Es impresionante saber que a John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973), mejor conocido por J. R. R. Tolkien, no le quisieron otorgar el Premio Nobel de Literatura «por su mala prosa». He leído de su autoría varios libros, entre ellos dos que le grajearon una fama mundial que difícilmente mengüe con el tiempo: El Hobbit y El Señor de los Anillos, siendo Tolkien autor de Silmarillion y de otras sagas que inventó no solo territorialmente, sino que las pobló de personajes impares, grupos étnicos diversos, incluso con idiomas propios que el mismo creó.
El Señor de los anillos es una fantasía épica, que posee todo lo que necesita una obra narrativa: atrapar al lector, no permitir respiro, hacerlo volver a sus numerosas páginas. Si dijera cuál es su real argumento diría que es la eterna batalla entre el Bien y el Mal. Del lado del Bien están los hobbit capitaneados por Frodo Bolsón, los elfos bien representados por Legolas, Elrond y Galadriel, los hombres (dunedain) que tienen en Aragord, Boromir y Faramir sus representantes; los enanos que van de la mano del héroe Gimli, y un mago del bien en la figura del sabio Gandalf, y los arbóreos ents capitaneados por Bárbol. El Mal tiene por eje a Sauron, el cruel y demoniaco Señor de los Anillos, y al mago pervertido Saruman, junto a orcos, trasgos, lobos, las nueve Sombras (los jinetes negros y el fiero Nazgul), el maligno ex hobbit Gullum, y otros personajes de no menor interés como el endemoniado Balrog y el maligno Grima Lengua de Serpiente.
Resulta asimismo un libro de viaje, los viajeros son los «buenos», los hobitts (tres además del líder: Pippin, Merry y Sam) y un representante de las etnias «blancas» que conforman la comunidad del Anillo. Transportar ese Anillo único, mágico, principal entre otros nueve, es el motivo de la peregrinación hacia el cono del volcán, la montaña del Destino, donde debe ser echado para lograr hacerlo desaparecer. Es curioso y no debe ser casual el uso del número nueve que se adopta para los anillos (son nueve más el décimo que los comanda), y para la compañía de amigos protagónicos de la gesta que se contraponen numéricamente a las nueve sombras malignas. Pero no hay que extrañarse, pues Tolkien llena de símbolos, signos y alegorías la larga gesta y así como cada integrante dela cofradía central representa a un grupo étnico, asimismo la diversidad de cábalas le ofrece al conjunto el don del misterio por develar. Quizás ese misterio principal sea cómo podrá Frodo llegar al vórtice volcánico para lanzar allí la preciosa y a la vez maligna carga anular.
Así como el autor incluye numerosas canciones y poemas (Tolkien fue un poeta esencial, lo primero que publicó fue un libro de versos), también llena su camino épico de máximas, tales como: «Muchos de los que viven merecen morir y algunos de los que mueren merecen la vida. ¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures en dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos», o aquella otra pragmática que pareciera de Maquiavelo: «Pero si buscas compañía, te cuidado en cómo eliges. Y te más cuidado con lo que dices hasta a tus amigos más íntimos. El Enemigo tiene muchos espías y muchas maneras de enterarse». Veamos una «tonada» a la que Bilbo Bolsón, el gran protagonista de El hobbit, le puso letra sin dudas muy poética:
En el hogar el fuego es rojo,
y bajo techo hay una cama;
pero los pies no están cansados todavía
y quizás aún encontremos detrás del recodo
un árbol repentino o una roca empinada
que nadie ha visto sino nosotros.
Así eleva Tolkien el canto lírico dentro de la muy épica aventura de liberar del Mal a toda la región multiétnica. Por cierto, no debe confundirse, como se ha hecho, el uso de lo «blanco» y de lo «negro» como huellas de racismo, pues es bien conocida la simbología incluso bíblica del Señor de las Tinieblas y la luz de lo angélico y divino. El uso de la oscuridad y de lo negro como signo del Mal se advierte hasta en esta frase del enano Gimli: «Desleal es aquel que se despide cuando el camino se oscurece».
Parecerán lemas del viajero otras cancines de Bilbo: «…hay todavía tantas cosas / que yo jamás he visto (…y pienso) en gente que verá un mundo / que no conoceré». Ese espíritu de viajero («tal es el orden de las cosas: encontrar y perder»), de viaje con un interés prefijado, con una misión, es el conductor esencial del amplio relato, permeado de pasajes de guerra y de paz, en el que predomina la búsqueda de la armonía. Tolkien, que participó como soldado de al menos una guerra mundial, narra las escenas de directa epicidad con el fuego de la acción, pero parece predominar en su relato las de conciliación, encuentro mágicos, e incluso líricos como a reunión en el bosque de los elfos.
¿Un libro de aventuras? Sí que lo es, debido a su carga épica, pero también esa aventura está signada por el viaje, de modo que El Señor de los Anillos puede pasar como un libro de viajeros, verosímil por encima de su espesa fantasía, lleno de sucesos y descubrimientos y deslumbramientos. Los libros de viajeros suelen ser objetivos, descriptivos, reflexivos incluso, de modo que Tolkien traza un gran viaje en el que ha de mover contingentes, siempre manteniendo firme el conjunto de la compañía, del grupo llamémosle mágico que no quiere hallar nada aunque mucho encuentre, sino destruir el Mal. Para ello se arma de un portador del Anillo, hobbit con misión definida, y un guía espiritual pero también de gran ayuda práctica: Gandalf y un grupo de otros siete acompañantes que cumplen sus roles de manera definida, con personalidad propia y aventuras delimitadas. Sus contrapartes, las fuerzas del Mal parecen más estáticas, pese al movimiento constante de sus agentes violentos: los orcos. Hacia ellos marchan los intrépidos miembros de la Compañía y esa marcha constante es el sine qua non de la saga maravillosa.
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