La escritura de este texto es una forma de saldar la deuda contraída hace muchos años con Carlos Galindo quien, de alguna manera —y lo he afirmado en todas partes— me enseñó a leer poesía. Mejor dicho: aparte de Navarro Tomás, Bousoño, Spitzer, Jakobson, Wellek y Warren, Eliot, Frye, Bloom, Bachelard, Steiner, Hamburger, Paz, Isabel Paraíso, Vitier, Gayol, Rodríguez Rivera y López Lemus, y de varios profesores y amigos que fui encontrando, y que tanto ayudaron y ayudan en mi espinosa relación con ese difícil arte (Carmen Sotolongo, Arnaldo Toledo, Juan Ramón González, Roberto Manzano, Rafael Almanza, Jesús Lozada, Enrique Saínz), Galindo me propuso interpretar la lírica a partir de la emoción y no solo del intelecto, del compromiso con la literatura, con mi verdad como individuo y con mi(s) idea(s) de la divinidad. Y me lo insinuó al amparo de grandes modelos a cuyas páginas arribé motivado por sus convicciones acerca de la poesía como sacerdocio: Rilke, Milozsc, Ungaretti, Quasimodo, Char, Dylan Thomas, Eliseo, y, obviamente, César Vallejo y José Martí.
Con lo antedicho bastaría para justificar estas palabras. Pero hay más. Conocí a Galindo alrededor de 1986, cuando yo estudiaba Filología en la Universidad Central de Las Villas, y Carmen Sotolongo, que entonces enseñaba Poesía Cubana, llevó un grupo de alumnos a casa del poeta para hablar sobre temas de su asignatura. Era una casa pequeña, en la calle Colón, cerca del hospital viejo, y copamos la sala absortos en una plática que fue desde los Diarios de Martí hasta el Diario del Che en Bolivia, o desde el sentido de pertenencia a una generación hasta la sospechosa esquivez del lenguaje. Fascinado con aquella conversación, busqué los poemas de Galindo, primero, en la antología hecha por Luis Suardíaz y David Chericián con los escritores de la llamada generación del 50, [1] y luego, en los propios libros del autor: Ser en el tiempo y Hablo de tierra conocida. Enseguida surgió la idea de investigar una obra tan interesante y tan preterida en antologías y tratados al uso (muchas veces las antologías y los tratados al uso se ocupan, exactamente, de ignorar a los escritores más representativos). Galindo nos permitió (a mi amiga Mirladys Ventura y a mí, coautores del proyecto) llegar hasta sus originales, hasta los textos que luego conformarían Mortal como una paloma en pleno vuelo, Rosas blancas para el Apocalipsis y Últimos pasajeros en la nave de Dios. Con ese material realizamos un trabajo de curso para la asignatura de Carmen y, al final, un trabajo de diploma en el que incluimos, además, la producción lírica de Francisco de Oraá.
Podría pensarse que soy especialista en Carlos Galindo. No es así. De hecho, la investigación abordó solo sus libros publicados antes de 1970, o sea, Ser en el tiempo (1962) y Hablo de tierra conocida (1964), sus poemarios de iniciación, mientras que Mortal como una paloma en pleno vuelo —publicado en 1988, el mismo año de redacción y discusión de la tesis— y, sobre todo, los volúmenes Rosas blancas para el Apocalipsis (1991), Últimos pasajeros en la nave de Dios (1996) y Aún nos queda la noche (2001), en los cuales se concentra lo mejor de su poética —y que eran por entonces un manojo de cuartillas sin ilación— quedaron fuera del estudio. Por suerte, el ensayo y la crítica literaria son work in progress, y si bien aquellas aproximaciones de juventud fueron lo mejor que pude hacer en tal momento, siempre que vuelvo a ellas me parecen pueriles, conciliadoras y más propias del entusiasmo que de la agudeza, y hoy apenas suscribo dos o tres ideas de las allí desarrolladas. No obstante, quiero apuntarlas pues, pese a todo, las considero indispensables para entender la evolución lírica de Galindo. En primer término, la peculiaridad de su obra dentro de la llamada generación del 50 en virtud del tono elegíaco e intimista a contrapelo con el apego mayoritario a lo «épico» y lo conversacional; en segundo lugar, la relevancia del amor y del optimismo dentro de su orbe poético; en tercero, la temprana presencia de símbolos de carácter religioso en un contexto donde primaban el ateísmo y la excesiva politización del hecho literario, tanto en su concepción como en su exégesis.
