Sobre el autor
Rubén Martínez Villena nació en 1899, en Alquízar y se trasladó a La Habana con su familia a los seis años de edad. Se tituló de Derecho Civil y Público en la Universidad de La Habana, etapa en la que comenzó su labor poética. Trabajaría durante un tiempo en el Bufete del sabio y antropólogo Fernando Ortiz, donde sus ideas revolucionarias maduraron copiosamente. Allí estuvo en contacto otros jóvenes e intelectuales como Pablo de la Torriente Brau y Emilio Roig de Leuchsenring. Lideró la Protesta de los Trece y fue fundador del Grupo Minorista, también estuvo vinculado a la Falange de Acción Revolucionaria y el Movimiento de Veteranos y Patriotas. Como dirigente del Partido Comunista de Cuba trabajó en Moscú en la Sección Latinoamericana de la KOMITERN y, de vuelva a su país, organizó la huelga general que derribó la dictadura de Gerardo Machado. Falleció en enero de 1934, con solo 34 años, víctima de tuberculosis.
Aunque la mayor parte de su obra literaria, en prosa y verso, saldría a la luz de manera póstuma, en vida publicó trabajos en revistas como Evolución, El Fígaro, Heraldo de Cuba y El Heraldo, siendo, además, corrector de pruebas en La Nación (Costa Rica). En 1925 editó y dirigió la revista Venezuela Libre. Desde Nueva York, colaboró con las revistas Mundo Obrero y Vida Obrera, y en el periódico Luchador del Caribe. Ganó el premio de poesía en los Juegos Florales de Holguín, con la Medalla del Soneto Clásico.
Fragmentos de su obra
Canción del sainete póstumo (1922)
Yo moriré prosaicamente, de cualquier cosa, (¿el estómago, el hígado, la garganta, ¡el pulmón!?) y como buen cadáver descenderé a la fosa envuelto en un sudario santo de compasión. Aunque la muerte es algo que diariamente pasa, un muerto inspira siempre cierta curiosidad; así, llena de extraños, abejeará la casa y estudiará mi rostro toda la vecindad. Luego será el velorio: desconocida gente, ante mis familiares inertes de llorar, con el recelo propio del que sabe que miente recitará las frases del pésame vulgar. Tal vez una beata, neblinosa de sueño, mascullará el rosario mirándose los pies; y acaso los más viejos me fruncirán el ceño al calcular su turno más próximo después… Brotará la hilarante virtud del disparate o la ingeniosa anécdota llena de perversión, y las apetecidas tazas de chocolate serán sabrosas pausas en la conversación. Los amigos de ahora —para entonces dispersos— reunidos junto al resto de lo que fue mi «yo» constatarán la escena que prevén estos versos y dirán en voz baja: -¡todo lo presintió! Y ya en la madrugada, sobre la concurrencia gravitará el concepto solemne del «jamás»; vendrá luego el consuelo de seguir la existencia… y vendrá la mañana…pero tú, ¡no vendrás!... Allá donde vegete felizmente tu olvido, —felicidad bien lejos de la que pudo ser— bajo tres letras fúnebres mi nombre y mi apellido, dentro de un marco negro, te harán palidecer, y te dirán: -¿Qué tienes?...Y tú dirás que nada: mas te irás a la alcoba para disimular, me llorarás a solas, con la cara en la almohada, ¡Y esa noche tu esposo no te podrá besar!
Soneto (1921)
Te vi de pie, desnuda y orgullosa y bebiendo en tus labios el aliento, quise turbar con infantil intento tu inexorable majestad de diosa. Me prosternó a tus plantas el desvío y entre tus piernas de marmórea piedra, entretejí con besos una hiedra que fue subiendo al capitel sombrío. Suspiró tu mutismo brevemente, cuando en la sed del vértigo ascendente precipité el final de mi delirio; y del placer al huracán tremendo, se doblegó tu cuerpo como un lirio y sucumbió tu majestad gimiendo.
