Para él no había empresas imposibles, por muy magnas que fueran. Incluso parecía predestinado a los desafíos. Acostumbrado a ellos, en 1572, subió a un andamio, a unos 100 metros del suelo, para emprender un encargo de altura: pintar al fresco la gran cúpula de Brunelleschi por orden de Cosme I de Médici, el gran señor de Florencia. Un encargo colosal, de más de 3 600 metros cuadrados, que le llegaba en el ocaso de su vida, cuando tenía 60 años. No tuvo tiempo de mucho. Ninguno de los dos. El 21 de abril, fallecía el gran duque y, al cabo de 67 días, el 27 de junio de 1574, Giorgio Vasari seguiría su mismo camino.
En breve, se cumplen 450 años de la muerte del artista y, especialmente, su ciudad natal, ese Arezzo que también vio nacer a Petrarca, se ha volcado a conmemorar la efeméride, sobre todo, a reivindicar su figura, organizando un año de celebraciones bajo el lema “Arezzo, la ciudad de Vasari”.
A pesar de la vasta obra como pintor y arquitecto que le dio fama en vida, Vasari ha pasado a la historia por ser el autor de Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos desde Cimabue a nuestros tiempos, más conocida por su nombre abreviado, Las vidas. La obra, un compendio de biografías de artistas del Trecento al Cinquecento, resulta todavía hoy imprescindible para adentrarse en el Renacimiento. “Es reconocido como el primer historiador del arte y es una fuente de la que todos nosotros seguimos bebiendo”, asegura Carlo Sisi, comisario del año vasariano que justo acaba de empezar.
Vasari fue capaz de mirar hacia atrás y apreciar y valorar la labor de los artistas que le precedieron, independientemente de las modas artísticas del momento, empezando por ese Cimabue que aparece en el título de la primera edición de su extenso trabajo. El niño Giorgio contempló uno de sus crucifijos pintados al modo bizantino en el altar mayor de la iglesia de San Domenico, que todavía preside. El rostro de Cristo ya empieza a expresar su dolor, a acercarse a ese Renacimiento que se despliega con todo su esplendor en el gran fresco La leyenda de la Vera Cruz, que Piero della Francesca pintó en la basílica de San Francisco de Arezzo y que Vasari tanto apreciaba. “Llevado a cabo de una manera dulce y nueva”, escribió en Las vidas.
Pero el aretino no se limitó a los artistas de su entorno más inmediato. Los primeros años de profesión le llevaron a trabajar en diferentes ciudades como Roma, Urbino, Boloña o Rávena, y aprovechaba sus viajes para ver obras y documentarse sobre los artistas. Así, nació la primera edición de Las vidas, publicada en 1550 por Torrentini y que concluía con Miguel Ángel, su gran referente artístico. La compilación biográfica obtuvo un gran éxito y Vasari siguió trabajando en ella hasta que, en 1568, publicó con Giunti una segunda edición revisada, ampliada e ilustrada con retratos de los biografiados, que incluía artistas contemporáneos a él, e incluso su propia autobiografía, con la que concluía la inmensa obra.
A pesar de algunos errores o informaciones inexactas corregidas en estudios posteriores, Las vidas ha servido también a lo largo de los siglos como referencia en materia artística y ha aportado informaciones únicas, tanto sobre aspectos mundanos y humanos de los artistas, como sobre obras desaparecidas. Es el caso, por ejemplo, de algunas esculturas que Leonardo da Vinci realizó cuando era un joven aprendiz y que Vasari decía en su escrito que ya “parecían salidas de la mano de un maestro”.
Pero, si un defecto tiene la gran obra de Vasari, en la que por primera vez aparece escrita la palabra Renacimiento para nombrar el periodo artístico, es la poca presencia de los artistas del Véneto. A pesar de que recorre sus ciudades y contempla las grandes obras, solo en la segunda edición incluye la biografía de uno de ellos, Tiziano. Dedicada a Cosme I de Médici, el aretino pretendía que Las vidas sirviera para exaltar la Toscana a través de sus artistas, especialmente los florentinos, tal y como apunta Alessandro Artimi, presidente de la Biblioteca de Arezzo, donde se puede visitar la primera exposición del año vasariano dedicada precisamente a su obra literaria. «Vasari era el brazo derecho del gran duque, el promotor del prestigio y del poder político de los Médici», señala. A pesar de ello, «en Las vidas está la historia del Renacimiento italiano y cualquiera que estudie historia del arte no puede ignorar el Renacimiento italiano y, por tanto, al propio Giorgio Vasari».