Esas particularidades, estoy casi seguro, fueron las causas de la inexplicable marginación de Carlos Galindo del paisaje de la literatura nacional, al extremo de que un antólogo tan inclusivo como Samuel Feijóo lo excluyera de su Panorama de la poesía cubana moderna (1967), de que no hallemos su ficha en el Diccionario de la literatura cubana (1980), de que aparezcan mal citados los años de publicación de sus poemarios en el anexo 2 del volumen Revolución, poesía del ser (1987), de Teresa J. Fernández, un estudio bastante serio sobre algunos de los principales poetas de la generación del 50, y de que solo cuente con cuatro menciones en el tomo III de la Historia de la literatura cubana (2008).[2] Hasta hoy, creo, solamente Carmen Sotolongo en el «Prólogo» al cuaderno Aún nos queda la noche y Yamil Díaz en «Apuntes para un prólogo», proemio a El aire del soldado. Poesía reunida de Galindo que publicó Ediciones Unión en 2012, han escrito análisis consecuentes con el intento de reubicarlo en el sitio que sin dudas le corresponde en la historia de la poesía cubana.[3]
¿Cuál es ese sitio? El de un poeta que no se dejó arrastrar por el aluvión conversacional y la corriente coloquialista que signaron nuestra poesía desde mediados los años cincuenta del siglo pasado y hasta bien entrados los ochenta, y mantuvo a pie firme su vocación por un verso mucho más trabajado a través de símbolos, imágenes visionarias y metáforas afectivas y su adhesión a un universo temático cuyo núcleo fundamental era el amor en sus más disímiles variantes: a la patria, al arte y la literatura, a la mujer y a Dios. Resulta lógico que para sus compañeros de generación y para la mayoría de los historiadores literarios, antólogos y críticos que vinieron después —muy aficionados a la idea mal asimilada del marxismo de que una obra artística es mejor mientras mejor refleje las circunstancias históricas, sociales, políticas e ideológicas en que fue concebida—, Galindo representara un agente retardatario del discurso considerado de vanguardia, y fuera proscrito sin remilgos por no ser un exponente ejemplar de la poética generacional.
Hay algo que no puedo ocultar: cada día soy más incrédulo con el método generacional para abordar la evolución (o involución) de un escritor, precisamente porque al agrupar autores alrededor de los preceptos de una generación se suele cometer el disparate de apartar a los raros (¡ah, Rubén Darío, adónde han ido a dar tus lecciones como crítico?), sin caer en la cuenta de que, por lo general, esos son los interesantes. Aquellos que mantienen a pie juntillas las características temáticas y estilísticas marcadas como distintivas por la crítica, encajan bien en un análisis académico, en un panorama y hasta en una antología grupal, pero no tienen demasiado que ofrecer cuando se indaga en las transformaciones del pensamiento artístico que terminan, por fuerza, en cambios formales que apuntan hacia las estéticas del porvenir. A la postre, ese ir a caballo entre grupos no es una exclusividad de Galindo, sino algo consustancial a los poetas mutantes, inclasificables desde el momento en que sus búsquedas los conducen por caminos tendientes, de manera casi invariable, a alejarlos del resto de los miembros del pelotón que acude a la línea de partida del maratón literario.
