Hace 25 años [la entrevista vio la luz en 2005], Umberto Eco publicó El nombre de la rosa, libro apasionante y erudito que recorre, a modo de novela policial, los problemas filosóficos centrales de la Edad Media.
En esta charla, responde preguntas frecuentes: ¿cómo explicar la popularidad de una obra con profusos, intraducidos párrafos en latín?, por ejemplo. Además, cuenta algunos secretos del libro y muestra los dibujos que bocetaron y dieron forma y nombre al fenómeno de esa rosa.
Hace 25 años, pocos habrían imaginado que una novela cargada de ironía y de doctrina, sorprendente en su amplitud y erudición, a mitad de camino entre lo teológico y lo policial, se convertiría en lo que todo escritor espera que suceda pero no confiaría ni siquiera a su mamá: el sueño de 15 millones de ejemplares.
El nombre de la rosa fue eso. Pero también otra cosa, agregaría. Tratemos de imaginar al autor. Un señor de 50 años que un buen día decide dedicarse a la narrativa y lo hace de la manera más arriesgada. ¿Qué lector tendrá la voluntad penitencial de leer una crónica medieval novelada, salpicada sí de delitos e intrigas, pero también llena de difíciles citas en latín y controversias teológicas? Tiene que estar un poco loco este semiólogo, de cierta fama internacional, para ambientar su historia en la primera mitad del siglo XIV y elegir como lugar de la acción una abadía aislada, atrincherada en las pendientes de una montaña del norte de Italia.
Cuando no enseña en la universidad, cuando no toca la flauta dulce, o cuando no inventa divertidos juegos de palabras, se encierra en una austera biblioteca donde compulsa tratados medievales, crónicas de herejes, libros sobre historias menores y desconocidas. Se ha dado cuenta de que la experiencia a la que quiere dar cuerpo y alma es más compleja de lo que imaginaba. Y pensar que todo nació como una broma, un desafío, un pasatiempo, una parodia. Ahora descubre que para contar no basta con la fantasía, no basta con su bella tesis sobre Tomás de Aquino. Hacen falta paciencia, escrúpulo, preparación. Se siente como un atleta que cambia de especialidad. La empresa le da resultado. Ocho meses después de la publicación del libro, exactamente el 9 de julio de 1981, El nombre de la rosa, gana el premio Strega. Es un reconocimiento que consagra un libro que ya vendió 300 mil ejemplares y está a punto de convertirse en un caso mediático de proporciones monstruosas. Más tarde aprendimos a conocer el talento narrativo de ese profesor, y la rara capacidad de hacer convivir felizmente al estudioso y al novelista. No obstante, pasados 25 años subsiste el misterio del hombre que supo darle el nombre justo a la rosa.
Por eso voy a ver a Umberto Eco a su casa milanesa, para comprender la parte menos visible de su éxito, el trabajo que requirió, las huellas que dejó. De un lugar poco accesible, en lo alto de la inmensa biblioteca saca un sobre con los dibujos originales de la novela. Dice: «En realidad, una biblioteca estadounidense quiso comprarlos, pero me resistí». Eco se baja de la escalera, apoya la carpeta y se dirige a otro lugar de la biblioteca. La mano toma con firmeza un tomo del Traité des poisons (Tratado de los venenos). El libro tiene casi dos siglos, edición Crochard, 1815. «Se lo compré por unos pocos francos a un bouquiniste del Sena; pensé que encontraría una idea para ambientar los homicidios que tienen lugar en la abadía».
Sorpresivamente, abre una habitación cerrada con llave. «Aquí están los libros que fui consultando para las sucesivas novelas». Tiene todo el aspecto de ser un estudio secreto, un espacio poco iluminado, pero sugestivo. Sobre la mesa hay un atril con las planchas originales de una historieta. En las paredes, textos raros: investigaciones sobre Rosacruz, primeras ediciones de Ulisse Aldrovandi. En el estante de la biblioteca, dentro de un recipiente cilíndrico de vidrio, flotan, irreconocibles, los testículos de un perro. Eco sonríe: «Los menciono en mi última novela». Pero es tiempo de volver a la primera.
¿Qué es lo que no sabemos todavía de El nombre de la rosa?
