El 20 de mayo de 2021 se cumplirán cien años del nacimiento de Wolfgang Borchert, poeta, actor, narrador y dramaturgo alemán, uno de los más significativos autores en una generación de jóvenes cuyas vidas quedaron arruinadas por la Segunda Guerra Mundial y sus secuelas. Al morir, el 20 de noviembre de 1947, Borchert tenía solo 26 años.
Único hijo del matrimonio formado por Fritz y Hertha Borchert, Wolfgang nació en Hamburgo; su padre era profesor de enseñanza media, y su madre, escritora. El ambiente familiar influyó en el temprano despertar literario del hijo, quien a los 15 años ya escribía poemas que comenzó a publicar en 1939 en el periódico Hamburger Anzeiger.
Para complacer a sus padres, el joven Wolfgang comenzó en 1939 un aprendizaje de librero, pero en 1940 lo dejó para estudiar actuación. Apasionado por el teatro, a los 17 años había escrito su primer drama, Yorick el bufón, basado en el Hamlet de Shakespeare. Un año después escribió la comedia Queso, una sátira contra el nacionalsocialismo. Estas piezas nunca fueron representadas.
En abril de 1941 Borchert comenzó su carrera de actor, que se vio truncada en junio de ese mismo año, cuando lo llamaron a filas para participar en una guerra que consideraba injusta. Sus experiencias en el frente fueron traumáticas; estuvo bajo arresto varios meses, primero acusado de automutilarse para escapar al servicio militar, y después por algunas críticas de carácter político encontradas por los censores en su correspondencia. Más adelante, una parodia de Goebbels que representó le costó varios meses de prisión, en los que su salud ya afectada continuó deteriorándose.
Al final de la guerra, cuando iba a ser trasladado desde Frankfurt del Meno a un campo de prisioneros en Francia, Borchert logró escapar y anduvo a pie los 600 kilómetros que lo separaban de Hamburgo, adonde llegó el 10 de mayo de 1945, agotado y gravemente enfermo. Su madre abandonó la literatura para dedicarse a atenderlo, y lo animó a que escribiera; el padre mecanografiaba los manuscritos del hijo. Así fueron surgiendo, en el breve lapso de dos años, sus magistrales narraciones breves –de las que algunas se incluyen hoy en los programas escolares en Alemania– y la pieza teatral Afuera, a la puerta, escrita en ocho días, y cuya versión como radiodrama tuvo notable éxito ya en vida de Borchert.
El protagonista de la pieza es el soldado alemán Beckmann, que regresa abatido y mutilado a su país desde un campo de prisioneros en Siberia, tres años después de finalizada la guerra. Su esposa vive con otro hombre, su hijo ha muerto, su ciudad está hecha escombros, todo lo que amaba ha quedado destruido. Beckmann se pregunta sobre el sentido de la vida, intenta suicidarse lanzándose al río, pero el río personificado siente lástima por él y lo devuelve a la orilla. Otros personajes aparecen e interactúan con Beckmann en escenas que no se sabe si son sueño o realidad.
Al éxito del radiodrama le siguió el de la puesta en escena. Afuera, a la puerta tuvo su estreno mundial en Hamburgo, el 21 de noviembre de 1947, un día después de la muerte de Borchert en Basilea. Desde entonces se ha seguido representando, primero en la RFA y la RDA, luego en la Alemania unificada. La pieza ha sido traducida a 40 idiomas y llevada a escena en las más importantes ciudades de Europa, así como en Japón y Estados Unidos. Hasta fines de 1995, la edición bolsilibro de Draußen vor der Tür und ausgewählte Erzählungen [Afuera, a la puerta y narraciones escogidas] había alcanzado más de 2,25 millones de ejemplares. El gran crítico literario alemán Marcel Reich-Ranicki escribió en 2008 que la pieza «es al mismo tiempo queja y denuncia: expresa la desesperanza de una generación». A Borchert se le ha definido como una de las voces más importantes en la literatura alemana de posguerra.
La economía de medios, concisión y laconismo que caracterizan los cuentos de Borchert, se han relacionado con sus lecturas de escritores norteamericanos como Hemingway y Dos Passos. Cuentos como «El pan», «Pero las ratas duermen de noche» y el que a continuación presentamos, «El reloj de la cocina», destacan por su brevedad y por condensar, dentro de esa brevedad, una gran cantidad de información. Lo que leemos es como la punta del iceberg: debajo hay muchísimo más.
En un mundo en el que las guerras se han convertido en parte de las noticias cotidianas, el mensaje antibelicista de Wolfgang Borchert es más actual que nunca.
EL RELOJ DE LA COCINA
Desde lejos lo vieron venir, porque llamaba la atención. Tenía una cara muy vieja, pero en su forma de caminar se notaba que solo tenía veinte años. Con su cara vieja se sentó junto a ellos en el banco. Y después les mostró lo que traía en la mano.
Este era nuestro reloj de la cocina, dijo, y miró uno a uno a los que estaban sentados en el banco tomando el sol. Sí, aún lo pude encontrar. Es lo que quedó. Sostuvo ante sí un reloj redondo y blanco, en forma de plato, y con los dedos fue tocando los números pintados en azul.
