«Escribir un poema es reparar la herida fundamental»
Publicada en El deseo de la palabra, Ocnos, Barcelona, 1972.
* Todos los asteriscos que aparecen hasta el final del texto hacen referencia a poemas de Alejandra Pizarnik.
Hay en tus poemas términos que considero emblemáticos y que contribuyen a conformar tus poemas como dominios solitarios e ilícitos, como las pasiones de la infancia, como el poema, como el amor, como la muerte. ¿Coincidís conmigo en que términos como jardín, bosque, palabra, silencio, errancia, viento, desgarradura y noche son, a la vez, signos y emblemas?
Creo que en mis poemas hay palabras que reitero sin cesar, sin tregua, sin piedad: las de la infancia, las de los miedos, las de la muerte, las de la noche de los cuerpos. O, más exactamente, los términos que designas en tu pregunta serían signos y emblemas.
Empecemos por entrar, pues, en los espacios más gratos: el jardín y el bosque.
Una de las frases que más me obsesiona la dice la pequeña Alice en el país de las maravillas: «Solo vine a ver el jardín». Para Alice y para mí, el jardín sería el lugar de la cita o, dicho con las palabras de Mircea Eliade, el centro del mundo. Lo cual me sugiere esta frase: El jardín es verde en el cerebro. Frase mía que me conduce a otra siguiente de Georges Bachelard, que espero recordar fielmente: El jardín del recuerdo-sueño, perdido en un más allá del pasado verdadero.
En cuanto a tu bosque, se aparece como sinónimo de silencio. Mas yo siento otros significados. Por ejemplo, tu bosque podría ser una alusión a lo prohibido, a lo oculto.
¿Por qué no? Pero también sugeriría la infancia, el cuerpo, la noche.
¿Entraste alguna vez en el jardín?
Proust, al analizar los deseos, dice que los deseos no quieren analizarse sino satisfacerse, esto es: no quiero hablar del jardín, quiero verlo. Claro es que lo que digo no deja de ser pueril, pues en esta vida nunca hacemos lo que queremos. Lo cual es un motivo más para querer ver el jardín, aun si es imposible, sobre todo si es imposible.
Mientras contestabas a mi pregunta, tu voz en mi memoria me dijo desde un poema tuyo: mi oficio es conjurar y exorcizar.*
Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo (cf. Kafka). Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcizar, conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos.
Entre las variadas metáforas con las que configuras esta herida fundamental recuerdo, por la impresión que me causó, la que en un poema temprano te hace preguntar por la bestia caída de pasmo que se arrastra por mi sangre.* Y creo, casi con certeza, que el viento es uno de los principales autores de la herida, ya que a veces se aparece en tus escritos como el gran lastimador.*
Tengo amor por el viento aun si, precisamente, mi imaginación suele darle formas y colores feroces. Embestida por el viento, voy por el bosque, me alejo en busca del jardín.
¿En la noche?
Poco sé de la noche pero a ella me uno. Lo dije en un poema: Toda la noche hago la noche. Toda la noche escribo. Palabra por palabra yo escribo la noche.*
En un poema de adolescencia también te unís al silencio.
El silencio: única tentación y la más alta promesa. Pero siento que el inagotable murmullo nunca cesa de manar (Que bien sé yo do mana la fuente del lenguaje errante). Por eso me atrevo a decir que no sé si el silencio existe.
En una suerte de contrapunto con tu yo que se une a la noche y aquel que se une al silencio, veo a «la extranjera»; «la silenciosa en el desierto»; «la pequeña viajera»; «mi emigrante de sí»; la que «quería entrar en el teclado para entrar adentro de la música para tener una patria». Son estas, tus otras voces, las que hablan de tu vocación de errancia, la para mí tu verdadera vocación, dicho a tu manera.
Pienso en una frase de Trakl: Es el hombre un extraño en la tierra. Creo que, de todos, el poeta es el más extranjero. Creo que la única morada posible para el poeta es la palabra.