Todos piensan que la novela fue escrita en computadora, o que usé máquina de escribir. En realidad, la primera versión fue hecha con lapicera. Pero recuerdo que pasé un año entero sin escribir una sola línea. Leía, hacía dibujos, diagramas, en suma, inventaba un mundo. Dibujé cientos de laberintos y plantas de abadías, basándome en otros dibujos, y en lugares que visitaba.
¿Por qué esa exigencia visual?
Era una manera de tomarle confianza al ambiente que estaba imaginando. Por ejemplo, necesitaba saber cuánto tardaban dos personajes en ir de un lugar a otro. Y eso definía también la duración de los diálogos que, por otra parte, no estaba tan seguro de poder lograr.
Entiendo los lugares, pero ¿por qué dibujar también a los monjes de la abadía?
Necesitaba reconocer a mis personajes, mientras los hacía hablar o actuar, de lo contrario no habría sabido qué hacerles decir.
Dos años después de la publicación de la novela, usted agrega un apéndice con las «Apostillas al nombre de la rosa», abandonando así su idea de que una novela camina por su cuenta y el autor debe desinteresarse.
Podría responder que en ese momento tenía en mente las explicaciones que Thomas Mann había tratado de dar del Doctor Faustus. Pero la verdad es que habían surgido muchos debates alrededor de la novela. Y en mi apostilla, si se lee con atención, se verá que mis consideraciones son externas al libro.
A veces da la sensación de que usted no soporta más la repercusión que tuvo la novela. ¿Se siente asediado?
Es fatal sentirse acorralado. Por otro lado, constatar que en torno de El nombre de la rosa se editaron miles de páginas de crítica, centenares de ensayos, libros y textos de monografías ―la última me llegó la semana pasada― me hace sentir bastante obligado a pronunciarme sobre algunas cuestiones de poética. Es legítimo que un autor declare cómo trabaja, mientras que la crítica interviene respecto del modo en que se lee un libro.
¿El hecho, entonces, de que El nombre de la rosa sea una obra «abierta» depende más de los otros que de usted?
Depende de la novela y no de lo que digo después. Si bien hago alusión, como en las apostillas, a lo posmoderno, no hay nada que obligue a leer el libro de determinada manera.
Llamaba la atención, en esas páginas de explicación, el uso reductivo que usted hacía del término «posmoderno».
El hecho es que «posmoderno» es una especie de paraguas que termina por cubrir todo. Fue inventado en arquitectura y después lo usó la literatura. En los Estados Unidos tenía un significado diferente del que encontramos en Francia en los libros de Lyotard. Como ve, es un lío. Si queremos restringir el significado, y yo citaba a John Barth, es necesario ir a la Segunda Intempestiva, donde Nietzsche sostiene que estamos tan cargados de historia que podríamos morirnos a menos que la releamos irónicamente.
¿Podría decirse que con El nombre de la rosa, usted realizó una operación moderna irónica sobre un gran fresco medieval?
Digamos, como sucede con otras obras, que mi novela puede tener dos o más niveles de lectura. Si la comienzo diciendo: «Era una noche oscura y tormentosa» el lector ingenuo, que no comprende la referencia a Snoopy, gozará en un nivel elemental, y la cosa puede terminar ahí. Después está el lector de segundo nivel que capta la referencia, la cita, el juego y por lo tanto sabe que se está haciendo, sobre todo, ironía. Llegado a ese punto, podría agregar un tercer nivel, dado que el mes pasado descubrí que la frase es el incipit de una novela de Bulwer-Lytton, el autor de los Últimos días de Pompeya. Es obvio que también Snoopy estaba probablemente citando.
La sutil ironía literaria, hecha de citas, referencias, alusiones es un homenaje a la inteligencia pura. Pero, ¿no existe el riesgo de que la elaboración de la página termine teniendo poca narración y mucha cabeza?
No son asuntos míos. Yo puedo ocuparme legítimamente de apostillas, de esta charla, del hecho de que la novela fue escrita en una época en la que se hablaba mucho de dialogismo intertextual y de Bajtín. Si después usted señala que de esa manera muy pocos la leerán, yo le respondo: es cosa del lector, no mía.
Es una afirmación muy perentoria.
