conservan algunos de los antiguos trajes de Su Majestad?
DAMA DE COMPAÑÍA.— Quedan dos o tres en su armario, todos ajados.
DOCTOR.— No importa, ojalá haya uno azul. ¿Tiene las peinetas?
DAMA DE COMPAÑÍA.— Sí, doctor. (Reflexiona.) Creo que hay un traje azul, precisamente.
DOCTOR.— Tanto mejor. Deje usted a Su Majestad al cuidado de una doncella. Que no se la contradiga en nada. Y en seguida haga usted avisar por teléfono a Su Majestad el Rey y a la familia real.
DAMA DE COMPAÑÍA.— (Conmovida.) ¿Acaso…?
DOCTOR.— Creo que Su Majestad la Emperatriz morirá pronto, señora.
DAMA DE COMPAÑÍA.— Pero… ¿ha recobrado la razón?
DOCTOR.— (Mirando las llamas de las velas.) Señora, la muerte se parece a la vida como la locura a la razón. Las llamas crecen mucho para apagarse. Haga usted lo que le he dicho. Yo veré si puedo hacer algo aún. Debo comunicarme con algunos colegas.
La Dama de compañía sale por el fondo derecha. El Doctor, después de reflexionar un momento, pasa al salón izquierda, deja el candelabro sobre la mesa y sale por la primera puerta izquierda. Al cabo de un momento, la Dama de compañía reaparece y sigue rápidamente el mismo camino del Doctor, dando indicios de mayor tristeza a pesar de su evidente premura. Un momento después el viejo Portero asoma por entre las cortinas de la terraza, mira en torno y hace una señal hacia afuera. Entra Erasmo Ramírez.
PORTERO.— Por fortuna no se han quedado. ¿Va usted a irse ahora, caballero?
ERASMO.— Vuelvo a suplicarle que me deje aquí.
PORTERO.— Sea usted humano, se lo ruego, sea usted…
ERASMO.— (Interrumpiéndolo.) ¿Por qué han corrido las cortinas, y qué quieren decir estas velas?
PORTERO.— No lo sé, señor, pero…
ERASMO.— Es curioso. Quizás ella ha vuelto a pedir luces. (Ve su libro de pronto.) ¡Ah, mi libro! (Lo toma. Mira al viejo Portero, que da muestras de abatimiento.) No se desespere, amigo. Si no quiere usted ayudarme no me quedará más remedio que renunciar a mi idea. Pero voy a explicarle una vez más lo que busco. Busco la verdad, para decirla al mundo entero. Busco la verdad sobre Carlota.
PORTERO.— Su Majestad la Emperatriz.
ERASMO.— (Suave y persuasivo.) En México la llamamos todos Carlota, no se ofenda usted. Es ya una anciana, una enferma. Puede morir de un día a otro, y nadie en el mundo podrá saber ya nada sobre ella. Quizás en lo que diga habrá algo, algo que me ayude en mi trabajo, que me ayude a entenderla mejor.
PORTERO.— Usted la odia, todos los mexicanos la odian. Es natural que la odien.
ERASMO.— La historia no odia, amigo; la historia ya ni siquiera juzga. La historia explica. Piense usted que he venido desde México para esto. Si usted no me ayuda, perderé mi esfuerzo y no tendré qué decir. Yo no creo, como todos en mi país, que Carlota haya muerto porque está loca. Creo que ha vivido hasta ahora para algo, que hay un objeto en el hecho de que haya sobrevivido sesenta años a su marido, y quiero saber cuál es ese objeto. Usted me dijo en el jardín que ha dedicado toda su vida a la Emperatriz; yo he dedicado toda mi vida a la historia, y las dos son lo mismo.
PORTERO.— (Persuadido a medias.) Puede hacerle daño, puede pasar algo terrible. No, ¡no puede ser! ¡Por favor!
ERASMO.— Piense que será usted, un servidor de este castillo, el que habrá ayudado a hacer la historia. Le prometo ponerlo en mi libro, cerca de la Emperatriz. Allí vivirán los dos hasta después de muertos, los dos: la emperatriz más orgullosa, el portero más humilde. Pero no voy a obligarlo.
El Portero calla. Erasmo suspira, se encoge de hombros y se dirige a la primera puerta izquierda.
PORTERO.— ¿Es verdad todo eso? ¿Me dará usted un pequeño lugar, muy humilde, en su libro sobre la Emperatriz?
ERASMO.— Le prometo dedicarle mi libro. A usted, sí, a usted, ¿cómo se llama?
PORTERO.— Étienne…
En ese momento se oye abrirse la puerta de la recámara. Erasmo y el Portero retroceden, adosándose a la pared, semiocultándose en los pliegues de la cortina de la terraza. Carlota aparece vestida de azul, con un traje 1866, arrugado y marchito, pero de seda aún crujiente. Sus cabellos blancos, su máscara de vejez, realzan la majestad de su figura erguida. La precede una Doncella vieja con el otro candelabro. Carlota camina mirando al vacío. Al llegar a la puerta divisoria se detiene. Habla sin volverse.