Hay un miedo tuyo que pone en peligro esa morada: el no saber nombrar lo que no existe.* Es entonces cuando te ocultás del lenguaje.
Con una ambigüedad que quiero aclarar: me oculto del lenguaje dentro del lenguaje —incluso la nada tiene un nombre, parece menos hostil—. Sin embargo, existe en mí una sospecha de que lo esencial es indecible.
¿Es por esto que buscas figuras que se aparecen vivientes por obra de un lenguaje activo que las alude?*
Siento que los signos, las palabras, insinúan, hacen alusión. Este modo complejo de sentir el lenguaje me induce a creer que el lenguaje no puede expresar la realidad; que solamente podemos hablar de lo obvio. De allí mis deseos de hacer poemas terriblemente exactos a pesar de mi surrealismo innato y de trabajar con elementos de las sombras interiores. Es esto lo que ha caracterizado a mis poemas.
Sin embargo, ahora ya no buscas esa exactitud.
Es cierto; busco que el poema se escriba como quiera escribirse. Pero prefiero no hablar del ahora porque aún está poco escrito.
¡A pesar de lo mucho que escribís!
…
El no saber nombrar* se relaciona con la preocupación por encontrar alguna frase enteramente tuya.* Tu libro Los trabajos y las noches es una respuesta significativa, ya que en él son tus voces las que hablan.
Trabajé arduamente en esos poemas y debo decir que al configurarlos me configuré yo, y cambié. Tenía dentro de mí un ideal de poema y logré realizarlo. Sé que no me parezco a nadie (esto es una fatalidad). Ese libro me dio la felicidad de encontrar la libertad en la escritura. Fui libre, fui dueña de hacerme una forma como yo quería.
Con estos miedos coexiste el de las palabras que regresan.* ¿Cuáles son?
Es la memoria. Me sucede asistir al cortejo de las palabras que se precipitan, y me siento espectadora inerte e inerme.
Vislumbro que el espejo, la otra orilla, la zona prohibida y su olvido, disponen en tu obra el miedo de ser dos,* que escapa a los límites del döppelganger para incluir a todas las que fuiste.
Decís bien, es el miedo a todas las que en mí contienden. Hay un poema de Michaux que dice: «Je suis; je parle á qui je fus et qui- je- fus me parlent. ( … ) On n’est pas seul dans sa peau.»
¿Se manifiesta en algún momento especial?
Cuando «la hija de mi voz» me traiciona.
Según un poema tuyo, tu amor más hermoso fue el amor por los espejos. ¿A quién ves en ellos?
A la otra que soy. (En verdad, tengo cierto miedo de los espejos.) En algunas ocasiones nos reunimos. Casi siempre sucede cuando escribo.
Una noche en el circo recobraste un lenguaje perdido en el momento en que los jinetes con antorchas en la mano galopaban en ronda feroz sobre corceles negros.* ¿Qué es ese algo semejante a los sonidos calientes para mi corazón de los cascos contra las arenas?*
Es el lenguaje no encontrado y que me gustaría encontrar.
¿Acaso lo encontraste en la pintura?
Me gusta pintar porque en la pintura encuentro la oportunidad de aludir en silencio a las imágenes de las sombras interiores. Además, me atrae la falta de mitomanía del lenguaje de la pintura. Trabajar con las palabras o, más específicamente, buscar mis palabras, implica una tensión que no existe al pintar.
¿Cuál es la razón de tu preferencia por «La gitana dormida», de Rousseau?
Es el equivalente del lenguaje de los caballos en el circo. Yo quisiera llegar a escribir algo semejante a «la gitana» del Aduanero porque hay silencio y, a la vez, alusión a cosas graves y luminosas. También me conmueve singularmente la obra de Bosch, Klee, Ernst.
Por último, te pregunto si alguna vez te formulaste la pregunta que se plantea Octavio Paz en el prólogo de El arco y la lira: ¿no sería mejor transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida?
Respondo desde uno de mis últimos poemas: Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir*.
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Tomado de Altazor
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