La pupila insomne (1923)
Tengo el impulso torvo y el anhelo sagrado
de atisbar en la vida mis ensueños de muerto.
¡Oh, la pupila insomne y el párpado cerrado!...
(¡Ya dormiré mañana con el párpado abierto!)
El gigante (1923)
¿Y qué hago yo aquí donde no hay nada grande que hacer? ¿Nací tan sólo para esperar, esperar los días, los meses y los años? ¿Para esperar quién sabe qué cosa que no llega, que no puede llegar jamás, que ni siquiera existe? ¿Qué es lo que aguardo? ¡Dios! ¿Qué es lo que aguardo? Hay una fuerza concentrada, colérica, expectante en el fondo sereno de mi organismo; hay algo, hay algo que reclama una función oscura y formidable. Es un anhelo impreciso de árbol; un impulso de ascender y ascender hasta que pueda ¡rendir montañas y amasar estrellas! ¡Crecer, crecer hasta lo inmensurable! No por el suave placer de la ascensión, no por la fútil vanidad de ser grande… sino para rendirme, cara a cara, con el Señor de los Dominios Negros, con alguien que desprecia mi pequeñez rastrera de gusano, áptero, inepto, débil, no creado para luchar con él, y que, no obstante, a mí y a todos los nacidos hombres, goza de hostilizar con sus preguntas y su befa, y escupe y nos envuelve con su apretada red de interrogantes. ¡Oh Misterio! ¡Misterio! Te presiento como adversario digno del gigante que duerme sueño torpe bajo el cráneo; bajo este cráneo inmóvil que protege y obstaculiza en sus paredes cóncavas los gestos inseguros y las furias sonámbulas e ingenuas del gigante. ¡Despiértese el durmiente agazapado, que parece acechar tus cautelosos pasos en las tinieblas! ¡Adelante! Y nadie me responde, ni es posible sacudir la modorra de los siglos acrecida en narcóticos modernos de duda y de ignorancia; ¡oh, el esfuerzo inútil! ¡Y el marasmo crece y crece tras la fatiga del sacudimiento! ¡Y pasas tú, quizás se lo que espero, lo único, lo grande, que mereces la ofrenda arrebatada del cerebro y el holocausto pobre de la vida para romper un nudo, sólo un viejo nudo interrogativo sin respuesta! ¡Y pasas tú el eterno, el inmutable, el único y total, el infinito, Misterio! Y me sujeto con ambas manos trémulas, convulsas, el cráneo que se parte, y me pregunto: ¿qué hago yo aquí, donde no hay nada, nada grande que hacer? Y en la tiniebla nadie oye mi grito desolado. ¡Y sigo sacudiendo al gigante!
Insuficiencia de la escala y el iris
La luz es música en la garganta de la alondra; mas tu voz ha de hacerse de la misma tiniebla; el sabio ruiseñor descompone la sombra y la traduce al iris sonoro de su endecha. El espectro visible tiene siete colores, la escala natural tiene siete sonidos: puedes tranzarlos todos en diversas canciones, que tu mayor dolor quedará sin ser dicho. Dominando la escala, dominador del iris, callarás en tinieblas la canción imposible. Ha de ser negra y muda, que a tu verso le falta para expresar la clave de tu angustia secreta, una nota, inaudible, de otra octava más alta, un color, de la oscura región ultravioleta.
El cazador
Regresaba de caza, mas extravió el camino, y alegre, al trote vivo de su cabalgadura, llegóse hasta el albergue pobre del campesino con una corza muerta cruzada en la montura. Esa noche la cena se prestigió de vino, la niña de la casa retocó su hermosura, y al tierno y suave influjo del calor hogarino nació el más suave y tierno calor de la aventura. Y él marchóse de prisa la mañana siguiente... Quizás entre la noche —celestina prudente—, hizo algún juramento que le entreabrió la puerta; mas él no recordaba... Marchó por la campiña, alegre, como vino; y el alma de la niña cruzada en la montura como una cierva muerta.
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