Sobre el autor
Luis Rogelio Wichi Rodríguez Nogueras (La Habana, el 17 de noviembre de 1944 – La Habana, 6 de julio de 1985). Fue un poeta, novelista y guionista de cine cubano, considerado por muchos el poeta más importante de su generación.
Su vínculo con la literatura comenzó desde su infancia pues contaba en su familia con personalidades de la cultura como el escritor Alfonso Hernández Catá, su tío; su padre, Luis Rogelio, era periodista y publicista; y su madre, Gloria Nogueras, escribía por afición e incluso fue premiada en certámenes literarios. Del hábito de la lectura Nogueras pasó muy pronto a la práctica de la escritura, y algunos de sus primeros cuentos, escritos a muy temprana edad, llegaron a publicarse en revistas de la época.
Entre otras muchas labores fue redactor de la revista Cuba Internacional y jefe de redacción de El Caimán Barbudo (1966-1967) y de Cine Cubano. En 1967 recibió el premio David, compartido con Lina de Feria, por el poemario Cabeza de zanahoria. En 1976 ganó el concurso Aniversario del MININT junto con Guillermo Rodríguez Rivera con el libro El cuarto círculo. Su novela Y si muero mañana obtuvo el premio Cirilo Villaverde que otorga la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. En 1981 le fue conferido el premio Casa de las Américas por el poemario Imitación de la vida.
La muerte le llegó demasiado pronto, con apenas 41 años. En su honor fue instituido el Premio Luis Rogelio Nogueras, concurso literario de convocatoria anual y carácter nacional, auspiciado por el Centro Provincial del Libro y la Literatura de La Habana.
Como homenaje en el aniversario de su natalicio, compartimos una selección de sus poemas.
Fragmentos de su obra
Ama al cisne salvaje
No intentes posar tus manos sobre su inocente cuello (hasta la más suave caricia le parecería el brutal manejo del verdugo). No intentes susurrarle tu amor o tus penas (tu voz lo asustaría como un trueno en mitad de la noche). No remuevas el agua de la laguna no respires. Para ser tuyo tendría que morir. Confórmate con su salvaje lejanía con su ajena belleza (si vuelve la cabeza escóndete en la hierba). No rompas el hechizo de esta tarde de verano. Trágate tu amor imposible. Ámalo libre. Ama el modo en que ignora que tú existes. Ama al cisne salvaje.
Defensa de la metáfora
El revés de la muerte (no la vida) el que clama por agua (no el sediento) el sustento vital (no el alimento) la huella del puñal (nunca la herida) Muchacha antidesnuda (no vestida) el pórtico del beso (no el aliento) el que llega después (jamás el lento) la vuelta del adiós (no la partida) La ausencia del recuerdo (no el olvido) lo que puede ocurrir (jamás la suerte) la sombra del silencio (nunca el ruido) Donde acaba el más débil (no el más fuerte) el que sueña que sueña (no el dormido) el revés de la vida (no la muerte)
Materia de poesía
Qué importan los versos que escribiré después ahora cierra los ojos y bésame carne de madrigal deja que palpe el relámpago de tus piernas para cuando tenga que evocarlas en el papel cruza entera por mi garganta entrégame tus gritos voraces tus sueños carniceros Qué importan los versos donde fluirás intacta cuando partas ahora dame la húmeda certeza de que estamos vivos ahora posa intensamente desnuda para el madrigal donde sin falta florecerás mañana
El último caso del inspector
El lugar del crimen no es aún el lugar del crimen: es sólo un cuarto en penumbras donde dos sombras desnudas se besan. El asesino no es aún el asesino: es sólo un hombre cansado que va llegando a su casa un día antes de lo previsto, después de un largo viaje. La víctima no es aún la víctima: es sólo una mujer ardiendo en otros brazos. El testigo de excepción no es aún el testigo de excepción: es sólo un inspector osado que goza de la mujer del prójimo sobre el lecho del prójimo. El arma del crimen no es aún el arma del crimen: es sólo una lámpara de bronce apagada, tranquila, inocente sobre una mesa de caoba.
Oración por el hijo que nunca va a nacer
Éramos tan pobres, oh hijo mío, tan pobres que hasta las ratas nos tenían compasión. Cada mañana tu padre iba a la ciudad para ver si algún poderoso lo empleaba -aunque tan sólo fuera para limpiar los establos a cambio de un poco de arroz-. Pero los poderosos pasaban de largo sin oír quejas ni ruegos. Y tu padre volvía en la noche, pálido, y tan delgado bajo sus ropas raídas que yo me ponía a llorar y le pedía a Jizo, dios de las mujeres encintas y de la fecundidad, que no te trajera al mundo, hijo mío, que te librara del hambre y la humillación. Y el buen dios me complacía. Así fueron pasando años sin alma. Mis pechos se secaron, y al cabo tu padre murió y yo envejecí. Ahora sólo espero el fin, como espera el ocaso a la noche que habrá de echarle en los ojos su negro manto. Pero al menos gracias al buen Jizo tú escapaste del látigo de los señores y de esta cruel existencia de perros. Nada ni nadie te hará sufrir. Las penas del mundo no te alcanzarán jamás, como no alcanza la artera flecha al lejano halcón.
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