El niño, de once años de edad, leía en el comedor de la casa mientras su abuelo veía el noticiero de televisión. Ese hombre es mi amigo, comentó para sí al ver al personaje que acaba de aparecer en la pantalla. Al niño le extrañó que su abuelo, un campesino de La Alpujarra, pudiera ser amigo del hombre que apareció en el televisor, nada menos que Luis Rosales, miembro de la Academia de la Lengua y poeta por añadidura, y más aún le extrañó la frase que dejó escuchar enseguida: «Yo pude salvar a Lorca…» Mucho menos podía asociar a su abuelo con una figura para él tan distante y marmórea como un busto de Calderón, Cervantes, Bécquer o cualquier otro muerto ilustre de sus libros de lectura escolares. Con el tiempo, Víctor Amela, el niño aquel, sabría el por qué de la frase en cuestión y qué vínculos existían entre un simple labriego y el autor de La casa encendida y Diario de una resurrección, que en 1982 merecería el Premio Cervantes por el conjunto de su obra.
Por las noches, en tiempos de la guerra civil, Manuel Bonilla sale de La Alpujarra, en poder de los republicanos, y entra en la ciudad de Granada, controlada por lo rebeldes. Es un trayecto lleno de peligros, pero el labriego conoce todas la sendas, trochas y ramblas de La Alpujarra y las utiliza. Conoce todos los caminos de herradura, pasos y puertos de montaña. Todas las pasarelas y puentes, pozos, albercas y acequias. Cuevas, covachas y abrigos de los barrancos, y casetas de pastor, eras, cortijo y corrales, ermitas y molinos.
No hace ese viaje por voluntad propia. Tampoco lo hace solo. Guía a personas que huyen de la zona republicana y pasan a Granada, donde se han impuesto los sublevados. En La Alpujarra, las autoridades republicanas sospechan de Bonilla y lo buscan en su cortijo que lleva el nombre de Los Puertas y para evadirlas se esconde en el gallinero, bajo mierda de gallina. Con un pañuelo en la mano ahuecada protege nariz y boca del cosquilleo acre de la gallinaza, que le cubre como el manto de la Virgen del Martirio; sabe que en respirar despacio, sin moverse, le va la vida.
Los hermanos Rosales son en Granada de la jefatura de Falange. Luis habla con Manuel Bonilla. La familia acogió en su casa al poeta Federico García Lorca, temen por su vida y Luis cree que el pastor de La Alpujarra es el hombre indicado para sacar a Federico, esto es, guiar al poeta en un viaje a la inversa, desde la Granada en poder de los facciosos, donde el autor del Romancero corre peligro, hasta la zona roja. Bonilla acepta el encargo.
Explicar las razones por las que el viaje no se llevó a cabo excede los límites de estas páginas. Se dice que Lorca se negó a hacerlo porque, a campo traviesa, sin otra protección que la noche, temió ser baleado desde cualquiera de los dos frentes de guerra. Otra versión apunta a que Federico, enamoradizo, apasionado y caprichoso a sus 37 años de edad esperó en vano a que el padre de Juan Ramírez de Lucas, médico forense de profesión, diera a su hijo, de 19 y, por tanto menor de edad, el permiso para salir del país. Querían viajar juntos a México. El joven, a quien en un poema Lorca llama «el rubio de Albacete», le inspiró sus Sonetos del amor oscuro, que demoraron casi cincuenta años en ser publicados. El permiso nunca llegó.
Con aquellas palabras que una noche le musitó su abuelo, y a partir de hechos reales, tan ciertos como su envoltorio de silencios, Víctor Amela escribió una novela, Yo pude salvar a Lorca (Destinos; Editorial Planeta, 2018). La noche en que vio morir a su abuelo en la cama de un hospital, sintió que una vida así terminada era un fracaso y que solo el arte podía rescatarla de la derrota y el olvido. Esa fue la otra razón que lo llevó a esa novela.
Tras la voz del poeta
Tres años después de la publicación de Yo pude salvar a Lorca, que cuenta con varias reimpresiones, Amela da a conocer otra novela, Si yo me pierdo, también con el sello de Destino de la Editorial Planeta. Un libro sobre los noventa y ocho días más felices y desconocidos de la vida de Lorca en la Cuba de 1930.
Acerca de ese título conversamos mientras almorzamos en la paladar San Cristóbal, uno de los mejores restaurantes de La Habana, visitado por un número indeterminado de notables y famosos a su paso por Cuba y por no menos de quince mandatarios extranjeros, entre ellos el presidente Obama en compañía de su familia. Su dueño, el chef Carlos Cristóbal, amigo muy querido, nos hace el honor de ubicarlos en el reservado Presidencial. Nos sentamos ante una mesa redonda donde cabrían unos doce comensales. El mantel, color perla, desaparece bajo las bandejas. En la primera, en ocho platos individuales, llegan los entrantes que corren a cuenta de la casa: jamón serrano, diversos tipos de queso, frituras de malanga, camarones, tortilla española, aceitunas negras y verdes, enchilado de berenjenas, ceviche de pescado… Siguen los fuertes: filete de res en salsa de pimienta y filete de pez perro, ambos con guarniciones de arroz moro, puré de papas y plátanos maduros fritos y tostones rellenos…
Dice Víctor Amela mientras saborea una cerveza Cristal helada: ―¡Qué pena me dais todos los que no habéis oído la voz de Federico!, me confió un Pepín Bello centenario, poco antes de su muerte, durante una entrevista en su piso de Madrid. Pepín había compartido amistad y habitación con el joven Federico en la Residencia de Estudiantes, y su evocación de la mágica voz del poeta me impresionó. No existe grabación alguna de la voz de Lorca. ¿O quizás, sí, y está en Cuba? Supe hace un par de años que un emigrante asturiano, Manolín Álvarez, entrevistó a Federico en su emisora de radio en Caibarién y que radió la conferencia que impartió en esa localidad. ¿Grabó Manolín la voz del poeta? ¿En algún anaquel se conserva, olvidado, un disco con la voz de Federico, grabación única en el mundo? Viajé a Cuba noventa años después para buscar la voz perdida de Federico García Lorca.
