Me atrevo a hablar de neomodernismo y neovanguardia en medio de una ola creciente de posmodernidad entrevista al calor de una edad contemporánea cada vez más polarizada, global e interdependiente, con fuerte tendencia a la universalización de la civilización occidental (tecnología de punta, liberalismo, imposición del modelo social tecnocrático a otras civilizaciones) y, a la vez, caracterizada por la presencia de esas otras civilizaciones que, ante la inminencia de homogeneización, reivindican sus propias identidades y ejercen su derecho al equilibrio cultural, económico y político. El caso de Cuba, por no ir muy lejos, donde se ha instituido una labor de rescate de la identidad, un bastión de resistencia ante la despersonalización y la disolución de la responsabilidad, características que, al decir de Jean-François Lyotard, conforman una multiplicidad de estilos posmodernos que atacan los conceptos de arte y lenguaje y, a la postre, abren la puerta a una modernidad de altos vuelos que completa a la posmodernidad. O sea: nace de ella y a ella vuelve para entender (y entenderse con) la historia de la cultura y del pensamiento.
Entonces, no resulta descabellado hablar de neomodernismo en el contexto cubano. En su ensayo «Modernismo, 98, subdesarrollo», Roberto Fernández Retamar enumera algunas de las condiciones de América Latina en las postrimerías del xix que facilitaron el origen del modernismo, a saber: el subdesarrollo, la rebeldía y la necesidad de injertar al mundo en nuestra realidad. Perfecto. Mientras hoy España y los demás países hispanoamericanos generadores de sólidos movimientos poéticos en el xx (México, Argentina, Chile) avanzan hacia el liberalismo político, económico e intelectual, Cuba insiste en el socialismo como sistema, con una variante que intenta superar los errores del llamado socialismo real de Europa del Este, pero cuyas limitaciones económicas (a las cuales se suma el bloqueo norteamericano y otras leyes de carácter sociopolítico como la Helms-Burton y la Torricelli) mantienen al país en un estado de tensión administrativa que está más cerca del llamado tercer mundo que del ya mentado primero, desigualdad que refuerza la antes aludida faena de resistencia mediante el rescate de la identidad cultural. La rebeldía literaria también es perceptible en los autores que, a mi juicio, desembocan en el neomodernismo cubano en los 80 (el Raúl Hernández Novás de Al más cercano amigo y Sonetos a Gelsomina; el Ángel Escobar de Epílogo famoso y Allegro de sonata; el Rafael Almanza de Libro de Jóveno y El gran camino de la vida, el Pedro Llanes de Sonetos de la estrella rota) y los primeros 90 (Francis Sánchez, José Manuel Espino, Ronel González y Carlos Esquivel), pues reaccionan contra la corriente coloquial y su vulgarización de la literatura, lo mismo que rechazan una tal vez excesiva politización de la vida literaria y de la exégesis de nombres y zonas claves de nuestra lírica (José Martí, Nicolás Guillén, la poesía negra, la social). Y en cuanto a injertar el mundo en la realidad cubana, ni hablar: han emprendido una reconquista que incluye a Martí, a Casal, a Darío y a múltiples poetas de la lengua española, cultivadores excelsos de los metros y formas estróficas «tradicionales» (Garcilaso, Góngora, Quevedo, san Juan de la Cruz, fray Luis de León, Unamuno, Machado, Julio Herrera y Reissig, César Vallejo, Rafael Alberti, Jorge Guillén, Juan Ramón Jiménez, Jorge Luis Borges, Octavio Paz), con los cuales experimentan en el intento de renovar desde la relectura de la tradición. Y este es un hecho peculiar: el modernismo hizo lo contrario: importar a Leconte de Lisle, a Baudelaire, a Verlaine, a Mallarmé, a Whitman, en busca de nuevas armonías vivificadoras del moribundo español decimonónico, mientras el neomodernismo aspira a integrar a la avalancha de poesía en otras lenguas (el coloquialismo norteamericano, los «experimentalismos» italiano, francés, inglés, nórdico y de expresión alemana) la dignidad renovadora de un idioma amplio y diverso en su gama semántica y sonora. Ángel Rama expone, entre algunas de las principales particularidades de la expresión dariana (y del modernismo, por extensión) el uso de arcaísmos, neologismos, cultismos, preciosismos, y toda una aristocracia vocabularia que se sirve de la melodía y la sonoridad como ligazón para las palabras. Si revisamos con cuidado la producción de nuestros neomodernistas, hallaremos todos estos manejos lingüísticos y, además, el conjunto de símbolos que, nueva «selva sagrada», les ayudan a representar el sincretismo del mundo. Desde luego, si en algunos poetas del 80 y el 90 podrían pesquisarse huellas de Miguel Hernández, sería en estos; y siempre daríamos con el cantor gongorino de Perito en lunas, o con el quevedesco de El silbo vulnerado o El rayo que no cesa, mas me temo que en este caso estamos en presencia no de una genuina influencia, sino más bien de un manejo de fuentes comunes, en el cual salen beneficiadas las presencias de Quevedo, Góngora, Darío y Borges en los experimentos con el soneto, de Jorge Guillén, Herrera y Reissig o Eugenio Florit en los concernientes a la décima, o las de César Vallejo, Juan Ramón Jiménez u Octavio Paz en otras indagaciones menos «ortodoxas».
