Leandro Fernández de Moratín (Madrid, 10 de marzo de 1760 – París, 21 de junio de 1828) fue un dramaturgo y poeta español, el más relevante autor de teatro del siglo XVIII español, hijo del también reconocido poeta y dramaturgo Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780). De su pieza más célebre, El sí de las niñas, reproducimos la primera escena del Acto primero.
Acto primero
ESCENA I
DON DIEGO, SIMÓN
(Sale DON DIEGO de su cuarto. SIMÓN, que está sentado en una silla, se levanta.)
Pues bien está.
DON DIEGO. ¡Mire usted qué idea! ¡Con el otro la había de ir a casar!… No señor, que estudie sus matemáticas.
SIMÓN. Ya las estudia; o por mejor decir, ya las enseña.
DON DIEGO. Que se haga hombre de valor y…
SIMÓN. ¡Valor! ¿Todavía pide usted más valor a un oficial que en la última guerra, con muy pocos que se atrevieron a seguirle, tomó dos baterías, clavó los cañones, hizo algunos prisioneros y volvió al campo lleno de heridas y cubierto de sangre?… Pues bien satisfecho quedó usted entonces del valor de su sobrino, y yo le vi a usted más de cuatro veces llorar de alegría, cuando el rey le premió con el grado de teniente coronel y una cruz de Alcántara.
DON DIEGO. Sí, señor; todo es verdad; pero no viene a cuento. Yo soy el que me caso.
SIMÓN. Si está usted bien seguro de que ella le quiere, si no la asusta la diferencia de la edad, si su elección es libre…
DON DIEGO. Pues ¿no ha de serlo…? Doña Irene la escribió con anticipación sobre el particular. Hemos ido allá, me ha visto, la han informado de cuanto ha querido saber, y ha respondido que está bien, que admite gustosa el partido que se le propone… Y ya ves tú con qué agrado me trata, y qué expresiones me hace tan cariñosas y tan sencillas… Mira, Simón, si los matrimonios muy desiguales tienen por lo común desgraciada resulta, consiste en que alguna de las partes procede sin libertad, en que hay violencia, seducción, engaño, amenazas, tiranía doméstica… Pero aquí no hay nada de eso. ¿Y qué sacarían con engañarme? Ya ves tú la religiosa de Guadalajara si es mujer de juicio; ésta de Alcalá, aunque no la conozco, sé que es una señora de excelentes prendas; mira tú si doña Irene querrá el bien de su hija; pues todas ellas me han dado cuantas seguridades puedo apetecer. La criada, que la ha servido en Madrid y más de cuatro años en el convento, se hace lenguas de ella; y, sobre todo, me ha informado de que jamás observó en esta criatura la más remota inclinación a ninguno de los pocos hombres que ha podido ver en aquel encierro. Bordar, coser, leer libros devotos, oír misa y correr por la huerta detrás de las mariposas, y echar agua en los agujeros de las hormigas, éstas han sido su ocupación y sus diversiones…
¿Qué dices?
SIMÓN. Yo nada, señor
DON DIEGO. Y no pienses tú que, a pesar de tantas seguridades, no aprovecho las ocasiones que se presentan para ir ganando su amistad y su confianza, y lograr que se explique conmigo en absoluta libertad… Bien que aún hay tiempo… Sólo que aquella doña Irene siempre la interrumpe, todo se lo habla… Y es muy buena mujer, buena…
SIMÓN. En fin, señor, yo desearé que salga como usted apetece.
DON DIEGO. Sí, yo espero en Dios que no ha de salir mal.
Aunque el novio no es muy de tu gusto… ¡Y qué fuera de tiempo me recomendabas al tal sobrinito! ¿Sabes tú lo enfadado que estoy con él?
SIMÓN. Pues ¿qué ha hecho?
DON DIEGO. Una de las suyas… Y hasta pocos días ha no lo he sabido. El año pasado, ya lo viste, estuvo dos meses en Madrid… Y me costó buen dinero la tal visita… En fin, es mi sobrino, bien dado está; pero voy al asunto. Llegó el caso de irse a Zaragoza a su regimiento… Ya te acuerdas de que a muy pocos días de haber salido de Madrid, recibí la noticia de su llegada.
SIMÓN. Sí, señor
DON DIEGO. Y que siguió escribiéndome, aunque algo perezoso, siempre con la data de Zaragoza.
SIMÓN. Así es la verdad.
DON DIEGO. Pues el pícaro no estaba allí cuando me escribía las tales cartas.
SIMÓN. ¿Qué dice usted?
DON DIEGO. Sí, señor. El día tres de julio salió de mi casa, y a fines de septiembre aún no había llegado a sus pabellones… ¿No te parece que, para ir por la posta hizo muy buena diligencia?.
SIMÓN. Tal vez se pondría malo en el camino, y por no darle a usted pesadumbre…
DON DIEGO. Nada de eso. Amores del señor oficial y devaneos que le traen loco… Por ahí, en esas ciudades, puede que… ¿Quién sabe?… Si encuentra un par de ojos negros, ya es hombre perdido… ¡No permita Dios que me le engañe alguna bribona de estas que truecan el honor por el matrimonio!
SIMÓN. ¡Oh! No hay que temer… Y si tropieza con alguna fullera de amor, buenas cartas ha de tener para que le engañe.
DON DIEGO. Me parece que están ahí… Sí. Busca al mayoral, y dile que venga, para quedar de acuerdo en la hora a que deberemos salir mañana.
SIMÓN. Bien está.
DON DIEGO. Ya te he dicho que no quiero que esto se trasluzca, ni… ¿Estamos?
SIMÓN. No haya miedo que a nadie lo cuente.
(SIMÓN se va por la puerta del foro. Salen por la misma las tres mujeres, con mantillas y basquiñas. RITA deja un pañuelo atado sobre la mesa, y recoge las mantillas y las dobla.)
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