En el voluminoso título, por demás joya editorial, que es La canción en Cuba a cinco voces (Ediciones Ojalá, 2017), en las páginas 384 y 385 hay una imagen en blanco y negro desplegada a doble folio cuyo pie de foto reza: «Sobre la cubierta de un vehículo blindado, aparecen integrantes del grupo Moncada junto a Nelson Herrera Isla, Vicente Feliú y Augusto Blanca, Etiopía, 1979». Casi al centro de esa foto, con una de sus expresiones características de «guajiro lépero» y conquistador, como bromeábamos con él, sentado al lado de una enorme goma de repuesto descubrimos a Miguel Mejides, quien mira burlón a la cámara, como si en el momento de aquella instantánea ya tuviera conciencia de que no aparecería citado en el consabido pie de foto, donde se reconocen también miembros significativos del Moncada, como su director Jorge Gómez o el inefable gordo Trujilllo, que parado junto a una esquina del vehículo, donde se amontonan los demás, da la impresión de no animarse a trepar al mismo. Vicente, Trujillo, Mejides, ya no se encuentran físicamente.
Conocí a Miguel, aunque en verdad creo que casi nunca lo llamé así, hace medio siglo, en el primer lustro de los setenta, durante aquellos rumbosos encuentros de talleres literarios que nos llevaban por todo el país. Entonces vivía en su Nuevitas natal, y todo pretexto era bueno para escapar de la abulia municipal, y más tratándose de su carácter, aventurero e hiperquinético, para el que cualquier espacio resultaba demasiado pequeño. Esa apetencia en busca de nuevas experiencias y horizontes, que transportaba a su nigromancia como escritor, nos la sintetiza en una crónica rebelde como su imaginación que escribiera para el dosier «Por los extraños pueblos», dado a conocer en La Gaceta de Cuba: «(… ) aún sigo fugitivo. No volveré a Nuevitas hasta que no convenza a todos de que Moby Dick vive en su bahía (…) será lo único que pueda regalarle a mi pueblo: una ballena blanca (…) a lo mejor hasta me atreva a decir que Melville nació en Nuevitas». Recordándonos cómo su pueblo y sus historias, sus personajes, el anecdotario familiar, y las leyendas que se solapaban en su fantasía desbordada, siempre le acompañaron, para convertirlas en literatura o sazonar una conversación en Padua o Alamar.
Su familia, Mónica y Fayad, se sumaron a mis afectos desde entonces, compartiendo convites familiares y algún momento difícil. Celebré con él todos sus libros, incluso los de menos fortuna como aquella primera novela —La habitación terrestre—, que comprometido por la amable dedicatoria que me escribiera con su letra de grandes trazos, me zampé como se lee a un clásico, aunque sería su propio autor quien, desde una autocrítica rotunda, me sacara del error. Así todo, tal vez por la neblina de la nostalgia, sigo agradeciendo esa lectura. Cuando venía a La Habana, me visitaba en mi pequeño apartamento de Línea, no. 10. Devorando pizzas de la vecina Piragua nos poníamos al día. En ese sitio tempranamente conoció a Gisela, quien nos liberó de aquel desamparo gastronómico, y lo invitó a comer. Lleno y bebido, en un ambiente hogareño, y por ende emocionado, prometió traer en la próxima visita unas langostas. Ya estaba en planes de mudarse definitivamente para la capital. Todavía mi mujer, que es creyente y lo quiso y lo quiere, está esperando por las susodichas langostas. Por lo que desde entonces fue bautizado en mi casa como «Prometeo».
Arturo Arango me ha contado más de una vez una antigua conversación tenida con el amigo común en un sitio remoto del planeta, charla que como mucho me atañe, le pedí la pusiera en blanco y negro, y ahora reproduzco:
En noviembre de 1986 hice mi primer viaje fuera de Cuba y tuve como compañero a Miguel Mejides. Fuimos a un Encuentro de Jóvenes Escritores de Países Socialistas, organizado por la Unión de Escritores Soviéticos, y la sede fue Dushambé, la capital de Tadshikistán. Atrapados por largas horas de ocio en la habitación de un hotel que pudo llamarse Intercontinental (pretendía un aire cosmopolita), Miguelón y yo hablamos de lo humano y lo divino. Él trabajaba en el ICRT, pero, según mi recuerdo, estaba cerca de la UNEAC en la toma de decisiones. «Tenemos que llevar a Norberto para La Habana», me dijo en una de esas conversaciones. La intención se hizo realidad pocos años después, cuando Norberto pasó de ser asesor literario de la provincia La Habana, conocida como «Habana campo», a dirigir La Gaceta de Cuba.
