Recientemente fue presentado de manera virtual el volumen Aquel verano del 61, que bajo el sello de Ediciones Icaic y compilado por el escritor, guionista de cine y periodista Senel Paz, forma parte de las actividades por las seis décadas de Palabras a los Intelectuales.
Desde nuestra web compartimos una entrevista a Senel Paz sobre este nuevo texto, y hoy publicamos el prólogo, de la autoría del narrador y ensayista Francisco López Sacha.
Palabras a los Intelectuales en la cultura cubana
Es posible que las palabras de Fidel, al final de los encuentros con escritores y artistas en la Biblioteca Nacional José Martí, durante la segunda mitad de junio de 1961, sigan creciendo y nunca terminen de decir lo que tienen que decir, de acuerdo con la definición que de un texto clásico establece Italo Calvino, novelista y teórico italiano nacido en Cuba. Su resonancia y amplitud han rebasado las circunstancias que les dieron origen, no solo por el trazado político, axiológico y ético que establecieron para la cultura, sino por el peso significativo que tuvieron para lo que sería después la política cultural de la Revolución.
En principio, este discurso-resumen, que es hoy un documento histórico, no se propuso como un dictamen, una advertencia incómoda o una imposición; constituyó, más bien, una respuesta a las inquietudes e interrogantes de los allí reunidos, y fue, ante todo, el resultado de un debate de ideas previo, por primera vez incluido dentro del ámbito nacional en estas páginas, que debemos a la iniciativa del escritor y cineasta Senel Paz. Aquellas palabras sobrepasaron el debate que le dieron origen, y lo enriquecieron con una serie de criterios y principios rectores para la cultura que no tenían precedentes en ningún otro proceso revolucionario. Palabras a los Intelectuales estableció una línea de acción inédita en las relaciones entre la cultura, la política y la ética, basada en la honestidad de los artistas y escritores, revolucionarios o no, y se perfiló como un programa para garantizar, en consecuencia, la libertad expresiva, la unidad y la participación de un movimiento intelectual y artístico que acaso llegaba a su punto más alto a inicios de esa década.
Para lograrlo, la primera y más importante tarea de la Revolución fue potenciar esa cultura de la resistencia —como la denomina Graziella Pogolotti en el texto suyo incluido en este volumen— al facilitar el trabajo de los escritores y artistas cubanos, al darle sustento y visualidad a través de las instituciones recién creadas, y al establecer simultáneamente las bases para la enseñanza artística y para la gestación de un nuevo público. Solo así la Revolución Cubana pudo tener la autoridad necesaria para dialogar con el movimiento intelectual y artístico, y para sumarlo a todos sus proyectos. La cultura emergente, y sus instituciones, exigían una integración mucho más plena porque, entre otras razones, estaba organizada y dirigida por los propios artistas y escritores. Se trataba de alcanzar, entonces, un consenso y un criterio permanente sobre los problemas de la creación y, en particular, sobre el derecho a pintar, a esculpir, a escribir, a filmar, a realizarse en la danza, el ballet, el teatro, dentro de los principios de una Revolución en marcha.
Cuando estos debates se producen, la cultura cubana tenía un perfil de desarrollo y el trazado de una continuidad. Su creación alcanzaba niveles extraordinarios en casi todos los géneros, y su repercusión, sobre todo en la música, la danza y el ballet, desbordaba a la nación. Sin embargo, no era todavía un verdadero patrimonio de todos. El proyecto cultural revolucionario respondía a esa necesidad, a esa urgencia.
A pesar de que la Revolución abre las puertas a todos los sectores de la cultura, elimina en gran medida la marginación y la soledad de escritores y artistas, fomenta su trabajo y promueve sus obras, el incidente del documental P.M. desencadena el temor de una cultura dirigida, de una pérdida de la libertad alcanzada, de restricciones y prohibiciones desde el poder. Los asistentes a aquellas reuniones temían, sobre todo, que la Revolución Cubana tomara como fatídico modelo el realismo socialista con sus errores estéticos y su carga burocrática y opresiva.
Ante esa inquietud, con sus Palabras…, Fidel se propone disipar las dudas al invocar de un modo convincente lo que trajo el cambio revolucionario:
Si la Revolución comenzó trayendo en sí misma un cambio profundo en el ambiente y en las condiciones, ¿por qué recelar de que la Revolución que nos trajo esas nuevas condiciones para trabajar pueda ahogar esas condiciones? ¿Por qué recelar de que la Revolución vaya precisamente a liquidar esas condiciones que ha traído consigo?