No tenía ningún valor, dijo a manera de disculpa; eso también lo sé. Y no es que sea particularmente bonito. Solo es como un plato, así, pintado de blanco. Pero los números azules se ven muy lindos, me parece. Las agujas, naturalmente, son solo de hojalata. Y ahora ya ni siquiera se mueven. No. Por dentro está roto, eso se sabe. Pero tiene el mismo aspecto de siempre. Aunque ahora ya no funciona.
Con la punta del dedo describió un cuidadoso círculo por el borde del reloj plato. Y dijo en voz baja: Y es lo que quedó.
Los que estaban sentados al sol en el banco no lo miraron. Uno se miró los zapatos, y la mujer miró al cochecito de su bebé. Entonces alguien dijo:
¿Así que usted lo ha perdido todo?
Sí, sí, dijo él de buena gana, imagínese, ¡absolutamente todo! Solo él, aquí, es lo que ha quedado. Y volvió a levantar el reloj, como si los otros aún no lo conocieran.
Pero ya no funciona, dijo la mujer.
No, no, eso no. Está roto, lo sé muy bien. Pero por lo demás sigue siendo aún como fue siempre: blanco y azul. Y otra vez les mostró su reloj. Y lo más bonito, continuó él, animado, eso no se lo he contado todavía a ustedes. Lo más bonito es lo que viene ahora: imagínense, se quedó parado a las dos y media. ¡Justo a las dos y media, imagínense!
Entonces es seguro que la casa de usted fue alcanzada por las bombas a las dos y media, dijo el hombre estirando hacia adelante el labio inferior, para darse importancia. Es lo que he oído a menudo. Cuando la bomba cae, los relojes se paran. Eso es por la presión.
Él miró su reloj y sacudió la cabeza con aire de superioridad. No, estimado señor, no, en eso se equivoca usted. No tiene nada que ver con las bombas. Usted no tiene que hablar siempre de las bombas. No. A las dos y media sucedía algo muy distinto, pero usted aún no lo sabe. Precisamente esa es la ironía, que se haya parado justo a las dos y media. Y no a las cuatro y cuarto o a las siete. A las dos y media era cuando yo llegaba a la casa. En la madrugada, quiero decir. Casi siempre a las dos y media. Esa es precisamente la ironía. Él miró a los otros, pero ellos habían apartado la vista. No los encontró. Entonces le hizo una seña a su reloj: A esa hora, como es natural, yo tenía hambre, ¿cierto? Y siempre iba enseguida a la cocina. Eso era casi siempre a las dos y media. Y después, después venía mi madre. Por muy poco ruido que yo hiciera al abrir la puerta, ella siempre me oía. Y cuando yo buscaba algo de comer en la cocina a oscuras, de pronto se encendía la luz. Entonces ella estaba allí, con su chaqueta de lana, y envuelta en un chal rojo. Y descalza. Siempre descalza. Y además nuestra cocina estaba enlosada. Y ella entrecerraba mucho los ojos, porque la luz tan clara le resultaba molesta. Porque ella había estado durmiendo. Era de noche.
Otra vez tan tarde, decía ella entonces. Nunca decía más. Solo: Otra vez tan tarde. Y después me calentaba la cena y me miraba comer. Mientras tanto se frotaba los pies uno contra el otro, porque las losas estaban muy frías. Por la noche ella nunca se ponía zapatos. Y estaba allí sentada junto a mí hasta que yo terminaba de comer, satisfecho. Y entonces aún la oía recoger los platos, cuando yo había apagado ya la luz en mi cuarto. Cada noche era así. Y casi siempre a las dos y media. Eso era completamente natural, pensaba yo, que ella me calentara la comida en la cocina a las dos y media de la madrugada. Yo lo encontraba completamente natural. Ella lo hacía siempre. Y nunca decía más que: Otra vez tan tarde. Pero lo decía cada vez. Y yo pensaba que eso nunca dejaría de ser así. Para mí era tan natural. Siempre todo había sido así.
Por un instante hubo silencio absoluto en el banco. Después él preguntó en voz baja: ¿Y ahora? Miró a los otros. Pero no los encontró. Entonces, mirando a la redonda cara blanca y azul del reloj, dijo en voz baja: Ahora, ahora sé que eso era el paraíso. En el banco hubo un silencio absoluto. Después la mujer preguntó: ¿Y su familia?
Él sonrió, turbado: Ah, ¿usted se refiere a mis padres? Sí, ellos también se fueron. Todo se fue. Todo, imagínese. Todo se fue.
Turbado, sonrió mirando de uno al otro. Pero ellos no lo miraban.
Entonces levantó otra vez el reloj y rió. Rió: Solo él está aquí. Es lo que quedó. Y lo más bonito es que se paró justo a las dos y media. Justo a las dos y media.
Después no dijo nada más. Pero tenía una cara muy vieja. Y el hombre que estaba sentado junto a él se miraba los zapatos. Sin embargo, no veía los zapatos. Se había quedado pensando en la palabra paraíso.
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