Lo paradójico resulta que, en lo esencial, el Galindo de aquella época cumple muchas de las características apuntadas por los más connotados estudiosos de la generación del 50,[4] como por ejemplo: cultivo de la poesía social, reflejo de las circunstancias históricas, reforzamiento del valor cognoscitivo de la poesía, eticidad, preocupación por el destino del hombre contemporáneo, efusión sentimental, empleo de la crítica y la autocrítica, acercamiento a lo elegíaco y variedad en el uso de la prosa y el verso libre, entre otras. ¿Cuál fue el conflicto? Elemental: incumple con el cómo, con el uso preponderante del tono conversacional y del lenguaje coloquial, y por eso suena distinto, todavía muy deudor de lo que Arrom designara «la literatura de melindres y regodeos» o «el verso neblinoso y las retóricas alambicadas» y Fernández Retamar y Jamís «las aventuras formales de la exquisitez o herméticas de la trascendencia». O lo que es peor: parecen faltarle dos de las características básicas de la generación que Suardíaz registra en el texto de 1981: interpretación del mundo con una óptica marxista-leninista y reflejo de la construcción del socialismo. O sea, no fue otro engendro tropical de los muchos que el llamado realismo socialista hizo florecer (es un decir) entre nosotros. Y esa desobediencia tácita, en un clima caldeado por las purgas ideológicas, las repercusiones del tan llevado y traído caso Padilla y los lineamientos del Primer Congreso de Educación y Cultura de 1971, ocupados más en prescribir qué y cómo debía escribirse en defensa de la Revolución que en tratar de explicar lo escrito, condujo a Galindo hacia un silencio editorial que duró la fruslería de veinticuatro años.
Carmen Sotolongo resume magistralmente este dilema al decir:
Galindo Lena comenzó su carrera literaria con dos poemarios que resultaron igualmente singulares en su momento: Ser en el tiempo (1962) y Hablo de tierra conocida (1964). Concebidos para cantarle a la Revolución como tiempo inaugural de justicia, y para afirmar la solidaridad del escritor con respecto a la colectividad, quedaron en los márgenes de una norma poética dominante, el coloquialismo, que imponía códigos estéticos y comunicativos —signados por el rechazo a la metaforización intensa, la sugerencia y las formas métricas clásicas— muy diferentes a los del entonces joven poeta. Encontramos en sus versos puntos de disyunción fundamentales, sobre todo en lo estilístico, en una expresión que no renuncia a las ganancias tropológicas de la poesía contemporánea, a la proliferación de imágenes, visiones, superposiciones temporales; en fin, que privilegia en su palabra el dinamismo organizador del símbolo poético. Su tono grave, solemne, de una cadencia versicular con marcadas resonancias bíblicas, para nada coincide con el tono de la norma coloquial, caracterizada por el exabrupto, el humor iconoclasta, la ironía, la parodia y el absurdo. Galindo asume su discurso, además, no solo desde la colectividad, sino que su centro es a la vez el ser humano individual, esa criatura singular, irrepetible, que se interroga acerca del sentido de su vida frente a un horizonte de temporalidad y muerte. La Biblia, Heidegger, Kierkegaard, son influencias bien visibles en estos dos libros iniciáticos —de ideología militante y revolucionaria— que quedaron, en aquel entonces, rodeados de silencio.[5]
Por fortuna para el poeta, el contexto cultural cambió y tuvo una suerte de redescubrimiento en la década del 80. Sus anticipaciones a lo que párrafos atrás bauticé como las estéticas del porvenir hicieron que algunos nuevos lectores se fijaran con atención en sus poemas incluidos en la antología de Suardíaz y Chericián, o en las páginas de la compilación Mortal como una paloma en pleno vuelo (Letras Cubanas, 1988, con una carta-prólogo de otro raro: Francisco de Oraá), donde se agrupan piezas de Ser en el tiempo y de Hablo de tierra conocida con el trabajo de esas dos décadas que Carmen Sotolongo denomina «su oscuro esplendor». Fue un momento en el que se comenzó a releer críticamente el legado origenista y Lezama, Cintio, Fina y Eliseo se convirtieron en los dioses tutelares de casi toda la joven poesía cubana, acompañados de otros autores muy presentes igual entre las influencias de Galindo (Claudel, Perse, los herméticos italianos). En esas circunstancias, la obra de Galindo operó a modo de puente entre aquellos poetas y los que por esos años fueran las más recientes hornadas, sobre todo para quienes estuvieron cerca de él en la región central del país (Arístides Vega, Pedro Llanes, Heriberto Hernández, Bertha Caluff), sitio en el que se produjo uno de los mayores estallidos, en cantidad y calidad, contra la norma coloquialista.
