De viva voz casi todo es otra cosa
Las voces de Proust, Conrad, Faulkner, Joyce, Eliot, Saint-John Perse resuenan en su escritura. ¿Estos autores son sus interlocutores cuando escribe?
Nunca pienso en ellos cuando escribo. Proust, ciertamente, es uno de los autores que más quiero y más leo. Y a Conrad lo disfruté mucho, sobre todo de joven. La presencia de estas voces en mi escritura corre por cuenta del lector, no por cuenta mía como escritor. Yo escribo lo que va saliendo, en una forma un tanto sonambúlica, y no veo esas presencias que usted menciona.
Algunos escritores dialogan con otros escritores cuando escriben. ¿Usted no?
No, para nada. Yo solo dialogo con mis fantasmas y conmigo, y no me estoy acordando de Faulkner. Pero se lo digo con mucha sinceridad, no me estoy tratando de defender de nada.
¿Los ríos son sus patronos tutelares como se deja intuir en el poema V de su libro Siete nocturnos?
Sí, lo digo allí. Y hablo de una visión que tuve cuando llegué a Nueva Orleans y me subieron a la habitación de un hotel que daba sobre el Mississipi y no pude dormir; me quedé en el balcón, puse una silla y ahí pasé toda la noche. Y después escribí el poema. Nuestros ríos son las vidas que van a dar a la mar, que es el morir. Ya sabemos todos ese poema maravilloso… «Nuestras vidas son los ríos…» Para mí es una imagen maravillosa del destino humano, fuera de la voz de la naturaleza, que me dice tantas cosas, que me acompaña siempre.
En su obra, tanto poética como narrativa, usted ha descrito enfermedad, muerte, cárcel, corrupción, deslealtad, exilio. Hay una suerte de percepción onettiana del mundo. ¿Estoy equivocada?
No, para nada. Es decir, no tengo nada que ver con Onetti, pero en verdad yo veo así el mundo. Veo el mundo y a la especie humana como un desastre. Escribí un artículo cuyo título es «Fallamos como especie». Es lo que siento. Estamos destruyendo el mundo, el mal es uno de los deportes favoritos del hombre, pero hay que dejar que sea así, no hay que tratar de arreglarlo ni ponerse de salvador ni de apóstol, porque eso es perfectamente inútil.
¿Es un descreído como lo fue Borges?
Yo nunca he participado en política, no he votado jamás y no me interesa la política. Y no sé si soy un descreído como Borges, pero estoy totalmente de acuerdo con él cuando decía que la política es una de las formas de la superficialidad.
Sin embargo, usted fue amigo de gente a quien le preocupaba mucho la cuestión política. Por ejemplo, Luis Buñuel.
La amistad con Luis fue muy valiosa para mí y muy llena de gratificaciones magníficas, sentimentales y también gustativas, porque preparábamos cocteles y discutíamos largamente sobre el surrealismo, sobre ciertos escritores que a él le interesaban y sobre la novela gótica inglesa. Además, cuando yo estuve en la cárcel de Lecumberri, en México, encerrado durante 15 meses, él me iba a visitar a la cárcel, iba todos los domingos a verme, y lo quise mucho. Una amistad, pues, una amistad lo es todo.
En la colección de poemas narrativos que aparece bajo el título de Summa de Magroll, el Gaviero, usted nos habla de su antigua pasión por la historia. Vuelve, digamos, a Homero y a Virgilio.
Bueno, en todo caso, retorno a mis obsesiones y mis intereses de siempre. Desde niño, fui un aficionado a leer libros de historia. Casi le puedo decir que leo más historia que literatura. Me interesa mucho ver el destino del hombre a través de la historia. En Crónica regia y alabanzas del reino también aparece lo histórico; y de vez en cuando surge Bizancio, que es otra de mis obsesiones.
¿Como la infancia, que tanto fructifica en sus escritos?
Desde luego, ese es uno de mis principios fundamentales. Yo lo sostengo diciendo que se debe mantener vivo el niño que fuimos; mantenerlo dentro de nosotros vivo e intacto y no tratar de matarlo para convertirlo en esa cosa tan oscura, tan indefinida como es un adulto. Los niños son visionarios también, como los poetas. Por eso, hay que conservar el niño intacto con nosotros. El niño que fuimos nos va a decir todo.
Simbólicamente, ¿Maqroll, el personaje principal de las siete novelas que ha publicado, vendría a constituirse en esa figura salvadora que lo preservó a usted de romper definitivamente con su infancia?
Sí, podría ser. Estoy de acuerdo.
Pero, no obstante, Maqroll se presenta casi siempre como un viejo desencantado. ¿Por qué?
Nació cuando escribía mi poesía. Yo me di cuenta de que mi poesía era bastante desencantada, bastante desesperanzada. Era la poesía de alguien que ha pasado por experiencias fuertes, tremendas. Entonces, dije: «mejor pongo en voz de Maqroll mi poesía, porque detrás de sus experiencias tiene más sustancia, más solidez, más consistencia lo que estoy mostrando»; y así me ha funcionado.
Además, encarna al hombre errático, al exiliado permanente.
Claro, exactamente. Un hombre que no tiene adonde regresar ni quiere regresar; ni le interesa regresar; ni tampoco anda buscando aventuras. Deja que las cosas sucedan y se le vengan encima.