Aquí podría razonarse también sobre la existencia de una suerte de neoposmodernismo, si entendemos este como una tendencia literaria y no como posmodernidad. Esta tendencia insiste en la decantación formal de las ganancias del neomodernismo (sobre todo el soneto y la décima) y se vale de ellas para expresar la ciudad de provincia, la vida cotidiana en la «suave» patria, entre el polvo fatigado del municipio, desde donde se alzan las más amplias indagaciones en y hacia el universo. En estos poetas predomina la mirada urbana, generalmente de tono intimista; hay en ellos rasgos de humor, muchas veces irónico, y puede llegar hasta el grotesco y la escatología. Entre los principales exponentes de esta tendencia podemos hallar al José Luis Mederos de El tonto de la chaqueta negra, al Yamil Díaz de Apuntes de Mambrú, Soldado desconocido y Fotógrafo en posguerra, al José Luis Serrano de Aneurisma y El yo profundo, y al Carlos Esquivel de Los epigramas malditos. Pero en ninguno de ellos hay casi rastros de la impronta hernandiana por una sencilla razón: la poesía de Miguel Hernández es demasiado grave, no tiene momentos de humor, y estos poetas han ido a buscar sus patrones en López Velarde, Luis Carlos López, Barba Jacob, o en los epigramas de Cardenal, los antipoemas de Nicanor Parra y las canciones de Joaquín Sabina. Debo aprovechar para introducir un paréntesis curioso: buena parte de la difusión de la poesía de Hernández en Cuba tuvo bastante que ver con los textos musicalizados por Joan Manuel Serrat, muy influyente en quienes eran jóvenes en los 70 y 80; pero después el lirismo de Serrat fue cediendo paso al cinismo de Sabina, al desenfreno de Fito, o al desenfado de Estopa y Jarabe de Palo, e imagino que para los poetas de los 90 y, sobre todo, para aquellos que comienzan a publicar en los albores del nuevo siglo, Serrat sea ya «un cantante para personas mayores», como lo son para mí, salvando las distancias, Miguel de Molina o Nino Bravo. Con esta tendencia ocurre otro hecho interesante: algunos libros de Yamil Díaz o de Carlos Esquivel abordan el tema de la guerra, lo cual induciría a rastrear en ellos el hálito del español; y erraríamos, pues en el caso de la guerra de Angola, contienda fundamental tratada en esos volúmenes, Díaz y Esquivel no quieren de ningún modo trasmitir una visión épica o comprometida con el suceso histórico; antes prefieren poner en tela de juicio el triunfalismo del discurso oficial y acuden a influencias menos «edificantes» como la del Apollinaire de los Caligramas o las de Georg Trakl, Wilfred Owen, Siegfried Sassoon, Isaac Rosemberg, August Stramm y Giuseppe Ungaretti.