Todavía quizás era muy pronto para percibirlo, pero estas condiciones creadas por el cambio revolucionario fueron, en verdad, el impulso que necesitó la cultura cubana para convertirse en una verdadera cultura moderna, participativa y popular. Si demoró varios años, con choques, retrocesos y omisiones; si no fue posible más que con otra conciencia del valor de la cultura espiritual en la vida de un pueblo —principio establecido por José Martí y defendido por Fidel en estas mismas páginas—; y si, por otra parte, para que ocurriera el milagro de la unidad, la auténtica unidad de propósitos con diversidad de líneas y tendencias en el movimiento literario y artístico, tuvimos que superar las divisiones internas, las rencillas y los graves errores que nos llevaron al abismo del Quinquenio Gris y a la temida restricción de las ideas y de la vida cultural, se debió al éxito momentáneo —en desconocimiento de los criterios emitidos por Fidel— de una tendencia dogmática en la aplicación de la política cultural y a la imposición de un tipo de pensamiento ideoestético que desconocía por completo los vínculos históricos y el estadío de desarrollo de la cultura cubana. Y también, sin duda, a la notable ausencia de un programa estético en el movimiento intelectual cubano, a la pobreza de sus proposiciones teóricas y, peor aún, a su incapacidad para establecer un registro y un análisis de las conquistas de la cultura cubana durante la larga fase de su modernidad.
Con toda justicia, como afirma el poeta e investigador Juan Nicolás Padrón en el documento que acompaña la primera sección de este libro, un encuentro que pudo ser más productivo y se consumió casi totalmente en el enfrentamiento entre las líneas en pugna, dejó la impresión de que «nuestros intelectuales no estaban preparados o no alcanzaron altura para un debate de otro calado», a pesar de que representaban la vanguardia de un movimiento artístico cuyas profundas dimensiones habían sido trazadas desde la tercera década del siglo xx.
No debemos olvidar que nuestra cultura había ingresado, por derecho propio, en su fase más productiva e influyente, iniciada por la generación que protagonizó la «Protesta de los Trece» en 1923 y dio a la cultura algunos de los procesos más innovadores a partir de 1927. Otra, más joven, que comenzó a actuar desde finales de los años treinta y llegó a su madurez a mediados de los años cincuenta, aunque negó algunos presupuestos anteriores, se sumó a la modernidad y acompañó a los entonces novísimos, recién entrados a escena con impronta propia. De modo que, al triunfo revolucionario, tres generaciones en activo ocupaban el panorama cultural. Desde finales de los años veinte los códigos de la vanguardia iluminaron los hallazgos sinfónicos en su integración a las raíces de origen africano; el mundo entero bailó con el son, la rumba, la conga, la habanera, el danzón, el mambo y el chachachá, sin olvidar el préstamo cubano al bebop; inició el cuento moderno y una verdadera novelística con el realismo crítico y realismo mágico, lo real maravilloso y el absurdo; apareció el teatro contemporáneo; se transformó la poesía cubana de un modo radical en el hermoso viaje de Motivos de son [Nicolás Guillén, 1930] a Dador [José Lezama Lima, 1960]; se ensancharon los estudios etnográficos, históricos y socioculturales, y se introdujo en ellos el concepto de transculturación; tuvimos al fin, en consecuencia, un pensamiento moderno en las ciencias sociales; asistimos a las revoluciones de la danza y el ballet, a los procesos de cambio en la plástica cubana y al nacimiento del cine cubano de la Revolución. Todo esto era absolutamente vigente y renovador en junio de 1961, y muchos de los autores de estos cambios estaban vivos o estaban allí.
Lo más novedoso e importante, entonces, para ese instante del desarrollo de la cultura cubana a través del impulso que le dio la Revolución, era que su programa integrador los incluía a todos, excepto a aquellos «incorregiblemente contrarrevolucionarios», y solo podía constituir un problema para quienes siendo honestos, raigalmente honestos, no se sentían revolucionarios. Fidel establece entonces una diferencia radical en sus Palabras…:
Y esto no sería ninguna ley de excepción para los artistas y para los escritores. Esto es un principio general para todos los ciudadanos, es un principio fundamental de la Revolución. Los contrarrevolucionarios, es decir, los enemigos de la Revolución, no tienen ningún derecho contra la Revolución, porque la Revolución tiene un derecho: el derecho de existir, el derecho a desarrollarse y el derecho a vencer.
A partir de este principio, que no incluye a ningún enemigo, Fidel sitúa en un ángulo a los revolucionarios, y a aquellos que sin ser revolucionarios, son honestos, aunque tengan dudas; y en otro, a aquellos que son capaces de fingir o simular que lo son. Para estos, su razonamiento es concluyente:
Para un artista o intelectual mercenario, para un artista o intelectual deshonesto [la Revolución], no sería nunca un problema. Ese sabe lo que tiene que hacer, ese sabe lo que le interesa, ese sabe hacia dónde tiene que marcharse.