En el volumen De lecturas y algo del mundo, que recoge artículos que usted publicó en diversos medios, dedica muchas páginas a ciertos escritores latinoamericanos de distintos países. Por ejemplo, hay una nota titulada «Juan José Arreola recuerda», otra «Eliseo Diego». De Arreola dice que narrar los recuerdos de infancia, como él lo hizo, sin caer en la complacencia narcisista o en la nimiedad o en el sentimentalismo nostálgico es una tarea muy difícil. ¿Cómo se llega a rendir culto al pasado de uno mismo, a su propia vida, con eficacia literaria?
Pues no pasándose de inteligente en una materia en donde los que tienen que hablar son los sentimientos, los de verdad. Tampoco pasarse en sentimentalismos. Pintar a ese niño, de quien justamente vengo hablando, vivo, como lo hizo Arreola, sin elogiarlo, sin magnificarlo, sencillamente narrando cómo era, cómo vivía y cuál era su mundo. Eso es todo.
Cuando usted descubre la poesía de Eliseo Diego, según nos dice en el volumen mencionado, advierte que la atracción que ejerce este poeta cubano en usted radica en «su poder de acercarse a lo cotidiano y simple con palabras de una pureza inaugural, intemporal y originada en las más entrañables corrientes del idioma». ¿Esa conjunción de lo cotidiano con la pureza del idioma la aplica usted en sus versos? ¿Es, a su entender, lo más importante de la poesía?
No. Es muy importante en Eliseo, pero no es una condición sine qua non de la poesía.
Hay quienes dicen que, si hay en su obra poética una escuela regente, esa le rinde tributo al romanticismo. ¿Está de acuerdo?
A mí no me preocupan ni me ocupan mucho las escuelas, pero —digamos— que cierto ambiente, cierto aire que viene del romanticismo a mí me interesa enormemente. Y bueno, sí, esas ráfagas, esas rachas pasan por alguien que está escribiendo poesía desde los 17 años.
Hay quienes dicen que hay toda una teoría del río en su poesía, ya que los ríos se presentan en su imaginario como verdaderos númenes tutelares, empezando por el Coello de su infancia, luego el Mississippi, y usted define el carácter materno de las aguas como una fuente propicia, una materna sustancia hecha de nocturnas materias sin memoria. ¿Es cierta esa teoría?
Yo no soy persona de teoría, no racionalizo esto, pero el agua tiene para mí un encanto extraordinario, es la imagen más grande que hay de la vida, más evidente, más palpable. Yo bebo agua y se me confirma que estoy vivo; así como la inmensidad del mar es una imagen que me acerca mucho a la posible imagen que se pueda tener de Dios. Y este poder fecundador del agua lo es también no solo en el aspecto puramente biológico, sino también interno. Para mí un río es la imagen misma de nuestro destino y de muchas otras cosas que tienen que ver con lo más secreto que cada uno carga encima.
Decía usted en una entrevista que todo poema válido es un poema finalmente suspendido; es decir, el poema que ya no se puede corregir más. ¿Corrige mucho?
Horriblemente. Sufro de la maldición de la autocrítica, pero es una autocrítica que no tiene tanto que ver con el estilo, como con qué tanto queda aquí de lo que yo quería decir, qué tanto hay. Por eso, he quemado dos novelas completas y bastantes poemas, porque siento: aquí no, aquí no pasó, no pasó a la página lo que, de veras, yo quería que pasara. Y esa es una obsesión que me hace a mí el escribir un trabajo muy duro, muy difícil. Pero, bueno, lo enfrento y lo hago.
Con Maqroll ha escrito siete novelas y varios libros de poesía. Dice usted que Maqroll no es su álter ego, sino un buen cómplice, un compañero de ruta. Fuera de la ficción, ¿qué otro amigo ha sido su cómplice?
¿En la vida real? Todos mis amigos tienen esa condición, de lo contrario no serían mis amigos. Mis amigos, unos pocos a los que quiero profundamente, son cómplices de mis obsesiones, cómplices de mis debilidades, cómplices de mis momentos de plenitud, cómplices de mis desventuras. Es tener esa compañía, es estar hombro con hombro, brazo con brazo.
Su amistad con García Márquez ya dura mucho tiempo, ¿verdad?
Somos íntimos amigos hace 55 años, como hermanos. Lo quiero profundamente. Y es un ser que admiro como ser, además, muchísimo, y como escritor.
¿García Márquez es producto o víctima del boom?
El boom no existe. Lo hicieron alrededor de él, no existe; es una invención de los libreros y los supermercados y del mundo comercial, un absurdo.
¿Se esperaba que le otorgaran el Premio Cervantes?
No, para nada. Yo ya había obtenido el Príncipe de Asturias y el Reina Sofía. Esta es la primera vez que le dan a la misma persona los tres premios. Así que me dije no, no puede ser para mí. Fue una sorpresa. Y, claro, me alegra mucho tenerlo.
En las páginas dedicadas a Gonzalo Rojas, usted destaca la impresión que le causó leer uno de sus poemas titulado «Cerámica», porque en él hay una sentencia final que es una definición total de la poesía: «Casi todo / es otra cosa».
Ah, esto es genial. Gonzalo es uno de los grandes poetas del idioma. Un poeta inmenso. Y esa definición no sólo es de la poesía, sino de la vida.
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Tomado de Centro Virtual Cervantes
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