Los textos recopilados en Mortal como una paloma en pleno vuelo consolidan las líneas fundamentales de la poética de Galindo: el heideggeriano discurrir de la vida del hombre en el tiempo, la preocupación ética ante las inconsecuencias de la muerte, la guerra o algunos sinsentidos de la civilización, la resemantización de la simbología religiosa occidental y la antedicha preponderancia del amor como motor del universo. Se perfila en ellos, además, la certidumbre del poeta de que es preciso renunciar a los coqueteos con la «poesía bajo consigna» que habían enarbolado Manuel Navarro Luna, o en ciertas parcelas de su producción Félix Pita Rodríguez y Jesús Orta Ruiz, y al afán de cronista que teme violar un código que se tiene como canon pero con el cual él no se maneja bien —vacilaciones ambas presentes en los menos felices pasajes de Ser en el tiempo— y ahondar en una poesía meditativa, que no enmascare su magnitud cósmica, espiritualista y, por qué no, trascendentalista.
A partir de ahí, Galindo prosigue en línea ascendente con estas indagaciones temáticas. La trilogía compuesta por Rosas blancas para el Apocalipsis, Últimos pasajeros en la nave de Dios y Aún nos queda la noche, confirma, como dice Carmen Sotolongo: «la trascendencia humana, la cual frecuentemente aparece simbolizada en la transfiguración y la resurrección» y «la eternidad, que él concibe junto a Dios».[6] Ahora bien, desde el pórtico a Rosas blancas…, Galindo anuncia, a través de una cita de Yves Bonnefoy, una manera diferente de relacionarse con el acto poético: la asunción de la imperfección humana como cumbre de toda búsqueda artística y de todo resultado.[7] Esta postura le concede una inusitada libertad: Galindo se arriesga en los siempre pantanosos terrenos de lo didáctico, de lo apodíctico, mediante unos pequeños poemas en prosa que remarcan una de las objeciones que le hiciera su colega Francisco de Oraá en la carta-prólogo que abre Mortal… acerca de «esos últimos versos declarativos, demasiado sentenciosamente conscientes, como epifonemas que, por abstracciones, serían eficaces en uso intelectual y les sale un sabor a moraleja».[8] Carmen Sotolongo lo explica aludiendo a la propia imperfección, a la mezcla, a la mixtura; Yamil Díaz aduce que «su búsqueda de un más allá lo llevará a llenar de poesía todos los grandes vacíos del cosmos y la Historia»;[9] yo creo que Galindo, ocupado siempre en ir «más allá», se aventuró a probar fortuna con materiales «antipoéticos», pero no por su marca coloquial, sino por su prescindencia del lenguaje imaginal cuya opacidad es para algunos signo de lo poético, y se lanzó a una reescritura de ciertas zonas que los estudiosos bíblicos llaman poesía sapiencial: Proverbios, Job, Eclesiastés y Eclesiástico, por lo general refranes, proverbios, admoniciones signadas por el tono reflexivo y que se mueven desde los consejos prácticos para una vida provechosa y próspera, hasta las reflexiones acerca de la relación entre transitar por el camino de la sabiduría y obedecer a la ley revelada por la divinidad.
En suma, esta actitud en principio un poco extraña y para algunos quizá fallida poéticamente —aunque con el aroma perturbador que puede tener, en poesía, la audacia de fracasar—, no es más que otra manera de participar en el diálogo con Dios, a mi modo de ver, el tema más importante en la lírica de Galindo y tal vez el que lo distinga especialmente en el panorama de la poesía cubana posterior a 1959. Carmen Sotolongo señalaba la influencia de la Biblia en sus primeros cuadernos; Yamil Díaz acota que desde Ser en el tiempo «Carlos Galindo Lena se acerca mucho antes al cristianismo como postura ética que al cristianismo como cosmovisión». Coincido con ellos, pero me gustaría abundar. En mi desestimada tesis de pregrado advertía la presencia del influjo de España, aparta de mí este cáliz de César Vallejo en dos aspectos: la resurrección del hombre aclamado por las voces de la tierra y el uso de los símbolos religiosos bajo un cambio de signo que los «humanizara» y los pusiera más a tono con el discurso epocal. Hoy creo que la convergencia entre el entusiasmo civil y patriótico ante el triunfo de la Revolución y el empleo del lenguaje bíblico presentes en Ser en el tiempo son la seña de la constante preocupación ontológica y gnoseológica que realza el valor de la poesía de Galindo: para el poeta de entonces, tal vez incluso de manera subconsciente, la Revolución, una obra de justicia social y engrandecimiento humano, era la obra de Dios, y precisaba el uso del mismo lenguaje con que la tradición religiosa de Occidente lo ha ensalzado y ha trasmitido su mensaje por varios milenios. Salvo algunos poemas de Cintio Vitier que postulan esta idea, no recuerdo nada en la poesía de aquellos años que alcance una dimensión similar ni en la alabanza al proceso revolucionario ni en el tratamiento poético del lenguaje y la simbología de las religiones cristianas. Sirva de ejemplo el poema que da título al libro:
Puesto que no eres sino el polvo
El tiempo en primavera y muerte
Puesto que vivificas la lluvia desde tu corazón
Y has entrado con los pastores en el tiempo del árbol
Y con los mineros en el tiempo del fuego terrestre
Puesto que aún conservas el polvo
Del primer animal en tus sandalias
Y la primer herida del padre aún fresca
Gotea en tu jornada de fuego
Puesto que aún hueles a muerte
Y la mirada de tu hermano el caballo
No enciende tu lámpara vacía
Dad al que vive un tiempo más justo que el terrestre
Un muro más profundo que sus lágrimas
Un pan más extenso que su tierra
Y sobre todo
Dad al que vive la paz de las orquídeas
La paz que en el día y en la noche del hombre
Van tejiendo los pueblos al pie de sus fusiles.
