En la primera lectura que realicé del poemario Macerar, con el que el escritor Alberto Peraza Ceballos (Pinar del Río, 1961) se alzara con el Premio Nicolás Guillén de poesía en 2019, lo primero que me llamó la atención fue el título. Según el Diccionario de la RAE el verbo «macerar» tiene varias acepciones, entre ellas: ablandar algo estrujándolo o golpeándolo; mantener sumergida alguna sustancia sólida en un líquido con el fin de ablandarla o de extraer de ella las partes solubles; reblandecer la piel o los demás tejidos mediante prolongado contacto con un líquido; mortificar, afligir la carne con penitencias. ¿Por qué titular un libro de poemas con un verbo infinitivo? ¿Cómo se puede macerar a un ser humano?, me pregunté. Al adentrarme en sus páginas, pronto comprendí que estaba en presencia de un libro de gran madurez estética y conceptual, cuyo título escondía un vibrante y doloroso testimonio poético debajo de una sola palabra, que se repite como ritornelo ad infinitum: macerar, macerar, macerar. «Macerar el cerebro, ponerlo a colar como al café. Reconstruirme luego con la paciencia de los artesanos, la perseverancia de los ilusos…», dice el poeta.
En la segunda lectura, reafirmé mi inicial impresión, pero descubrí, además, que se trataba definitivamente de un texto distinto, de hondura poco frecuente en la poesía contemporánea, escrito con una sinceridad abrumadora, despojado de poses, lamentos insípidos, acrobacias verbales, hermetismos baratos y otros subterfugios propios de los que desean deslumbrar a lectores incautos.
Peraza sabe que la poesía no se alimenta de artificios ni de retozos, que en el fondo no implican otra cosa que la orfandad de ideas, la aridez del que no tiene nada que ofrecer. Por eso acude al numen de una infancia signada por la maceración, a las brumas de una memoria inquieta que ha perdonado pero no olvidado y que, lejos de anularlo, forjaron en él una temible lucidez, o mejor, una desobediencia lúcida, con la que pudo avanzar y todavía avanza. Dice el poeta en este sentido: «La resistencia es mi arma más potente; la antesala de mi meta: convertirme en un peón peligroso que ha logrado derribar los más altos obstáculos en la contienda».
Me atrevo a trazar una suerte de itinerario del cuaderno. Primero el desconcierto de no entender por qué lo excluyen, lo apartan, lo singularizan y la tristeza que esta situación le provoca cuando todavía no está en edad de razonar los prejuicios de los mayores, así como el perpetuo sentimiento de culpa que lo lacera como una cuchilla; a continuación el miedo al castigo, el deseo de agradar al padre que considera al hijo una maldición, un «enfermo sin cura», una «piedra en el zapato», un «dolor incesante»; luego el refugio en la madre celeste y protectora en contraste con el padre plomizo que no entiende, o no quiere entender por causa de la vergüenza pública y los malditos tabúes, las tareas domésticas impropias para varones como pelar ajos y otros quehaceres: «Nunca me fue ajeno el mundo de los alfileres, los carreteles de hilo bailando en el brazo de la máquina, el pedaleo», los detalles reveladores de un entorno rural, una casa campesina humilde, de pequeñas rutinas y horarios rígidos para las comidas, que con los años se fue quebrando, hundiendo sobre sus pilares, aflojada tal vez por la maceración que también sufren las cosas y que dejó al futuro poeta «en el más pleno abandono»; las vegas de tabaco, cuyas hojas segregan una leche pegajosa que enreda los vellos de los brazos, el humo del carbón, el olor a tierra mojada, a boñiga de animales que se pulveriza para fertilizar esa misma tierra, los potreros en cuyo fondo vive el arcoíris; más tarde las primeras rebeliones y fugas, el deseo de morir a veces, el sueño de volar alto en libertad; al final, la comprensión de los otros, la autoestima recobrada, la tolerancia de quién eres y por qué, cierta plenitud conquistada y el perdón al padre, ya en su lecho de muerte, que es descrito por el poeta con genial parquedad: «De sus ojos brotaron dos lágrimas y me apretó la mano derecha acaso para ser asistido por el perdón, y se lo concedí».
Dicho así, el libro parecería simple, de fácil captación. Todo lo contrario. Aquí hallarán imágenes que revelan una alta sensibilidad humana, el gusto por la palabra, la asociación precisa, acompañado todo por una visión filosófica, nada maniquea, de la realidad, el amor, la muerte, la fidelidad, el egoísmo y otras paradojas existenciales. Poesía diáfana, de propensión universal, directa, coloquial, de un lirismo fecundo, escrita en prosa melódica, sin exabruptos, altisonancias, lugares comunes y otros vicios que empañan el buen decir, que estremece al lector y lo pone a prueba, elevándolo a un de estado sabiduría y misericordia. Pero también de lucha perenne. Dice el poeta: «Podrán creerme débil, pero cargo el peso de los fuertes y voy hacia todos los rumbos, mas, nunca retrocedo».
Este no es un libro sobre un tipo específico de maceración, sino sobre todas las maceraciones que sufren los seres que se apartan de lo «común», de lo llamado «natural», de los cánones severos que impuso una sociedad humana que creció injusta y sigue siéndolo a nivel global, hasta que se conquiste toda la justicia, como decía Martí, empeño en el que todos debemos aportar una cuota de sangre. Al respecto dice el poeta: «Hoy soy un convencido de que existe el espacio llamado diferencia, donde cabemos todos».
No faltan en este cuaderno otros temas cincelados con fineza desbordante, como los dedicados particularmente a la madre, donde el poeta expresa sentimientos e ideas de una belleza y fuerza inusitadas: «Mi madre teje para mi hermano y para mí una bufanda roja y nos prepara la merienda. Cuando dejaron de darnos leche en la bodega lloró como un niño chiquito y tratamos de consolarla diciéndole que ya éramos fuertes». Otros poemas no menos luminosos son los dedicados a los amigos que han muerto o a los que se perdieron en el horizonte por razones que el poeta no se detiene a indagar, porque no hace falta, porque serán siempre amigos dondequiera que estén. «Solamente necesitamos no perder la costumbre de querernos, dice el poeta».
Podría seguir escribiendo mucho más sobre este libro preñado de imágenes sugestivas y estremecedoras, pero prefiero que los lectores hallen los infinitos matices, flujos y hasta mensajes que el texto inspira. Un académico hablaría de polisemia, yo opto por un salto de agua, rumoroso y turbulento, que expresa vida. Solo me resta acotar una idea: no es un libro pesimista, aunque duela, no es un canto morboso a la maceración, sino a la esperanza de que la iniquidad y la ceguera cesen en todas sus variantes, no es un ajuste de cuentas con el mundo. El poeta lo dice con magistral sabiduría: «Yo no quería pelear con el mundo porque yo también era el mundo».
La literatura cubana se enriquece con este libro. Pasarán muchos años y Macerar será un inevitable referente de la mejor poesía escrita en estos tiempos convulsos. Lo auguro.
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