Ahora podemos apreciar mejor que la piedra angular de Palabras a los Intelectuales no era solamente los derechos, los deberes o los límites —«¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho»—, sino el respeto a las condiciones y convicciones íntimas de quienes realizaban la cultura. La perspectiva ética que domina todo el documento le permite a su autor calificar la participación de un movimiento intelectual heterogéneo que puede integrarse al proyecto revolucionario en virtud de su grado de compromiso con su conciencia estética, su condición moral, y también con su interés en el destino de la nación, vale decir, con su pertenencia o su grado de adhesión a una cultura anticolonial, antineocolonial, que terminará siendo una cultura antimperialista —términos de Graziella Pogolotti en su texto ya citado—, de la cual era hija la propia Revolución. De ahí la existencia de un modelo cultural participativo que pudiera unificar en sí la conciencia histórica y política de la nación con el desarrollo de una cultura abierta, inclusiva, popular, compleja, crítica, e impulsora también de los cambios que necesitaba el país.
En aquellas sesiones, por último, se definió ese destino. La intención de Fidel era fijarlo a través de una organización que los uniera a todos, y de un organismo rector que, junto a ella, pudiera mantener esos principios. O como resume Fernando Martínez Heredia esa intención en el texto suyo incluido aquí:
Opino que el objetivo de las palabras de Fidel en la Biblioteca era mantener abierto el diálogo revolucionario con los intelectuales y artistas, defender abiertamente la libertad de creación frente a los dogmas, respaldar a todo el que echara su suerte con la Revolución y evitar que el sectarismo-dogmatismo consumara un desastre en ese campo.
Por desdicha, lo que trató de evitarse, ocurrió.
La pugna por el poder cultural, visible en las opiniones y las ideas vertidas allí durante las sesiones del 16 y el 23 de junio, y las tensiones entre los grupos, no se solucionaron entonces con la unidad que ofrecía la Revolución —la creación, en agosto de 1961, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba—, sino que se arrastraron por más de una década y produjeron, entre 1971 y 1976, el desastre previsto diez años atrás.
Sin embargo, a pesar de todo, a pesar de los errores cometidos después, a pesar del retroceso que significó la imposición de una línea de pensamiento estético, y de la consideración del arte como ideología, a pesar de la rigidez conceptual y de los límites, y la marginación que afectó a una gran cantidad de importantes creadores, la cultura cubana alcanzó un perfil de desarrollo y una continuidad después de 1961 con un poderoso movimiento creativo, interrumpido momentáneamente, y dolorosamente, durante esa etapa. La quebradura de esos años fue muy honda y le costó al movimiento intelectual y artístico más de veinte años para restañar las heridas. Cuando retornamos al pensamiento elaborado por Fidel en 1961, cuando el Ministerio de Cultura y la labor de Armando Hart en él, y los cambios internos de la Uneac, a partir de su IV Congreso en enero de 1988, establecieron de nuevo los principios esenciales para la creación, las condiciones de desarrollo de la cultura cubana incluían ya un pensamiento estético contemporáneo; un conocimiento mucho más completo de las tradiciones y las raíces de nuestra identidad; una apertura polémica a los factores exógenos de la alta modernidad y la naciente posmodernidad; un ejercicio más pleno de las instituciones culturales; un sistema de enseñanza artística, desde el nivel primario al nivel superior; un reconocimiento de todas las tendencias en el arte y la literatura; una conciencia alerta ante el grave problema de la seudocultura; una noción mucho más avanzada de los problemas de la cultura mediática y el uso tecnológico de los medios; una vanguardia dentro de la vanguardia en la lucha contra los modelos hegemónicos del pensamiento único y el neocolonialismo, y una conciencia estelar de la importancia decisiva de la cultura artística y literaria para alcanzar las metas sociales de la Revolución.
Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos nos ofrece una lectura de época. Aquí podremos leer Palabras… en su contexto y, entonces, comprender mucho mejor desde el presente el clima intelectual que presidió aquellas reuniones y hacia dónde apuntaban algunas observaciones de Fidel.
El documento que cierra este valioso compendio, la semblanza histórica de Palabras a los Intelectuales realizada por Miguel Díaz-Canel Bermúdez en la clausura del VIII Congreso de la Uneac, celebrado en 2019, alude a los nuevos criterios emitidos por Fidel en la del IV Congreso de la Uneac en 1988, que amplían, a favor de una libertad irrestricta de forma y contenido, el punto de vista estético adoptado en 1961. Ambos valoran la cultura cubana en su integridad conceptual como el resultado del largo proceso revolucionario y humanista que compromete a la nación y al pueblo cubano en el ejercicio de su libertad. Para estos años, finales del siglo xx, Fidel puede expresar también un criterio valorativo que tiene su origen en José Martí, y que el líder cubano incluye como axioma en nuestro panorama intelectual: «Sin cultura no hay libertad posible». Con esta conclusión se complementa también Palabras a los Intelectuales después de sesenta años de incesantes cambios, obstáculos, escollos, avances, restricciones, oscuridades y luces, para darle un sentido mayor a la cultura que hacemos, a la Patria, a las ideas de la Revolución. Aquellas ideas abrieron el camino y crearon finalmente una política cultural para una cultura en crecimiento continuo que siguió siendo abierta, inclusiva, integradora, popular, moderna y contemporánea, y ahora sí, patrimonio de todos.
Infanta y Manglar
12 de abril de 2021
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