La orientación es resultado, también, de la época posmoderna. Solo que no defiende un proyecto social o una identidad nacional, sino las emergentes posturas marginales propias de lo posmoderno (el marginado sexual, racial, cultural…) que, si bien conforman sectores otros de la identidad nacional, en puridad pugnan por trascender las fronteras de un proyecto social que los anula con su discurso de homogeneidad ideológica y cultural ante la homogeneidad económica e informática de la edad contemporánea. La multiplicidad de discursos posmodernos, igual que en el caso precedente, facilita la vuelta a lo que el ensayista Walfrido Dorta ha calificado como «una retórica neovanguardista densamente moderna» y que pudiéramos tildar de paradójico ejercicio desontologizador que remarca la ontología de la diferencia, en un sentido similar al de las vanguardias europeas de principios del xx, las cuales concedían cimera importancia a la experimentación artística, desvinculándola, en mayor o en menor grado, de cualquier pragmatismo social. El rechazo a buena parte de la poesía escrita en español, quizá no todo lo «experimental» que pudiera desearse (no obstante ciertas parcelas de las obras de José Juan Tablada, León de Greiff, César Vallejo, Jorge Guillén, Mariano Brull, Nicanor Parra y Octavio Paz), y la conexión con poetas y pensadores europeos (Francis Ponge, Paul Celan, Edoardo Sanguinetti, Michel Deguy, Ernst Jandl; Jürgen Habermas, Gilles Deleuze, Michel Foucault, Jacques Derrida o Emile Cioran), norteamericanos (Wallace Stevens, Marianne Moore, William Carlos Williams, e. e. cummings, Charles Olson, Robert Creeley), o brasileños (Haroldo de Campos, Ferreira Gullar, Manoel de Barros), parecen signar esta variante en Rolando Sánchez Mejías, Ricardo Alberto Pérez y Carlos Alberto Aguilera, por una parte, y en Caridad Atencio, Ismael González Castañer y Rito Ramón Aroche, por otra; a la cual se han sumado escritores provenientes del neomodernismo (el Almanza de Hymnos i e Hymnos ii; el Manzano de Tablillas de barro i, Tablillas de barro ii, Transfiguraciones y Synergos; el Novás de Atlas salta; el Escobar de La vía pública, Abuso de confianza o La sombra del decir) o del nuevo romanticismo (la Soleida Ríos de El libro roto; la Reina María Rodríguez de Páramos, La foto del invernadero y ...te daré de comer como a los pájaros…; el Omar Pérez de ¿Oíste hablar del gato de pelea?, de Canciones y letanías y de Lingua franca; el Pedro Marqués de Cabezas; el Juan Carlos Flores de Distintos modos de cavar un túnel), así como Carlos Esquivel, Gerardo Fernández Fe, Javier Marimón, Leonardo Guevara y Luis Felipe Rojas, quienes igualmente intentan nuevas búsquedas de amplia flexibilidad conceptual y estimables excelencias formales. En el conjunto de la neovanguardia se aprecian características como contaminaciones intergenéricas (poesía–prosa–artes visuales–música); violaciones de la arquitectura del poema y de diversos niveles del lenguaje que atañen a su incapacidad de comunicación (morfología, sintaxis, semántica); intertextualidad; kitsch; parodia; imaginario popular; onirismo; deconstrucción del objeto —y hasta del sujeto— poético en múltiples planos que luego se reintegran en una realidad otra, superior; lucha contra las deudas con los patrones heredados de la música; resistencia a dejarse arrastrar por la efusión sentimental, sustituyéndola por un inventario de hechos donde el azar objetivo tiene un peso crucial, etc. En este conjunto, huelga aclararlo, la posible influencia de Miguel Hernández es nula, máxime si consideramos que, en lo relativo a las vanguardias —salvo en sus episodios surrealistas bajo el influjo de Neruda y Aleixandre—, el oriolano adoptó una conducta estética similar a la de Paul Valéry: buscar en las formas clásicas, en el excesivo cuidado de las leyes filológicas, en el empleo de arcaísmos y términos lexicales de raigambre local, un bastión de resistencia contra los excesos de los ismos vanguardistas que conociera en el Madrid de los 30. No es casual, supongo, que Perito en lunas, libro fundamental en el cual asume esta actitud, esté encabezado por una cita del francés. Y nuestros revisitadores de la vanguardia, desde luego, siguiendo las enseñanzas de sus maestros Marinetti, Tzara o Breton, no están dispuestos a pactar con el enemigo, mucho menos si este ha sido, además, lectura de cabecera de tendencias y promociones precedentes que ellos consideran anquilosadas y empobrecedoras, en sentido general, para la evolución del destino poético nacional.
Hasta aquí, por suerte, las especulaciones del crítico. No sé si aún tengan paciencia para soportar las del poeta que, rara avis en este contexto, no ha vacilado en confesarse, en varias entrevistas y ensayos, deudor de las enseñanzas de Miguel Hernández. Mi relación con su poesía proviene, primero, de Serrat, como es lógico, y, luego, de la presencia de dos o tres textos suyos en los libros de lectura de la secundaria. Si no recuerdo mal, aquellos poemas eran «A ti, llamada impropiamente Rosa», «Por tu pie, la blancura más bailable…», «Te me mueres de casta y de sencilla…», «Vientos del pueblo me llevan», «El niño yuntero», «Canción del esposo soldado», «Menos tu vientre…» y «Tristes guerras…» Fue suficiente tanta variedad temática y formal para llevarme a indagar en la biografía de quien los había escrito. De inmediato simpaticé, tal vez por mi condición particular, con su cualidad de poeta de provincias. En mi larga lista de poetas predilectos, hay muchos oriundos de la provincia (Catulo, Du Bellay, Góngora, sor Juana, Wordsworth, Hölderlin, Rimbaud, Machado, Trakl, Celan, Perse, Bonnefoy, Heaney), en los cuales admiro sin falta la fuerza natural, la descontaminación inicial que ofrece a su obra venidera una educación a contrapelo de las presiones y trapisondas de las respectivas vidas literarias capitalinas, en las que entran para mantener, de manera general, una autonomía, una mirada personal permeada por sus «malas lecturas» que los distingue de aquellos destinados a ser carne de cenáculo, fuego de artificio en el espaldarazo de las revistas y relleno en las antologías donde se promueven los líderes de escuelas y tendencias. A mis cándidos quince añitos, ese era el tipo de poeta que me hubiera gustado ser.