La verdad es que cuando salió El nombre de la rosa fui sometido a una auténtica ducha escocesa. ¿Por qué hizo un libro difícil que nadie entiende? Y yo respondo como el guerrero africano de Hugo Pratt: porque me gusta. ¿Y entonces por qué hizo un libro popular que todos quieren leer? Pongámonos de acuerdo, ¿es difícil o popular?
Paradójicamente es ambas cosas.
En ese sentido, propondría un planteo interesante: hoy es popular un libro difícil porque está naciendo una generación de lectores que quiere que la desafíen.
Es una explicación sociológica.
De acuerdo, aunque es mejor que jugar con la idea contradictoria del libro difícil pero popular.
A mí me parece una novela que gratifica a las personas. Las hace sentir más cultas de lo que son.
No estoy tan seguro. El lector ingenuo que confiesa qué frustración enorme es no haber comprendido las citas en latín, no se siente en absoluto gratificado. O deberíamos llegar a la conclusión de que es un tipo de lector que disfruta sintiéndose estúpido.
Digamos que advierte un problema y se lo plantea.
Y ese es un modo diferente de reformular mi hipótesis, o sea que hay una categoría de lectores que desea una aventura literaria más exigente. ¿Cómo sobrevivirían, si no, muchos escritores contemporáneos?
Tengo la impresión de que usted busca una respuesta a un problema insondable. ¿Qué decreta el éxito de un libro como El nombre de la rosa? Reconocerá que en definitiva tiene algo de misterioso.
Es cierto, yo estoy buscando explicaciones. Pero solo porque usted me lo pide. Si de mí dependiera, prescindiría de eso. Lo que sé y que comprendí es que si El nombre de la rosa hubiera salido diez años antes, tal vez nadie se habría enterado, y si salía diez años después, tal vez habría sido igualmente ignorado.
Hay un ejemplo que tenemos ante nuestros ojos hoy: El Código da Vinci de Dan Brown. ¿Considera que si hubiera salido en otro momento no habría tenido el mismo éxito?
Dudo que, de haber salido estando Paulo VI, El Código da Vinci hubiera interesado a la gente. La explicación del fenómeno que se generó en torno de una novela policial, en definitiva bastante modesta, es que remite quizás a la gran teatralización de los hechos religiosos ocurrida durante el pontificado de Juan Pablo II. En la novela de Dan Brown hubo una inversión teológica de parte de la gente. Digámoslo de esta manera: escribió un libro que salió en el momento justo.
Es precisamente la idea de «momento justo» la que tiene algo de insondable.
Creo en el Zeitgeist, en ese espíritu del tiempo que permite percibir las cosas y gracias al cual uno recibe incitaciones que se traducen en algo completo y definido. De lo contrario, no podría explicarme por qué precisamente en 1978, y no antes, se me ocurrió hacer El nombre de la rosa. Aunque debo reconocer que ya en tiempos del Gruppo 63 había pensado en escribir una novela.
¿Qué forma pensaba darle?
Imaginaba un collage de obras salgarianas: la tormenta en Mompracem, un diamante grande como una nuez, las pistolas con la culata llena de arabescos. En suma, una operación irónica sobre la literatura.
¿Por qué abandonó la idea?
Sentía que no era el momento apropiado y debía dejar reposar la idea.
En el fondo, hizo una operación análoga algunos años después con El nombre de la rosa. ¿Por qué eligió ese título?
Era el último de una lista que incluía entre otros «La abadía del delito», «Adso de Melk», etcétera. Todos los que leían la lista decían que El nombre de la rosa era el mejor.
Es también el cierre de la novela, la cita latina.
Que yo inserté para despistar al lector. Pero el lector lo que hizo fue seguir todos los valores simbólicos de la rosa, que son muchísimos.
¿Le molesta el exceso de interpretación?
No, soy de los que piensan que a menudo el libro es más inteligente que su autor. El lector puede encontrar referencias que el autor no había pensado. No creo tener derecho a impedir que se saquen ciertas conclusiones. Pero tengo el derecho de obstaculizar que se saquen otras.
Explíquelo un poco mejor.
