Se lee en Hijos de la ira (1944) del longevo poeta Dámaso Alonso (1898-1890), su poema «Preparativos de viaje»:
Ah, muertos, muertos, ¿qué habéis visto
en la esquinada cruel, en el terrible momento de tránsito?
[…]
Ah, Dios mío, ¿qué han visto un instante
esos ojos que se quedaron abiertos?
Nada. La nada, diríamos. Cesan los sentidos en el momento que entendemos por muerte. Es el paso de la vida a la disgregación. Pero la respuesta resulta antipoética. El poeta quiere percibir ese algo indefinible que se debería ver al morir. Lo lógico, sin embargo, consiste en saber que se paraliza el cerebro, se deja de pensar, no hay tacto, ni olfato, nada de oído o de paladar, y, sobre todo, se deja por completo de ver. Ante ese cierre total, ¿es mejor imaginar un futuro?
Habría que conjeturar la «sobrevida» como un piélago donde el alma (si ella sobrevive) nada en un rarificado mar-que-no-es-mar, espacio sin espacio y tiempo sin tiempo: Eternidad, otra dimensión en la que el ser se extiende a otra forma de vida y debe otear en la irrealidad en la que ¿se desplaza?, como entrando en un agujero negro donde no hay leyes físicas como las conocemos, ni rige ninguno de los conocimientos humanos, ni se puede comunicar con el «exterior».
Para seguir el poema de Dámaso Alonso, esa alma viajera debería conservar sentidos para que en el momento de morir retrate lo que ve. El supuesto muerto se ha metido en un túnel de fotones y el alma es como una luz que entra donde no hay luz, el agujero negro traga toda comunicación con el «afuera», pero aun así «siente» como una dicha honda, una plenitud. Eso es lo que desea saber el poeta. Si el alma se integra a aquellas tinieblas inmensas, resultaría solo polvo de luz.
Si ella pudiera recordar la reciente vida, sufriría por ella, y el sufrimiento queda fuera de la visión paradisíaca, aunque sea oscura y tenebrosa. De cualquier modo, si existiera ese órgano de recuerdo, la vida vivida sería como algo que le ocurrió a «otro», anécdota, novela, historia ya ajena. La respuesta al poeta no sería nada, sino algo que no se puede ver con los sentidos humanos. Se vería ante la inmensidad y el ser sería ya otro.
Ver y conocer se confundirían en un solo acto. Y para comprenderlo, el poeta apela a Dios: «¡Ah, Dios mío…!», a lo que sigue una interrogación. La poesía es un modo de indagar sobre la realidad y también sobre lo que llamamos irrealidad con nuestro poco saber. Hay que interrogar a lo inmenso, a lo infinito, a la eternidad. Imaginamos al alma desplazándose en lo que entendemos por Ser. Para algunos, ella se disuelve en él. La respuesta se torna un acto de fe. La poesía vive también de esa fe. Se ve a la vida como un fragmento dela eternidad, y ella, la eternidad, no existe sin sus fragmentos, es un tejido sucesivo o perenne, una irradiación que enfrenta al ser a su realidad siempre cambiante, siempre fluyente, siempre la misma y a la vez otra. Quien muere debe de aprender esos secretos.
Dámaso Alonso quiere ver ese instante raro de la emoción de la partida ignota. O al menos indaga por esa intrascendencia que es en el fondo la trascendencia. La poesía está buscando el loto, la imagen, el más allá, la cifra oculta, el numen, número radical que resulta ser la muerte. La poesía es un fuego indagador. Cuando se avoca a lo indefinible resulta que ella es la indefinible, la que no puede ver lo que otro ojo puede ver, con Antonio Machado: «El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve». Y si ya no te ve, ¿es ojo todavía? El propio Machado casi responde a los futuros versos de Alonso en «Iris de la noche»:
Hay un trágico viajero
que debe ver cosas raras,
y habla solo y, cuando mira,
nos borra con la mirada.
La poesía resulta también ese diálogo entre poetas. Como si se captara la eternidad, esa sucesión constante de lo efímero. El instante que es saltar de la vida corriente a la muerte ignota deja en el poeta una pregunta que se expresa ante la eternidad: quien muere entró en ella, y si la vida no es eterna, la disgregación de la muerte sí lo es. Si el ser previo no dejó trasmisión de genes, se disuelve como una onda, o se transforma, que nada desaparece por completo, deja su estela, caminos sobre la mar. Huella en el paso del tiempo, cada ser vivo, incluso cada cosa, deja su imagen vibrando en el tejido de la eternidad. ¿Es esto lo que quiere ver el poeta, una imagen? La poesía también nos devuelve a la finitud.
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Muy interesantes mis comentarios, me gustan mucho.