Notas.
[1] Ver Luis Suardíaz y David Chericián: La generación de los años 50, prólogo de Eduardo López Morales, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1984.
[2] El capítulo dedicado a la generación del 50 lo escribió Virgilio López Lemus, quien ya le había dedicado un ensayo en Palabras del trasfondo (1988), otro abarcador acercamiento a la generación del 50. No obstante, de las cuatro menciones, solo una, en la página 113, tiene carácter valorativo; las demás, en sentido general, tienen carácter enumerativo.
[3] En su libro Ensayos raros y de uso (2002), Jorge Ángel Hernández Pérez aborda algunos aspectos de la poesía de Galindo, pero lo hace dentro del estudio temático-estilístico «Un ángel más», que rastrea algunas singularidades del hacer poético en la región villaclareña, y no como una aproximación particular a la figura o a su producción literaria.
[4] Hasta donde sé, esos estudiosos son los siguientes:
-José Juan Arrom: Esquema generacional de las letras hispanoamericanas. Ensayo de un método, 2da.edición, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1977.
-Carlos Bousoño: Teoría de la expresión poética, Editorial Gredos, Madrid, 1973. En este libro no se hace referencia exactamente a la generación del 50 cubana, sino a lo que el autor denomina «poesía poscontemporánea» (a partir de 1945 y hasta 1970 más o menos) y a sus principales características.
-Roberto Fernández Retamar y Fayad Jamís: «Prólogo» a Poesía joven de Cuba, Lima, 1960.
-César López: «En torno a la poesía cubana actual» en revista Unión, no 4., La Habana, 1967.
-Luis Suardíaz: «Artes y oficios del poeta» en Ponencia sobre literatura cubana, Ciudad de La Habana, noviembre, 1981.
-Eduardo López Morales: prólogo a La generación de los años 50, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1984.
-Teresa J. Fernández: Revolución, poesía del ser, Ediciones Unión, Ciudad de La Habana, 1987.
-Virgilio López Lemus: Palabras del trasfondo, Editorial Letras Cubanas, Ciudad de La Habana, 1988.
[5]Carmen Sotolongo Valiño: «Prólogo», en Carlos Galindo Lena: Aún nos queda la noche, Ediciones Capiro, Santa Clara, 2001, pp. VII-VIII.
[6] Op. cit., p. XIV.
[7] Cito el fragmento del poema de Bonnefoy en la traducción que utiliza Galindo: Amar la perfección porque es el umbral/Pero apenas conocida negarla, olvidarla muerta.//La imperfección es la cumbre.
[8] Ver «Prólogo a manera de carta personal» en Mortal como una paloma en pleno vuelo, p. 7.
[9] En el segundo acápite de «Apuntes para un prólogo”, titulado “Siempre he tratado de buscar algo más allá», Yamil Díaz recoge una conversación entre él y Carlos Galindo celebrada el 28 de agosto de 1998. En ella, Galindo expresa su intención perenne de trasponer los límites, de fundir las corrientes humanistas y las religiosas.
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