Poco tiempo antes de morir, un mustio Virgilio Piñera regresó a la ciudad de Cárdenas, donde había nacido en 1912. Allí —para su sorpresa— recibió el reconocimiento de las autoridades, que le otorgaron la condición de Hijo Ilustre.
Quien rememora la anécdota es el poeta Manuel Díaz Martínez. A él se la contó el autor de Electra Garrigó, rematándola con una pregunta: «¿Significa esto que ya estoy rehabilitado?».
Arrastraba el dramaturgo las consecuencias de un Quinquenio Gris, que para él se alargó por más de una década. Siendo ya un solitario en su singularidad literaria, fue condenado desde la institucionalidad al más profundo ostracismo.
Durante los 70 no se le imprime ni se le representa, no se cuenta con él para nada, no existe públicamente. A pesar de eso, nunca dejó de escribir desde su apartamento de la calle N, en el Vedado habanero, para lectores a los que jamás conocería.
Tras su muerte, en octubre de 1979, comenzó el lento deshielo. Un proceso que se alargó por años, incluyó estrenos y publicaciones, y fue impulsado por amigos y estudiosos de su producción literaria.
Alguien que ha contribuido al justo reconocimiento y difusión de la obra del cardenense, el dramaturgo Norge Espinosa Mendoza, es autor de numerosos artículos y críticas, colocando el nombre de Virgilio en soporte impreso y digital, una y otra vez. Ha dictado conferencias y participado en la organización de eventos como Noventa Piñeras o el coloquio internacional por el centenario de su natalicio, en 2012.
El periódico Girón conversó con él, cómplice eficaz y versado en la estética piñeriana, sobre la vida, obra y trascendencia de un artista versátil, iconoclasta, precoz, agudo e «imponente como un ejército con sus banderas».
Se ha llamado a Virgilio «el enfant terrible de las letras cubanas», ¿mereció realmente ese calificativo?
Cada escritor se crea una máscara según su estilo y su carácter. Piñera, «pobre, homosexual y artista», como se define en su autobiografía inconclusa, se construyó una para ir más allá de su timidez y sus inseguridades, y para romper con las convenciones estrechas de su tiempo.
Disfrutó el rol de provocador y de líder de una nueva generación de autores a los que juzgaba como sus iguales, a partir de la aparición de la revista Ciclón, en 1955. También se llamó a sí mismo «lobo feroz de las letras nacionales», y desde Lunes de Revolución asumió ese papel. Ese es uno de los muchos Piñeras posibles, parte de su leyenda de muchas aristas. Pero también, detrás de esa máscara, había muchos otros.
Usted afirma que «se adelantó al absurdo, al teatro de la crueldad, para que sus lectores futuros lo reconocieran como extraño profeta en el trópico», y que sus obras «no se limitan a ser simplemente teatro: son provocaciones». ¿Cuál es el peso de Virgilio Piñera en la dramaturgia nacional?
Todos los caminos del teatro cubano conducen a Piñera. En sus obras mayores, en las menos logradas, en las que dejó inconclusas, están las señales de experimentación mediante las cuales la escena cubana se modernizó, se puso al día, se reorganizó en una escala más ambiciosa y menos provinciana.
Escribió y publicó Falsa alarma, obra del absurdo, antes de que Eugene Ionesco estrenara La soprano calva en París. Tuvo un olfato agudo para las vanguardias y aprendió de Alfred Jarry, y otros adelantados, a representarnos de una manera casi profética, augurando el caos que se avecinaba.
Al mismo tiempo es el autor de Aire frío, su obra más contundente como dramaturgo, que se debe al teatro realista. Fue un quebrantador de normas que se puso a prueba en todos los sentidos. Y ese es el peso mayor que nos legó: impulsarnos al riesgo, para reconocernos en personajes y situaciones, más allá de fórmulas o clasificaciones de manual.
¿Por qué la necesidad de silenciarlo durante la década del setenta que acaba por convertirlo en lo que usted denomina un «muerto civil»? ¿Qué resulta tan atemorizante en él?
Piñera era implacable al emitir sus juicios. La pacatería y la mojigatería nacionales eran sus blancos preferidos. Tenía una visión crítica de su propia obra, y la aplicaba a sus contemporáneos sin asomo de piedad. Nuestra cultura ve esa actitud como un peligro.
Mientras se manifestó así fue ganando enemigos, algunos muy poderosos. En los años 70, pasa a ser una no-persona y es condenado al silencio irónicamente, junto a no pocos de esos artistas de valía que él mismo había atacado en algunos casos, como José Lezama Lima, al que siempre admiró a pesar de sus muchas diferencias.
Lo que atemoriza en Piñera es su capacidad de no hacer concesiones, de no pactar a fin de obtener ciertas comodidades. Y su figura nos recuerda que la ética del escritor debe ser su arma más potente; la literatura, como verdad, por encima de todo.
Poco después de su muerte comienzan a darse los primeros intentos por otorgarle esa rehabilitación pública que nunca le llegó en vida. ¿Se le ha restituido plenamente? ¿Estamos en paz con Virgilio?
Si por rehabilitarlo se entiende publicar la mayor parte de su obra, verlo anunciado en las carteleras, ya está hecho.
El centenario de su nacimiento fue un hecho que se resolvió felizmente, con un coloquio internacional que presidió Antón Arrufat y del cual fui uno de los organizadores. Confieso que me alegró ser parte y testigo de ese acontecimiento. Pero con Virgilio no estaremos nunca en paz, porque el diálogo con él y la incomodidad que representa deben ser constantes.
Su obra no es para la vitrina de un museo. Gracias a José Milián y a otros creadores se ha convertido en personaje, y en la vida cotidiana lo reconocemos en hechos y actitudes que son enteramente piñerianos. Él logró eso más allá de los obstáculos que tuvo en vida y más allá de la muerte.
Lo rehabilitamos cada vez que nos identificamos con el modo en que él nos comprendió en su prosa, en su poesía, en sus ensayos, en su teatro, y en ese humor amargo, tan duro a veces como nuestro sol de mediodía.
Un creador tan heterodoxo aún se resiste a ser desproblematizado por las instituciones, amansado por la academia. ¿Cuál es el Piñera que desconocemos, el que se nos escapa?
Entre las cosas que aún nos debemos, está la edición en Cuba de sus cartas con Humberto Rodríguez Tomeu, que el profesor e investigador norteamericano Thomas F. Anderson publicó en Estados Unidos.
Son un día a día, por así decirlo, de un Piñera que se reconoce en sus angustias y pequeñas alegrías, y que dan la imagen más completa del ser humano que fue. Un Piñera que se confiesa, lucha consigo mismo, y que llega a los años finales de ese epistolario lejos de la vida pública, añorando el momento de una rehabilitación.
En Virgilio Piñera en persona, esa biografía coral que Carlos Espinosa creó a partir de sus textos y las voces de sus amigos y parientes, hay un retrato esencial que todo interesado en su figura debe tener a mano.
La lectura de sus obras, como un mundo que integra sus muchos fragmentos en un diálogo mayor, es posible ahora gracias a las reediciones. Ese es un paso inmediato que nos revelará la cohesión de sus aportes; y que confirmará que en el futuro Piñera nos seguirá siendo no solo necesario, sino además imprescindible.
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Tomado de Cubaescena
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