¿Por qué elegiste sus días cubanos y no otro periodo de su vida? ¿Qué es Si yo me pierdo?
Porque Federico confesó, al zarpar de Cuba, haber vivido aquí «los mejores días de mi vida». Fue de marzo a junio de 1930. El poeta era vitalista, alegre y gozador de los sentidos, y una Cuba suntuosa le brindó todos los placeres sensoriales: la música de soneros negros, el ron, los helados y cocteles habaneros, la exuberancia del paisaje y la belleza de hombres y mujeres de todas las tonalidades de piel. Por detrás de la tragedia y pena de su asesinato, deseé conocer mejor a ese Lorca rumbero y tropical. Y luego contarlo. Eso es Si yo me pierdo.
Cuba es un paraíso
¿Cómo marcó a Lorca su estancia cubana?
Federico escribió en una carta a su madre: «Cuba es un paraíso. Si yo me pierdo, que me busquen en Andalucía o en Cuba». ¡Elevó a Cuba al nivel de su amada Andalucía! Y se perdió. Había viajado a Cuba para impartir tres conferencias en una semana, pero acabó impartiendo nueve y alargando su estancia tres meses. Recibido en la Isla como príncipe de los poetas ―le pagaron y agasajaron― la sensualidad de Cuba arrebató a Federico: tocó las claves con soneros negros, cantó en noches calientes de las fritas de Marianao, asistió estremecido a ceremonias de santería, gozó del sexo tropical sin el corsé de su familia ni pacaterías mediterráneas, fue espectador del canallesco Teatro Alhambra, que le animó a escribir El público, drama homosexual en el que hace las paces son su ser íntimo y La leyenda del tiempo. Lorca se perdió en Cuba y se encontró, arrumbó prejuicios caducos. Rindió tributos a los dones de Cuba en su poema «Son», escrito tras un iniciático viaje en tren de La Habana a Santiago que lo llevó a atravesar Cuba y la noche…
El Lorca de Cuba es muy distinto al de Nueva York…
Abandonado por su amante, el escultor Emilio Aladrén, que lo deja por una mujer, y desairado por su amigo íntimo Salvador Dalí ―por irse con Buñuel a París― que le había afeado su poesía del Romancero gitano, Lorca se hundió en la depresión. Para alejarle de sus penas y temiendo su familia un suicidio, le embarca en un trasatlántico rumbo a Nueva York. Esa ciudad recibe al triste Lorca con los suicidios, el crack de 1929, que presencia espantado. Le asquea la crudeza de la modernidad capitalista y la frialdad anglosajona y protestante, y solo empatizará con el padecimiento de los negros de Harlem, los niños y los pobres. Tras diez meses en Nueva York, de vuelta a España se detiene en Cuba, donde recuera su amada lengua, la luz del sol y los colores, sus vírgenes católicas ―sicretizadas con santos yorubas― la sensualidad y la belleza… Y en esa Cuba rutilante se siente Federico más que en su casa y en su raíz.
¿Cómo repercutió en su obra su estancia cubana?
Lorca sintió en Cuba que la felicidad era posible sobre la tierra, incluso para personas como él o para los negros, ―«negritos sin drama», dijo de los negros cubanos― cuyos sonidos negros identificó con los del pueblo andaluz. En Cuba entendió que el duende tiene sonidos negros. Su amistad con Flor Loynaz, a la que llamaba «mi virgen cubana», que le llevaba de fiestas en su Fiat 1930 descapotable, influyó en los acabados de Yerma ―cuyo borrador original le haría llegar a Flor. Lorca regresó a España como gran conferenciante, con la obra El público bajo el brazo y varios discos de pizarra con lo primeros sones cubanos que se oirían en Granada y Madrid. Y con un propósito: darse en sacrificio al pueblo de España.
¿Encontraste al fin la voz de Lorca?
«Si yo me pierdo, que me busquen en Cuba…» dijo el poeta. Y en Cuba le he buscado… hasta encontrar su voz más íntima, la voz más feliz y autentica del poeta más llorado del mundo.
Amela, ¿quién eres tú?
Víctor Amela ―Víctor Manuel Amela Bonilla― nació en Barcelona, España, en 1960. Como periodista, trabaja en La Vanguardia, diario de su ciudad natal, y es en ese periódico uno de los redactores de «La Contra», donde lleva publicadas más de tres mil entrevistas. Colabora con la radio y la TV y es decano de la crítica televisiva en su país. Como novelista, además de las ya arriba mencionadas, es autor de El Cátaro imperfecto, Amor contra Roma y La hija del capitán Groc, que mereció el Premio Ramón Llull. Es también autor del breviario Los inspiradores de Amela y de la egografía Casi todos mis secretos. Hace suya la divisa de Ramón Llull: «Puesto que existimos, ¡alegrémonos!»
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