
Taller literario Guillermo Vidal, en Las Tunas. Imagen tomada de Periódico 26
Sobre todo a finales de los setenta y toda la década del ochenta del pasado siglo los encuentros debate de talleres literarios, a distintos niveles, constituyeron el más importante evento donde quienes aspirábamos a ser reconocidos como escritores concurríamos con el propósito de alzarnos, en buena lid, con algún galardón. Constituían un buen palmarés para ingresar —en lo que podríamos entender como «ligas menores»— a la condición de escritor.
Pero más allá de premios y reconocimientos, los talleres literarios fueron escuelas donde se formaron varias promociones de autores de lo que hoy constituye la vanguardia de la creación literaria nacional, la mayoría aún vivos y en Cuba, otros fuera del país, y el resto donde nunca jamás se lo imaginan, como quizás le gustaría decirlo a Eliseo Diego. Hay una especie de consenso en torno al aspecto competitivo, como ya expresé, pues en no pocas ocasiones los ganadores de su premio nacional emergieron casi inmediatamente con alguno de los de primer nivel entonces; léase: David, Uneac, 26 de Julio, Casa de las Américas, La Edad de Oro…
Sobre las ganancias del espacio en lo pedagógico no se ha profundizado lo suficiente; por el momento solo me limitaré a decir que no recuerdo mejor cátedra para la formación de agentes socioculturales que aquellos talleres literarios donde no solo se discutía sobre preceptiva, sino que también se desplegaban trabajos de animación que en muchos casos constituyen hitos en la historia cultural de muchos municipios y poblados. No todos sus integrantes devinieron escritores, pero la mayoría ingresó a la vida literaria lo mismo como actores que como espectadores. Y todos, casi sin excepción, continuaron siendo lectores de criterio.
Las dinámicas de promoción de la literatura cambiaron de manera radical en los años noventa, pues fue el momento en que, al calor del nacimiento de los centros provinciales del libro y la literatura se fundaron, prácticamente en todas las provincias, sellos editoriales con prioridad en el alcance territorial. Los primeros catálogos de esas editoriales acogieron, en particular, a aquellos talleristas con mayor desarrollo que aún no habían podido ascender, con plena legitimidad, a la categoría de autor.
No fue solo la mengua en la producción de las editoriales llamadas nacionales como consecuencia del que conocemos como Período Especial lo que permitió que esos sellos provinciales ganaran presencia en la plataforma nacional; el que algunos alcanzaran un desempeño profesional, no solo con la excelencia de su catálogo sino también con su rigor conceptual en el acarreo organizativo, la promoción, circulación e inserción en el diálogo crítico, hizo posible el paso descentralizador más importante que en ese terreno se dio en la literatura cubana en el pasado siglo.
Una década después ese cambio tuvo una vuelta de tuerca mayor cuando, en el año 2000, se lanzó con gran espaldarazo gubernamental el proyecto popularmente conocido como «masificación de la cultura», pues se amplió mucho más, a expensas de una errada interpretación cuantitativa de las esencias del mismo, la posibilidad de publicar, sin que mediara premio alguno en aquellas editoras. Los peores días del Período Especial habían quedado atrás, pero con el salto cuantitativo, y sin desdorar otras virtudes de la idea, no se logró conjurar, pese a las advertencias, algunas pérdidas en lo cualitativo.
No caben dudas de que la media de calidad de lo publicado bajó, y que, sobre todo en la corta distribución derivada de las pequeñas tiradas, el alcance de lo publicado también. El fenómeno trajo consecuencias, no solo para la creación, sino también para la crítica, pues a esta se le hizo imposible seguir el rastro de tanta publicación dispersa, más si atendemos que tampoco todas las colecciones fueron adquiridas por la red de bibliotecas. Pero a mi modo de ver, la más lamentable pérdida fue la desarticulación de la naturaleza pedagógica del taller literario como instancia de iniciación, algo que —solo a manera de símil— equiparo con la supresión de la enseñanza primaria en el sistema educacional.
Y no es que se le haya dictado sentencia de muerte a los talleres literarios, sino que una buena parte de los iniciados dejaron de ver en ellos un espacio necesario en el tránsito a su formación profesional. Una buena parte de los talleres comenzaron a funcionar como tertulias adonde apenas concurren personas que se conformaron con el estatus aficionado crónico, más otros que se inician y casi inmediatamente abandonan el foro al percatarse de la posibilidad de presentar un original a alguna de las editoriales de su entorno inmediato, donde mal suponen que existe un nivel menor de exigencia que en las nacionales para colocar una publicación.
Lo que sí ya casi nadie espera es que desde el taller literario se pueda iniciar una carrera, ni siquiera con la conquista del premio nacional de la institución, que desde hace varios años no se convoca. El problema se ha tratado de conjurar de muchas formas, principalmente con la asignación de talleres a escritores de probadas ejecutoria y magisterio, pero en general faltan espacios de confrontación a ese nivel, de manera que no existe retroalimentación mientras los libros nacidos de los beneficios del que acabó llamándose Sistema de Ediciones Territoriales (Set), en su mayoría se quedan en los territorios donde fueron gestados y publicados a la par que el silencio crítico, en los días que corren, es cada vez más rotundo.
Creo que sería bueno lanzar una nueva mirada al fenómeno de los talleres literarios poniendo el énfasis en su aspecto pedagógico. Si existe una escuela de narradores, que en buena medida cumple la función que reclamo, merecería la pena que tanto los poetas como los ensayistas, dramaturgos y escritores para la edad infantil la tuvieran. Los talleres literarios en Cuba demandan, como los Buendía, una segunda oportunidad sobre la tierra.
(Santa Clara, 9 de enero de 2022)
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