CARLOTA.— Ved si avisaron a Su Majestad el Emperador que le aguardo aquí. Yo dije media hora, pero no ha pasado tanto tiempo. Sin embargo, parece que ha pasado mucho tiempo. ¿Y qué es el tiempo? ¿Dónde está el tiempo? ¿Dónde lo guardan? ¿Quién lo guarda? (Acaricia un poco su traje.) Mi traje azul. Parece que hace un siglo que no vestía yo de azul. Decid a Su Majestad que se dé prisa. Tengo que decirle que… ¿No recuerdo? Callad, indiscreta. Sí, recuerdo; pero sólo a él puedo decírselo. Por eso he callado durante todo el viaje, un viaje tan largo que parecía que no alcanzaría el tiempo para hacerlo. Pero el tiempo está guardado. Yo sé dónde está el tiempo. Pero no puedo decirlo. Sólo a Su Majestad el Emperador. Decidle que venga pronto. Id, id ya.
La Doncella, instruida sin duda por la Dama de compañía, se inclina y desaparece por la puerta del fondo. Carlota pasa al salón izquierda. Se acerca al candelabro, lo mira y pasa su mano por entre las llamas de los velones.
CARLOTA.— (Como cantando.) Max, Max, Max. El tiempo está en el mar, naturalmente. No cabría en otra parte. Lo descubrí al hacer el viaje de regreso. Me di cuenta de que no teníamos nada más. Pero tenemos mucho. Con eso triunfaremos. ¿Estás aquí, Max? (Se vuelve.) ¿Quién ha corrido estas cortinas? (Con creciente imperio.) Vamos ya. Decid a Su Majestad que se dé prisa. Tenemos mucho tiempo, pero no debemos perder un minuto. ¿Quién ha corrido estas cortinas? ¡Descorredlas en seguida!
Las descorre apenas, y al hacerlo deja al descubierto la figura del viejo Portero, que se inclina desconsolado.
PORTERO.— Señora…
CARLOTA.— ¿Habéis avisado a Su Majestad? ¿Vendrá pronto? Id a llamarlo otra vez. Decidle que… No. Sólo puedo decírselo a él. Pero está claro. Ése es el secreto de todo. Con eso triunfaremos.
Abre las cortinas por el centro, sin objeto aparente, sin mirar siquiera, y deja al descubierto la figura desconcertada, pero inmóvil, solemne y respetuosa de Erasmo Ramírez.
CARLOTA.— ¿Sois vos? ¿Hace mucho que estáis aquí?
PORTERO.— ¡Perdón, señora! ¡Perdón, Majestad!
CARLOTA.— (Al Portero.) Debisteis avisarme antes. (A Erasmo.) Pasad, señor y sentaos. (Le tiende la mano. Erasmo, vencido, la toca con la punta de los dedos. Al Portero.) ¡Id pronto! Decid a Su Majestad que tenía yo razón. (El Portero, petrificado, duda.) Vamos, ¡id ya de una vez! No me gusta mandar dos veces la misma cosa. Decid al Emperador Maximiliano que lo esperamos aquí. ¿Entendéis? Que lo esperamos.
Levanta la mano con tal imperio, que el Portero obedece y sale por la terraza. Erasmo ha permanecido inmóvil, de pie, como fascinado por la figura de la emperatriz.
CARLOTA.— Sentaos.
ERASMO.— Señora…
CARLOTA.— Sentaos, os lo ruego. Yo no puedo sentarme. Tengo demasiada energía para sentarme. No me sentaré mientras no venga el Emperador.
Siempre digno y respetuoso, Erasmo se sienta en uno de los dos sillones. Sigue mirando a Carlota y espera.
CARLOTA.— (De pie frente a él.) Yo sabía que vendríais, que no podíais desoír mi mensaje. Lo sabía todo el tiempo mientras venía en ese barco tan largo. Y oía todo el tiempo las palabras de Max en mis oídos. «Es un hombre honrado, es un hombre honrado», me decía. Ese barco tan largo. Sois vos, claro, sois vos. Nadie quería oírme, nadie quería creerme. Pero sois vos. Ya lo sabía. Yo sabía que vendríais. (Pausa. Luego, con el tono de quien confiere una alta distinción.) Os lo agradezco tanto, señor Juárez.
Erasmo se levanta, electrizado pero siempre solemne y se inclina. Se apagan las luces y se corre la cortina parcial en el salón de la derecha.
CARLOTA.— Sentaos. Me sentaré yo también. Es curioso, señor, siempre que oía vuestro nombre, siempre que pensaba en vos, me parecía sentir que os detestaba, que os odiaba. Oí vuestro nombre cuando veníamos de Veracruz a México en una diligencia. Una voz gritó desde un lado del camino: «¡Viva Juárez!» Un camino tan largo. Y me pareció desde entonces que os odiaba. Pero ahora os veo aquí, frente a mí, y sé que no es verdad. Yo no os odio, nunca os he odiado. Es curioso: nadie me inspira confianza ya, nadie, parece que hace mucho tiempo. ¿Qué es el tiempo? Pero vos me inspiráis confianza. Debo decíroslo antes de que venga Max, debo decíroslo todo.
ERASMO.— (En su papel de historiador, pero siempre solemne y respetuoso.) Señora, ¿por qué fueron ustedes a México?
CARLOTA.— Estoy segura de que vos podréis entenderme. Debo decíroslo, señor Juárez. Parece haber pasado tanto tiempo. No, no es eso, no. (Se levanta y toma el candelabro, acercándolo al rostro de Erasmo.) Yo se lo expliqué todo a Max, se lo expliqué aquella noche en Miramar. Aquella noche.
Echa a andar, con el candelabro en la mano, hacia la puerta divisoria. Cuando va a trasponerla se apaga la luz en el salón izquierda, sobre la figura inmóvil de Erasmo, y se corre la cortina parcial un momento después. No hay interrupción entre las escenas.
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