Mi vocación por la filología, disciplina que en aquella tierna edad pensaba me ayudaría a convertirme en escritor, me condujo de nuevo a Miguel Hernández, figura de riguroso estudio en los programas de Literatura Española de la universidad. Corrían los ochenta, y los profesores insistían aún en la zona de su obra que, con honrosas excepciones (casi todas citadas a lo largo de este trabajo) a mí me parecía menos atractiva: la relativa a la denuncia social y al drama de la guerra y el inicio del peregrinaje por las cárceles que terminaría por aniquilarlo. Y no porque fuera yo un insensible incapaz de entender los horrores del franquismo, de congeniar con la dignidad y el patriotismo del poeta, o de estremecerme ante su accidentada historia de amor con Josefina Manresa, sino porque me seducía más la idea de aquel viaje desde una primitiva poesía popular apreciable en sus inmaduros poemas de adolescencia, hasta el retorno a la fuente nutricia, esta vez en un estadio superior, Cancionero y romancero de ausencias, donde el envoltorio de lo popular sirve de continente a dos de los polos de la alta poesía, el amor y la muerte; y donde, por si no bastara, bordeaba otro de los temas para mí capitales: el silencio. Si a esto le añadimos las paradas de Perito en lunas, cuyas octavas me sedujeron desde las primeras lecturas; o las de El silbo vulnerado y El rayo que no cesa, cuyos sonetos erótico-amorosos me entusiasmaron a probar fuerzas con un molde a un tiempo tan inflexible y tan maleable; o incluso los dignísimos ejemplos de poesía comprometida que son «El niño yuntero», «Rosario, dinamitera» o la «Canción del esposo soldado», en los que aprendí que la poesía sirve para todo, hasta para hacer política sin perder el temblor humano y cognoscitivo que la engrandece y eterniza incluso cuando pasen las coyunturas históricas, ideológicas o sociales que dieran arranque a los versos; o la hondura dolorosa de piezas como «Nanas de la cebolla» y «Ascensión de la escoba», en las cuales el drama íntimo cobra altura universal, no puedo menos que confesarles que, todavía a mis ingenuos veintiún añitos, ese era el tipo de poeta que me hubiera gustado ser. Un poeta que creciera de un libro a otro, de un ciclo lírico al sucesivo; un poeta que tuviera siempre el fiel de su brújula atento a las menores oscilaciones del espíritu contemporáneo para aspirar a apresarlo en su poesía; un poeta que se atreviera a buscar la renovación no en la ruptura per se sino en continuas relecturas sagaces de la tradición; un poeta como mis admirados Dante, Donne, Blake, Baudelaire, Vallejo, Celan o Paz. O sea, un poeta grande, aquellos que, según T. S. Eliot, se reconocen por su excelencia, su abundancia y su diversidad.
Y lo intenté. He sido abundante, y hasta diverso, supongo. Por desgracia, excelente no. Traté los mismos temas de Hernández: la infancia, el dolor del crecimiento, el amor, la guerra, la muerte, la soledad, el silencio. Ensayé muchas de sus formas estróficas: la copla, la décima, el romance, el soneto, los tercetos, la silva. Pero nada funcionó. Entonces tomé una decisión. Como no podía ser igual a Miguel Hernández a pesar de todo lo que él me había educado, me prometí que trataría de trasmitir a otros esas enseñanzas, a ver si alguien con mayor talento lograba hacerse justicia, o, al menos, si mi pasión resultaba contagiosa y despertaba un poco el entusiasmo de mis coetáneos por su obra y por seguir muchos de esos senderos aún inexplorados que nos legó. Estas palabras han sido el humilde cumplimiento de aquella promesa.
Ver también Ejercicio 57, Ejercicio 58, Ejercicio 59, Ejercicio 60 y Ejercicio 61.
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