Los que, por ejemplo, en la «rosa» encontraron una referencia al verso de Shakespeare «a rose by any other name», se equivocan. Mi cita significa que las cosas dejan de existir y quedan solamente las palabras. Shakespeare dice exactamente lo opuesto: las palabras no cuentan para nada, la rosa sería una rosa con cualquier nombre.
La imagen de la rosa termina la novela. Pero el verdadero problema para un escritor, sobre todo si es debutante, es cómo iniciarla. ¿Con qué disposición mental, con qué dudas se puso frente a la primera página?
En un primer momento la idea era escribir una especie de policial. Después, me di cuenta de que mis novelas nunca empezaron a partir de un proyecto, sino de una imagen. Y en la imagen que se me aparecía me recordaba a mí mismo en la Abadía de Santa Escolástica, frente a un atril enorme donde leía las Acta Sanctorum y me divertía como loco. De ahí la idea de imaginar a un benedictino en un monasterio que mientras lee la colección encuadernada del manifesto muere fulminado.
Un homenaje irónico a la actualidad.
Demasiado actual, y entonces pensé que sería mejor retrotraer todo al medioevo. La idea de que un fraile muriera hojeando un libro envenenado me parecía eficaz.
¿Cómo se le ocurrió?
Pensaba que era una creación de mi fantasía. Después descubrí que existe ya en las Mil y una noches y que Dumas la había copiado en el ciclo de los Valois. O sea que es un viejo topos literario. Siendo un narrador de citas, me divirtió.
Usted al principio mencionaba el Tratado sobre los venenos del catalán Mateu Orfila. ¿Realmente pensaba que encontraría allí una respuesta a sus dilemas toxicológicos?
Fue un intento, pero el libro resultó inservible. Entonces le pedí ayuda a un amigo mío químico. Le escribí una carta muy detallada. Después le pedí que la tirara, no sea cosa que cualquier día alguien que conozco muera por accidente envenenado del mismo modo, encuentran la carta y me den treinta años de cárcel.
En un primer momento usted no tenía intención de darle El nombre de la rosa a Bompiani.
Era la editorial en la que había trabajado y publicado todos mis libros. Es evidente que la habrían tomado sin abrirla. Pero en un primer momento pensé entregársela a Franco Maria Ricci. Pensaba en una tirada de mil ejemplares en una encuadernación fina.
¿Y en cambio?
Corrió el rumor de que Eco había escrito una novela. Primero me llamó por teléfono Giulio Einaudi, después, me parece, Paolini de Mondadori. La tomaban sin discutir. A esa altura ya daba lo mismo que la publicara con mi editor.
En Francia la novela salió en Grasset, después de haber sido rechazada por Seuil. ¿A qué se debió el rechazo?
Seuil había publicado Opera aperta. François Wahl, que era el director editorial, me pidió el manuscrito. Debió pensar que no soy precisamente un desconocido. El hecho es que recibí una carta en la que me escribía: «Estimado Umberto, la novela es interesante, pero la ballena es demasiado grande para hacerla caminar». Grasset tomó el libro y con Wahl seguimos siendo amigos.
Para ser una novela de nicho no está mal. El nombre de la rosa se publicó en 35 países. ¿Qué sensación le da saberse consagrado a nivel internacional?
Más que la fama, que de todas maneras no hace mal, me gratifican las cartas de los lectores. Y desde ese punto de vista, Estados Unidos fue una verdadera sorpresa. Me escribían no solamente de San Francisco o Nueva York, sino del Midwest. Uno escribió diciendo que el solo hecho de haber nombrado a Eckhart, el gran místico, le traía a la memoria un antepasado suyo europeo con el mismo nombre. Para muchos de ellos, era una manera de conocer sus propios orígenes.
Es gracioso. Sale con la idea de hacer una novela de mil ejemplares y llega a vender millones. Pero el éxito puso a la crítica en su contra.
Se llegó al punto cómico en que un crítico que había reseñado el libro enseguida y a favor, posteriormente tomó distancia.
Usted salía de la experiencia del vanguardista Gruppo 63. No creo que los integrantes recibieran muy bien su novela. Sanguineti dijo que su sonrisa franciscana le recordaba la sonrisa de la acción católica.