A Waldo Leyva, Abel Prieto, Miguel Mejides, no importa el orden, debo mi escogencia como director de La Gaceta, giro que cambiaría definitivamente mi trayectoria personal y profesional. Lo que sí recuerdo es que fue Miguelón quien me llamó en marzo del 88 para proponérmelo, y me acompañó en mis primeros pasos en la revista. Su apuro en localizarme, amén de su fraterna preocupación por mí destino reflejada en la anécdota que recuerda Arturo, tenía otra sencilla explicación. Entusiasta como era —virtud complicada en él, que siempre le acompañó—, se brindó para editar la revista, a la par de sus responsabilidades en la Asociación de Escritores. En el primer número se sintió desbordado —«supe entonces que jamás la vocación de editor me ganaría»—. Él lo cuenta, con su estilo desenfadado, en otra crónica publicada por los cincuenta y cinco de la publicación: «(…) toqué a la puerta de Norberto, del Codina confesor entonces, en ocasiones hoy, le dije de mis premuras, le propuse que fuera él el próximo General en Jefe de La Gaceta, aludiendo a las jerarquías literarias de Sacha. Norberto pareció dudar, yo insistí, argumenté porvenires, y al final, él aceptó. Pienso que no me equivoqué». E incluye generosas líneas, que como aquella llamada promisoria que su imaginación convirtiera en visita intempestiva, siempre le agradeceré. Ahora que cierro mi ciclo de casi siete lustros en la revista, la memoria agradecida del amigo es una forma más de tenerlo presente en otro momento importante para mí.
Anécdotas serían incontables, y algunas impublicables, aunque para él, nada era impublicable, salvo la mala literatura y los partes trasnochados de nuestra economía. Fui testigo de su primera lección como chófer. Emilio Comas, compinche de aquellos primeros setenta, nos llevaba en su destartalado Moskovich al Barrio Obrero, por donde entonces vivían Los Mejides. Habíamos bebido, y sobre todo Emilio, que en plena carretera le dio por soltar el timón y lanzar su grito de guerra: «¡Viva La Polar!». Miguelón que iba de copiloto, atinó a tomar el volante —confesó luego que por primera vez en su vida—, enderezó como pudo el rumbo, arrimó el carro y nos salvó. Yo le sería recíproco años después. Ya en un Moskovich de su propiedad, veníamos por Quinta Avenida de una recepción donde el wiski no había faltado. A eso se sumaría una contrariedad de última hora, que pasada por tragos, lo trastrocó en un miura. Llegando al semáforo de Quinta y 42 vi que, inexorablemente, nos llevaríamos la amarilla parpadeante, y con ella lo que se interpusiera. De golpe se me que quitó la embriaguez, y empecé a gritarle todos los improperios que correspondían, gracias a eso empezó a patear el freno —a rozarlo apenas con sus reflejos trastocados—, y salvamos la vida, pero no pudimos evitar el aparatoso choque que se desencadenó. Para resumir en una versión breve y piadosa: el auto que impactamos —nuevecito, de un azul cobalto—, era por más señas del Ministerio del Interior; el tráfico se detuvo en el cruce de las avenidas; Miguelón que estuvo borracho todo el tiempo trató al policía de tránsito como si fuera otro beodo; y para concluir se hizo amigo de los policías; no le pasó absolutamente nada —mientras quien esto escribe se las agenciaba a duras penas para remolcar su carro descosido hasta un lugar seguro—; y cuando tarde en la noche se apareció en mi casa, juraba y perjuraba tozudamente que no era el responsable del accidente.
Fue el amigo que todos queríamos tener, y su optimismo era contagioso, aunque para nada complaciente. Me consta, dentro de su condición de hombre revolucionario que siempre fue, no renunciar a la crítica ni a la rebeldía que le caracterizó. Su natural imaginación y su pasión por la literatura nunca le abandonaron. Rumba palacees una pieza antológica de nuestra narrativa, como lo es Perversiones en El Prado, y sus crónicas dispersas en revistas y papelería merecerían recogerse y publicarse como un todo. Igual se deben destacar sus muchas iniciativas como promotor de proyectos culturales, ya fuera en la Asociación de Escritores, la filial habanera de la italiana Arci Nova, o en la organización del Premio Ítalo Calvino, que ya al final de su vida laboral y libre de compromisos con su organización, con toda justicia ganó con El plagiador, aunque Fayad y yo siempre preferimos el título con el que concursara, «La saga del tigre». La dedicatoria de este libro habla por sí sola del hombre de familia que fue: «A Darío, mi nieto, el mejor capitán».
Cuando terminé la lectura del mismo, como un guiño que me hiciera desde ese Olimpo que seguro tenemos reservados los buenos ateos, me sorprendió en la antepenúltima página con estas líneas en boca del presunto editor: «Concluido el trabajo de planas y últimas galeradas, decidí entregar un extenso adelanto del mismo a La Gaceta de Cuba, lo cual agradezco a Norberto Codina, que fue condescendiente en publicarlo con todo lo riguroso que es respecto a la calidad literaria».
Fayad recién me confesó que su padre nunca me había develado esos párrafos que tributaban a nuestra amistad, para que quedara como una sorpresa, y así fue y en demasía pues solo los pude leer conmovido años después de su fallecimiento. Extraño y azaroso regalo que me emociona y agradezco, pues me lleva —recordando aquella conversación en Dushambé o su entusiasta llamada de la primavera del 88—, y siempre bajo el aura de Miguelón, a empezar y a concluir, como él escribiera, mi «sacerdocio con la revista». Misión donde él me acompañara durante todo este tiempo, y que, recordando el título de su primer libro, fue tiempo de hombres y de amigos.
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Veáse también «Amor con cabeza extraña. Una novela del escritor Miguel Mejides» en Cubaliteraria
Este texto es parte del volumen El pabellón de los amigos, de Norberto Codina (epub) publicado este año por nuestra editorial.
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