Otra de las exposiciones ya en marcha, ubicada en el Museo Arqueológico, hace referencia al origen del apellido Vasari, procedente del oficio de alfarero (vasai en italiano) de su abuelo, lo que le enlaza con la tradición de la Terra Sigillata, una cerámica roja aretina utilizada en todo el imperio romano a partir de la época de Augusto, y que dio fortuna a la ciudad.
La muestra también revela la importancia que tuvo el hallazgo de la Quimera de Arezzo, la gran escultura en bronce de la cultura etrusca. Encontrada a casi seis metros de profundidad durante las obras de construcción del baluarte mediceo, fue llevada inmediatamente ante un entusiasmado Cosme I, que confió en Vasari el lugar que debía ocupar en el Palazzo Vecchio.
El aretino la ubicó en la sala de León X, una de las habitaciones públicas de la Signoria, para que los visitantes vieran a Cosme como al nuevo Belerofonte, el héroe que ajustició el monstruo. “La quimera simboliza la fuerza de Cosme y justifica en un sentido mítico, pero también histórico, el expansionismo de Cosme, que en ese momento se convierte en Magnus Dux Etruria, el gran duque de Toscana”, explica Maria Gatto, directora del Museo Arqueológico de Arezzo y comisaria de la muestra.
Con la Quimera empezó el estrecho vínculo entre Cosme I y Vasari, que se convirtió en su artista de referencia. A partir de 1553, le encarga infinidad de obras, desde la remodelación del Palazzo Vecchio a la edificación de la galería de los Uffizi, convertida hoy en el célebre museo, para albergar las oficinas de las magistraturas florentinas. Tuvo que construir a toda prisa, en tan solo cinco meses, el Corridoio vasariano que une los Uffizi con el Palazzo Pitti y que pasa por encima del Ponte Vecchio. Y también afrontó la reforma de las basílicas de la Santa Croce y Santa Maria Novella para adecuarlas a los nuevos gustos y a la contrarreforma.
En este punto, Vasari hizo gala de su amor por el arte salvando obras sin desobedecer los encargos. El caso más significativo es la Trinidad de Masaccio, considerada la primera pintura del Renacimiento. “No solo no la destruyó, sino que además la protegió construyendo un altar de mármol al frente del fresco. Vasari fue tan previsor que imaginó que en el futuro alguien movería este altar y se volvería a encontrar la pintura de Masaccio, como así fue”, detalla el historiador del arte Marco Botti.
Apunta también que en Arezzo, por ejemplo, salvó un fresco de San Lorenzo de Bartolomeo della Gatta ubicado en la Badia delle SS. Flora e Lucilla, donde, curiosamente, se descubrió en la sacristía un inmenso cuadro olvidado de Vasari que representa la coronación de la Virgen, ahora restaurado y bien visible en la iglesia.
Otra virgen protagoniza una de sus obras pictóricas más celebradas, la que representa a San Lucas pintando a la madre de Jesús en el altar de la capilla dedicada al patrón de los pintores, ubicada en el claustro de los muertos de la Santissima Annunziata. En este lugar se reunían y eran enterrados los miembros de la cofradía de artistas florentinos, como Benvenuto Cellini, cuya enemistad con Vasari ha quedado plasmada en la reciente novela Perspectivas, de Laurent Binet.
Por icónica, destaca su inmensa Santa Cena, de más de 6,5 metros de largo, que quedó prácticamente destruida tras el último gran aluvión de 1966. Su faraónica restauración sirvió para conmemorar el 50 aniversario de la inundación e incluye un mecanismo que en tan solo once segundos sitúa los 600 kilos que pesa la obra a 6 metros del suelo, para que nunca más quede sepultada bajo el agua.
«Era un arquitecto muy inteligente, pero su pintura está muy ligada al poder y siempre ha quedado un poco en segundo plano respecto a la figura del historiador del arte», reflexiona Sisi. Precisamente por esto, la gran exposición del año vasariano, que se inaugurará en octubre, se dedicará sobre todo a su pintura, enmarcada en el manierismo, ese tardío Renacimiento que ya anunciaba el barroco. La muestra contará con préstamos nacionales e internacionales, de su autoría y ajenos, entre los cuales se encuentra también la Quimera de Arezzo. Siempre reivindicada por los aretinos, será la cuarta vez que regrese a su hogar.
Y hablando de hogares, la casa de Vasari en Arezzo quizá sea la mejor manera de conocer al artista y a la persona. En la entrada, un busto le representa flanqueado por las musas de la arquitectura y la pintura. Decorada íntegramente por él, despliega su propio ideario intelectual con escenas alegóricas como el triunfo de la virtud, que toma las riendas de su propio destino, o la representación de la fama, esa que tanto le acompañó en vida y que el aretino sabía que no le abandonaría tras la muerte.
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Tomado de La Vanguardia
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