Si es por eso, también Manganelli expresó reservas similares sobre la novela. A propósito de la sonrisa, recuerdo que en esa época yo decía que antes de morir quería escribir un libro fundamental de estética de la risa que intentaría de todas las maneras posibles no publicar. Así después de mi muerte se harían muchas tesis de graduación sobre ese libro fantasma.
¿Lo que volveremos a encontrar en la novela es la idea del capítulo desaparecido de la Poética de Aristóteles?
De alguna manera.
Volvamos a la crítica. No lo veo afectado por el distanciamiento del Gruppo 63.
Mi opinión es que si no hubiera existido el Gruppo 63 yo no habría escrito El nombre de la rosa. Y si de todos modos hubiera escrito una novela, la habría escrito probablemente como Carlo Cassola. O, si me iba bien, como el primer Calvino. Al Gruppo 63 le debo la propensión a la aventura otra, al gusto por las citas y al collage. Con una diferencia: ellos eran minimalistas. Mientras que yo he tratado de impulsar la literatura a una dimensión maximalista. Nos unía, en todo caso, el mismo gusto.
Con «maximalismo» ¿se refiere a su propensión al gusto por la deformación paródica?
¿Qué es, por ejemplo, Diario mínimo si no un juego literario de pastiches y deformaciones? Forma parte de mi clave, no sabría hacer otras cosas. Nunca habría podido escribir El molino del Po. Me siento más cómodo con Palazzeschi que con Bacchelli. Siempre he sido un escritor paródico.
Tal vez por eso la crítica nunca lo quiso. ¿Qué fiabilidad tiene un crítico? Se lo pregunto porque en el fondo usted también, en cierto modo, es de la partida.
No soy un crítico. Analizo libros para poner a prueba teorías literarias, no para decir si son buenos o malos. No es que la crítica no me haya querido nunca, hay reseñas y ensayos que me han dado muchísimo placer. Pero es que sobre mí he leído de todo. Y mire que soy lo bastante equilibrado como para escandalizarme también por una reseña que es positiva por las razones equivocadas.
¿Cómo reacciona a una crítica negativa?
No me hago ningún drama. Cuando me doy cuenta de que se puede decir lo contrario de todo, entonces llego a la conclusión de que la crítica es una simple reacción de gusto.
¿Cómo hace, siendo un intelectual que ama las reglas y la claridad, para tener una gran curiosidad por lo deforme, lo monstruoso, lo irracional?
Me viene a la mente la comedia de Govi, Colpi di timone. Haciendo girar el timón, se zigzaguea. Zigzaguear es viajar contra el viento: un poco hacia un lado otro poco hacia el otro. Considero que la poética del zigzagueo forma parte de mi actividad intelectual. Puedo escribir un ensayo sobre Tomás de Aquino y acto seguido una parodia sobre el mismo tema. Justamente como girar el timón. Zigzagueo para no tomarme demasiado en serio lo que hago. Dicho esto, ¿le haría una pregunta así a Rabelais? Le preguntaría: «¿Por qué te gusta lo deforme?» El respondería: «Porque soy Rabelais». Mientras que al pobre Tasso nadie le haría semejante pregunta.
Se nace escritor teniendo dentro cierta idea del mundo. Usted escribió cinco novelas. El nombre de la rosa vendió en Italia 5 millones de ejemplares; El péndulo de Foucault, 2 millones, después un millón y medio las otras dos; por último, 500 mil ejemplares con La misteriosa llama de la Reina Loana. Que su mayor éxito haya sido la novela inicial, ¿qué le hace pensar?
Hay autores afortunados que alcanzan el pico de ventas al final de su vida y autores desgraciados que lo alcanzan al comienzo. Cuando se vende tanto al comienzo, después por más que escriba La Divina Comedia nunca más se alcanzan esas cifras.
¿Considera como una especie de condena el hecho de que, haga lo que haga, se volverá siempre indefectiblemente a El nombre de la rosa?
Lo es sin ninguna duda. Pero también es una ley de la sociología del gusto, o mejor dicho, de la sociología de la fama. Si uno se hace famoso por haber matado a Billy de Kid, cualquier cosa que haga después —desde llegar a ser presidente de Estados Unidos, hasta descubrir la penicilina— a los ojos de la gente seguirá siendo siempre «el que mató a Billy de Kid».
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Tomado del suplemento semanal digital Bitácora
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